Hace 19 horas
jueves, julio 31, 2008
El chico malo de Saint-Germain
He reconocido varias veces mi debilidad por las obras de Frédéric Beigbeder. Nunca dejan indiferente a nadie. O las adoras o las detestas. En Babelia publicaron hace un par de semanas esta entrevista (el título del post es de Jesús Rodríguez y la foto pertenece a Daniel Mordzinski), de la que quiero compartir estos extractos:
- "Hay que salir para estar en contacto con la gente, para ver, para escuchar. Un escritor no puede ser un monje. No creo que el escritor tenga que estar metido en casa a las ocho de la tarde para hacer el crucigrama de Le Monde. Que renuncie a vivir para escribir. A Kafka le encantaba divertirse. Hay escritores agonizantes y doloridos, como Flaubert y otros hedonistas hasta el final, como Baudelaire. En el centro estaría Proust, un hombre de largas fiestas nocturnas y también de encerrarse a escribir. Es mi modelo. Trabajo de día, salgo de noche y duermo poco; pero hacer la fiesta no es lo opuesto a hacer un buen libro".
- "Yo no soy así; busco mi camino; no cuento nada que me sea desconocido; cuento mi época; la civilización del consumo; hago novelas de mi tiempo; lo que toco y lo que veo. Todo lo que escribo, como hacía Colette, tiene que ser real".
- Es una mezcla de ficción y desgarrada autobiografía que el novelista Michel Houellebecq ha bautizado como autoficción prospectiva. Beigbeder resume ese ejercicio literario comparando a sus Octave Parango y Marc Marronier con el Harry Chinaski de Bukowski; el Nathan Zuckerman de Philip Roth o el Dick Diver de Scott Fitzgerald. "Un escritor debe correr el riesgo de desnudarse; ésta es una época en que la literatura debe romper las reglas de lo bien visto por la sociedad. Amo la literatura de confesión. Pero nunca hay un Frédéric en mis novelas; hay un Marc o un Octave. Uso mi intimidad dentro de unos acontecimientos ficticios. Soy y no soy".
Out of Sight, de Elmore Leonard
Leonard destaca en sus novelas por la elaboración de los diálogos y el esbozo de los personajes, algo que sabe de sobra uno de sus célebres admiradores (Quentin Tarantino). Steven Soderbergh adaptó con fortuna este libro, que en España bautizaron con el ridículo título de Un romance muy peligroso. Jack Foley, un experto en atracar bancos, se escapa de la cárcel y ya está pensando en dar un próximo golpe. Karen Sisco, agente de la Policía Judicial, podría ser la única capaz de pararle los pies. Junto a ellos, unos cuantos tipos duros memorables: Snoopy, White Boy Bob, Chino, Buddy, Ray Nicolet... Leonard escribe novela negra, pero en sus obras predomina el humor, sobre todo en las conversaciones de los numerosos personajes que se pasean por sus tramas. Si han visto Jackie Brown, inspirada en una de sus obras, ya saben a lo que me refiero.
Carne, sal y fuego
Cerca del castillo de Puebla de Sanabria nos sentamos en una terraza. No recuerdo el nombre del bar, pero pedimos una botella de sidra. Refrescaba un poco. Hace unos años subí al castillo por las escaleras, en vez de por las cuestas, y a la mañana siguiente tuve agujetas, lo juro. Antaño me invitaron a firmar libros dentro de esa fortaleza. Me gustó la experiencia. Recuerdo a un señor que se interesó por uno de los títulos. Un tipo con pinta de turista. Probablemente lo fuera. Le echó un vistazo al volumen, leyó algo. Era una antología. Me preguntó por su precio. “Doce euros”, respondí. Lo soltó como si estuviera en llamas y salió a la carrera.
Bebimos la sidra. Nos asomamos desde la muralla. Desde allí vimos el río. O, mejor dicho, lo que queda de río a su paso por Puebla: poca agua y mucha tierra; una pena. Compramos carne en Los Rochi para asarla a la parrilla. Quien no haya probado la ternera sanabresa no sabe lo que se pierde. Carne y sal, y lo pones al fuego. El humo le da el toque especial, agreste y bronco. No hace falta más. Ni salsas, ni aderezos, ni todas esas alteraciones del sabor que utilizan en las cadenas de comida rápida. Y pan para acompañar, por supuesto. Una hogaza comprada en el Puente. Un pan en el punto justo: crujiente, de miga espesa y abundante, con sabor a auténtico pan y no a plástico. Durante la comida hablamos de la importancia de comprar algunos alimentos en nuestra tierra y luego llevarlos a Madrid. La carne. Los pimientos. Las cebollas. El queso. Tiene importancia porque uno, así, está mejor alimentado y el paladar lo agradece. Carne, sal y fuego. Lo más natural. Hicimos una barbacoa acompañada de sangría. Una sangría ligera y refrescante. Criticamos a los domingueros que vimos cerca de la Playa de los Enanos, que aparcan los coches en las inmediaciones del bosque y se comportan como si no hubieran salido de casa: abren las ventanas de los vehículos y ponen música ratonera a un volumen atronador para que la oiga todo el bosque; sacan sillas plegables, mesas plegables, manteles, radios y sombrillas y neveras y ponen a la abuela al fresco; dejan basura a su paso y pasan el domingo adormilados. Lo que nosotros utilizamos en casa, durante la comida (la civilización: sillas, una mesa, cubiertos), ellos lo utilizan en mitad del bosque. Y le roban a la naturaleza su poder de seducción y su influjo salvaje. Lo que queda es el cuarto de estar de una familia de clase media con árboles y abrojos en vez de cuadros y de fotos enmarcadas.
Cada viaje a Sanabria despierta el recuerdo de otros viajes. En especial los viajes de la adolescencia. No los echo de menos. Sólo añoro las juergas nocturnas. Porque el resto era un suplicio: trayecto en autobús, varios kilómetros a pie cargando con las tiendas, noches en el camping, pocas horas de sueño, comida de lata, autostop para moverse del camping a los pueblos, aseos compartidos. Cada viaje es distinto aunque sea parecido. Quiero decir que haces las mismas cosas, cumples los rituales y las costumbres, pero nunca es exactamente lo mismo. Cada vez que uno vuelve ha cambiado un poco, por dentro y por fuera. Lo que no cambia es el lago. Las aguas ya no están tan frías como cuando éramos niños, pero aún procuran ese baño saludable que mencionaba ayer. El lago es el mismo, su fisonomía inalterable, y tú te recuerdas dentro del agua: siendo un niño intrépido, siendo un adolescente ebrio, siendo un joven menos aventurero y más responsable. Y en ese plan. Te bañas, disfrutas, duermes plácidamente y luego regresas al tráfico y al caos de la ciudad. Apenas tres días, pero suficientes para tomar ese oxígeno reparador y continuar tu camino.
miércoles, julio 30, 2008
Los nuestros, de Serguéi Dovlátov
Los libros de Dovlátov suelen seguir la misma estructura. Son novelas construidas mediante relatos con un denominador comín, pero pueden leerse de forma independiente. Si en La maleta contaba una historia por cada prenda que se había llevado a Estados Unidos, y en El compromiso incluía sus trabajos en periódicos y revistas, en Los nuestros relata la historia de su familia: un familiar por capítulo. Así, tenemos abuelos, hermanos, padres, primos... El libro acaba con su mujer y su hija. Y Dovlátov, como tiene un corazón de oro, incluye a su perra en uno de los capítulos, pues la considera parte de la familia (algo en lo que estoy de acuerdo). El estilo de este autor se mueve entre la ironía y las frases breves y rompedoras.
Futurama: El gran golpe de Bender
Largometraje estrenado directamente en dvd, algo inexplicable pues resulta mucho más imaginativo que la película de Los Simpson (ambas de Matt Groening), y eso que la cinta sobre Homer me gustó. Como siempre, encontramos humor salvaje, guiños cinéfilos y un guión bien trabado. Aún quedan por estrenar otros tres filmes de Futurama. Espero que todos tengan el mismo nivel.
Descanso
Un lugar ideal para pernoctar es Sanabria. Allí suelo dormir de un tirón, descansado, sin sobresaltos, sin preocupaciones, sin ruidos. Supongo que todos los elementos tienen su importancia: la casa que suelo habitar, capaz de ser lo bastante fresca y acogedora para no tener frío ni calor en el cuerpo, sino la temperatura ideal; la ausencia de trastornos propios de ciudad, entre los que se cuentan los motores y los cláxones de los coches, las parrandas nocturnas, los vecinos, los bares y las discotecas; el aire puro, que le deja a uno más relajado; el influjo de la naturaleza alrededor; las plácidas noches estrelladas, que invitan a dormir; y el cansancio y la relajación propios de haberse dado baños de agua helada por la mañana.
Conseguí ir a Sanabria el pasado fin de semana y no creo que pueda regresar hasta el año que viene, ya que los planes están trazados con antelación. Durante estos días las noches fueron frescas, algo que se agradece. Agotado del calor intolerable de las ciudades, supone un respiro tener que recurrir a una chaqueta liviana para salir a dar un paseo o para sentarse en una terraza a tomar una caña. Incluso el sábado por la noche hizo un poco de frío. Los primeros días estuvo nublado, lo suficiente para no asarse a la parrilla y para meterse un rato en el agua, aunque la salida era más bien demoledora. Para bañarnos, escogimos un recodo en el que apenas hay gente. En días laborables quizá veas por allí a un par de personas y a algún tipo que pasa remando en su piragua, y poco más. En domingo es otro cantar, y cualquier rincón donde haya agua atrae a un montón de gente. Los veraneantes, en general, tienen esa manía de agruparse, de amontonarse unos encima de otros y de bañarse codo con codo. Una costumbre que detesto, aunque a veces no queda más remedio que apechugar, si uno va a una playa invadida de turistas. En Sanabria suelo optar por los rincones con rocas y piedras pequeñas porque va menos gente y porque así evito el incordio de la arena. En el agua aproveché para hacer esas tonterías que ya no hacen los adultos: observar a las ranas, saltar de roca en roca, meterme en arroyos donde hay corriente y trastear por aquí y por allá lo suficiente para llenarme las piernas y los brazos de rasguños y heridas. En mis incursiones, como es habitual, encontré en el caudal del Tera algún cristal y alguna botella de cerveza, que en seguida saqué del río. Conviene zambullirse en los dos sitios: en el río y en el lago. Las aguas del lago me dejaron la piel de gallina, pero es un baño que uno debe darse. Un baño saludable. En cuanto uno mete la cabeza, nota una sensación de alborozo, de impacto por el frío. Un subidón. En el río las aguas están menos heladas, y también influye que el cuerpo no para de moverse para esquivar las pequeñas corrientes y las piedras que dejan machacadas las espinillas.
Dando un paseo de tarde, en la sobremesa, por un pequeño pueblo, me quedé con la grata imagen de los perros que fuimos encontrando en nuestro camino. Perros a la sombra, echados debajo de los tractores y en la hierba y a la puerta de las casas y en los jardines. Perros con la lengua fuera por el calor, sesteando y mirándonos con alborozo, como si fuéramos la mayor atracción del día. Perros alegres y algún gato escondido, también descabezando un sueño. En el lago he visto a dueños que llevan a sus perros y se bañan con ellos. A mí me parece perfecto. Sé que hay gente que se molesta. Pero mire, señora, algunos animales son más limpios que ciertos humanos. Me divertí observando a los perros mientras nadaban en el lago y chapoteaban en la orilla. Cualquier actividad que salga de la rutina ya es un descanso.
martes, julio 29, 2008
Sam Peckinpah. Vida salvaje, de Garner Simmons
Todos los entrevistados para esta biografía están de acuerdo: Sam Peckinpah vivía para el cine y lo demás era accesorio. Él mismo se lo dijo a una actriz: Vivimos nuestras vidas entre los gritos de "Acción" y "Corten". Es el único momento en el que estamos realmente vivos. Por eso este retrato no parte de la vida del director para luego ensamblar anécdotas de rodajes y preproducciones, sino que funciona al revés: tras la infancia de Peckinpah, los capítulos son los títulos de sus películas y alrededor de cada una de ellas se articula la biografía del hombre. También están de acuerdo, al menos, en otra cosa: el viejo Sam era un cabrón con mucho talento. Capaz de llevar al límite a todo el equipo (actores, actrices, guionistas, productores, músicos, diseñadores de vestuario...) para conseguir exactamente lo que necesitaba reflejar en su obra.
Es un libro que los cinéfilos no se deberían perder. Y en especial los seguidores de las películas de Peckinpah, uno de los grandes del cine: Grupo salvaje, La balada de Cable Hogue, Perros de paja, La huida, Pat Garret & Billy the Kid, La cruz de hierro... Como diría Pike Bishop y suscribiría el propio Peckinpah, un hombre salvaje y excesivo: If they move, Kill 'em!
Si algo puede salir mal
Dado que el viernes fue día festivo en Madrid, hicimos una escapada a Sanabria. Nuestra intención era salir de la ciudad en torno a las seis de la tarde del jueves y pisar territorio sanabrés unas cuatro horas después, a las diez de la noche. Pero la Ley de Murphy siempre está ahí para desbaratar los planes. Ya saben: si algo puede salir mal, saldrá. La maldita ley. Salimos de Alameda de Osuna, o sea, casi a las afueras de Madrid y cerca de Barajas. Yo tenía que estar allí a las seis. Y, para llegar a esa zona, primero debía subir al metro y cruzar media capital. Calculé una media hora de trayecto, más o menos.
Intenté tomar el metro a las cinco y cuarto de la tarde del jueves, pero los preparativos hicieron que me retrasara unos diez minutos. Para quien no viva en Madrid, explico cómo llegar desde Lavapiés hasta Alameda de Osuna: hay que tomar la línea amarilla y hacer un trasbordo en Callao, donde se coge la línea verde que le lleva a uno directamente a Alameda, final de dicha línea. Muy sencillo. En Callao, donde me reenganché a la línea verde, el tren tardó varios minutos en cerrar sus puertas y ponerse en movimiento. Me pareció raro porque es frecuente que los trenes se detengan muy poco tiempo y la gente que acaba de entrar en el andén tenga que correr para alcanzarlos antes de que las puertas cierren. Suele suceder que, cuando se tiene prisa, parece como si el metro conspirara contra uno y lo arrastrase a una marea de retrasos, averías e incidencias. En la siguiente parada, Gran Vía, se abrieron las puertas del tren, el personal entró y salió y allí nos quedamos. Varios minutos después la gente empezó a resoplar, a mosquearse, a asomar la nariz fuera del vagón. Nadie decía nada por los altavoces. El conductor no salió a contarnos lo que pasaba (y lo suelen hacer: lo he vivido). Algunos pasajeros consultaron su reloj y abandonaron el vagón y el andén. Unos minutos más tarde varias personas se acercaron a hablar con el maquinista. Otras consultábamos los planos de metro, para encontrar vías secundarias y alternativas. El problema es que las últimas siete estaciones de la línea verde no se cruzan con otras líneas. Escuché a una señora quejarse del conductor. A otra, protestar porque no nos decían nada. Decidí ganar tiempo y tomar esas vías secundarias: ir por otras líneas que me hicieran desviarme de la verde para luego pillarla más adelante. Eso supuso un viaje entre dos estaciones y un trasbordo, y de nuevo otro viaje y otro trasbordo. Al llegar al próximo punto de cruce con la línea verde, anunciaron por los altavoces que, debido a las incidencias, interrumpían el servicio entre esa parada y la siguiente. Tuve que salir de allí y entrar en otra línea, que me conectaría con el siguiente punto: la estación de Gregorio Marañón, para meterme en la línea naranja, que cortaba a la verde unas cuantas paradas después (en Pueblo Nuevo). Así lo hice y llegué a Alameda de Osuna una hora y media después de salir de casa.
Aquello supuso un retraso de más de una hora, porque me tocó caminar unos minutos hasta la calle en la que habíamos quedado. Salimos de Madrid. No se pueden imaginar la cantidad de tráfico que encontramos en dirección a la carretera de La Coruña. Como si todos los residentes en Madrid nos hubiéramos puesto de acuerdo para abandonar la capital a la misma hora. Después de Rueda, otro incidente: la carretera estaba en obras y redujeron la circulación a un único carril. El atasco duró unos sesenta minutos. Llegamos, por fin, a Sanabria, a las doce y media de la noche. Me sentí igual que si hubiese atravesado el país entero.
lunes, julio 28, 2008
Square America
Square America (A gallery of vintage snapshots & vernacular photography), sabrosísima recomendación de mi colega Pablo Casares. Se trata de un compendio de viejas fotografías de gente y paisajes de USA.
El valor de un hombre enfermo
Anunciaron que Michael J. Fox volverá a actuar en televisión gracias a un pequeño papel en cuatro episodios de la serie “Rescue Me”. Ese fue el medio que le proporcionó la fama y sus primeros frutos. El boom lo completaría el cine: “Regreso al futuro” y sus secuelas. Como todo el mundo sabe, Fox padece desde hace tiempo la enfermedad de Parkinson. En los últimos años se había conformado con intervenciones en series televisivas y con prestar su voz para doblar a personajes de dibujos animados. Todos sus esfuerzos están enfocados a recaudar fondos y ayudar a las investigaciones en busca de una cura, en la fundación que creó él mismo: The Michel J. Fox Foundation for Parkinson’s Research (Fundación Michael J. Fox para la Investigación del Parkinson). Dicho mal o enfermedad le impedía la libertad de movimientos y, aunque la combatía con medicamentos ingeridos antes de rodar cada escena, supo que el deterioro progresivo lo mantendría alejado de la actuación. Pero siempre hay papeles y otras opciones. En “Rescue Me” hará de un hombre en silla de ruedas. En “Boston Legal” interpretó a un enfermo de cáncer. Menos es nada. Y en los últimos años también ha conseguido aumentar su lista de premios: Emmys, Globos, etcétera.
Tras leer la noticia de su regreso a la televisión, recordé que antaño me regalaron la autobiografía de Fox: “Un hombre afortunado”. Cada libro tiene su momento. Lo busqué en mi biblioteca y supe que era hora de leerlo. Aunque el subtítulo indique que se trata de unas “Memorias”, podemos afirmar que sólo son unas memorias parciales. Aunque desvela cosas interesantes sobre su familia y algunas de las series y películas en las que ha trabajado, los recuerdos acaban siempre girando en torno a su enfermedad. Incluso aparte de la alusión a unos pocos títulos de éxito (“Spin City”, “Regreso al futuro”, “El presidente y Miss Wade”), apenas menciona sus películas más famosas. Prefiere hablar de esos proyectos que fueron un fracaso en taquilla. Esos proyectos con los que nunca se sintió conforme, pero que tuvo que hacer para seguir alimentando a su familia. El libro arranca con el Parkinson y termina con el Parkinson. En la primera página recuerda el síntoma inicial. Se despertó con una resaca brutal y el dedo meñique de la mano izquierda empezó a temblar, a darle avisos. Desde ese primer instante hasta que anunció a los medios que padecía la enfermedad transcurrieron unos años. En ese tiempo consultó las opiniones de varios especialistas en neurología, empezó a medicarse y trató de esconder los síntomas en los rodajes para que el Parkinson no influyera en la visión que de él tenían los demás y, por ende, eso no afectara a su trabajo.
Fox no habla tanto de cine en el libro como yo esperaba. Lo cual no le resta interés. Porque, en definitiva, se trata de leer la confesión de un hombre enfermo que, con todo el valor y la humildad que pueda reunir alguien enfrentado a una enfermedad degenerativa y por el momento irreversible, acepta lo que le ocurre y aprende a convivir con ello y a luchar. En estas memorias cuenta que, merced a que un famoso padeciera el mal de Parkinson a una edad tan temprana (a los treinta años) y lo anunciara, su ejemplo infundió valor a otros afectados, dejaron de sentirse “solos” y empezaron a “salir del armario”, admitiendo en público sus síntomas. Se titula “Un hombre afortunado” porque J. Fox descubre que el Parkinson le ha conducido por terrenos inesperados: el apoyo incondicional de la gente que le rodea, el amor y la comprensión de su familia, los testimonios de otros afectados. Asuntos importantes y necesarios, al lado de los cuales el éxito, la fama o los premios no valen nada.
Sushi
Antes, cuando iba a los restaurantes chinos y me ofrecían los palillos para comer, los descartaba y pedía cubiertos. Cuchara, tenedor y cuchillo. Para no tener que aprenderme nuevos manejos ni cambiar costumbres. Usted déme lo de siempre. Uno, sin embargo, debería adaptarse a otras culturas y a otras tradiciones en la medida de lo posible. A los restaurantes chinos ya no voy porque la comida no me seduce, o al menos la comida china que he probado en los restaurantes de España. Y antes solía ir porque no quedaba más remedio: cuando vas en grupo a cenar no siempre sale lo que tú quieres. Recientemente estuve en un restaurante japonés y decidí aprender a utilizar los palillos de madera. No es tan difícil. Si lo hice yo, cualquiera puede hacerlo. Digo esto porque soy muy torpe, un manazas.
Hace años que quería probar la comida japonesa. Escuchaba estas opiniones: “No vayas, que allí comen el pescado crudo”, “Es demasiado caro”, “Seguro que la comida es asquerosa”. En Madrid existen muchos restaurantes japoneses. Y no me refiero a locales de menú japonés con dueños españoles y camareros españoles y cocineros españoles. Sino a restaurantes con japoneses, que cocinan y atienden y sirven ellos la comida. Fui, por primera vez, dos meses atrás. Por probar. Soy de los que opinan que se debe degustar la gastronomía de otros países: comida mejicana, turca, griega, japonesa, rusa, etcétera. Al menos una vez en la vida, para saber si te place o no. La cocina japonesa, en mi opinión, es de lo mejorcito que he comido nunca. Son platos ligeros, con una presentación minimalista que no suele dejar con hambre (aunque alguna vez, lo confieso, he repetido porque me rugían aún las tripas). Todo parece sencillo, liviano, leve como una pluma, pero alimenta y es muy sano. Salvo que pidas carne, que no es lo habitual, si optas por lo típico estarás haciéndole un favor a tu estómago: arroz blanco, verduras hechas con tempura, atún, trucha y salmón crudos o ahumados. Y sus nombres: maki, sushi, sashimi… ¿Y qué decir del sake? El mejor licor de arroz que he probado me lo han servido en los locales japoneses. Cuando pides una botella del exquisito sake, te preguntan si lo quieres frío o caliente. Siempre lo elijo frío para que me refresque el gaznate. Me entusiasma el sushi. He aprendido que hay diversas clases. Quizá el más famoso o el más rico sea el norimaki, esos rollitos que parecen hechos con la minuciosidad de un relojero, envueltos en hojas de nori. Espero no confundir el nombre, aunque todo podría ser. En algunos locales ponen dentro del rollo una gota de wasabi. En otros, lo ponen en el borde del plato para que el comensal se eche al gusto. Para quien no lo sepa, el wasabi es una pasta verde hecha con nabo y pica como mil demonios. Si te pasas con la cantidad, es probable que sientas que el picor te sale por la nariz y te lloran los ojos. Es cierto. A mí me ocurrió la última vez. Me cayeron un par de lagrimones. Algo que también supuso un sabor nuevo para mi paladar fue el jengibre en conserva. No lo conocía. Lo sirven de acompañamiento, en finas láminas. Hay gente que dice que sabe a colonia. A mí me gusta, pero reconozco que su sabor es muy fuerte. También suelo pedir, de postre, el helado de té verde. Uno de los más sabrosos que he comido nunca.
Un día compramos en un supermercado los ingredientes necesarios para preparar en casa algunos platos de comida japonesa. Logramos los sabores, esa mezcla explosiva de pescados, arroces y picante. Logramos el toque. Pero no salió bien la presentación del sushi. Los rollos parecían hechos por un churrero novato.
Fascinación y, quizá, aburrimiento
Una amiga mía quiere ir a Brujas y, creyendo que yo había estado allí, el otro día me preguntó si le recomendaba la visita. Era una pregunta retórica, desde luego. Yo no conozco Brujas, por desgracia. Luego reparé en que se había confundido con Estrasburgo, donde sí estuve el año pasado y en este rincón relaté mis peripecias, que no fueron extraordinarias. La alusión a la primera ciudad surgió por la formidable “Escondidos en Brujas”, que como su título indica está ambientada en dicha población belga. Cuenta lo que les ocurre a dos asesinos irlandeses, refugiados en la ciudad durante unos días. Uno se apasiona con la cultura y con las antigüedades. Al otro se lo llevan los demonios porque se aburre y sólo quiere ir al pub a beber.
Buscando un poco de información sobre el filme al volver del cine, encontré en una revista las declaraciones de Martin McDonagh, el director y guionista, y de Colin Farrell, Brendan Gleeson y Ralph Fiennes, los actores que protagonizan la cinta. McDonagh dice: “Fui a Brujas por primera vez hace cuatro años y tuve sentimientos muy encontrados acerca de la ciudad. (…) En cuanto di mi cuarta vuelta por sus calles, empecé a aburrirme”. Farrell tiene una opinión similar: “Es bastante espectacular… pero me aburrí muy rápidamente”. Una vez vista la película, adviertes que, en efecto, Brujas y Estrasburgo no parecen muy diferentes. Aunque sospecho que Brujas puede ser más encantadora. Sólo un poco más. Suelen definirla como “una ciudad de cuento de hadas”. Este tipo de poblaciones europeas deja con la boca abierta a cualquiera con un poco de buen gusto y de sentido común. Las plazas, las casas antiguas, las iglesias, las catedrales, las tabernas y los canales asombran al visitante. Son ciudades mágicas, ideales para el paseo, la reflexión y la luna de miel. Sin embargo, a la vez que entiendo la fascinación que ejercen (a mí me ocurrió), también puedo comprender que personas acostumbradas a vivir en Londres o Dublín se aburran al tercer o cuarto día de caminar por sus calles. No hay tantas distracciones y alternativas de ocio como en las grandes urbes. Dice Colin Farrell en Fotogramas: “Paseas por sus calles y te dices que es muy bonita, pero hay otros factores importantes además de la arquitectura: la gente. Hay poca, las calles estaban vacías y me sentía solo. Llegamos en invierno y a las cuatro de la tarde ya era de noche”. Es cierto. En esas ciudades tan maravillosas, propias de los cuentos infantiles, el personal se retira pronto a casa para cenar, ver la tele y dormir. Lo noté en Estrasburgo y aún más en el pueblo en el que estuve viviendo unos días, en Molsheim. A media tarde ya no había nadie por las calles, nadie en las tabernas, y sólo un par de restaurantes congregaban gente. Y entonces, ¿qué le sucedía a uno? Que se deprimía un poco. Porque le parecía habitar una ciudad abandonada. Son lugares muy distintos a Madrid o Londres.
En la misma revista uno de los críticos alaba la película, pero le reprocha el final, matizado por “una cadena de improbables encuentros”. No estoy de acuerdo. Esos encuentros (cuando los personajes se cruzan en la Plaza Mayor) no son improbables. Y eso lo sabe cualquiera que haya vivido en una ciudad pequeña cuyo eje gira en torno a su centro. En mi ciudad, Zamora, puedo encontrarme a la misma gente un montón de veces durante media hora en los aledaños de la Plaza Mayor. En Estrasburgo, que tiene más habitantes que Brujas, me topaba cada pocos minutos con las mismas caras. Las personas, y en especial los viajeros y turistas, deambulan y giran una y otra vez en torno a los mismos sitios de paso. Lo raro sería no encontrarse unos a otros.
Conciertos
Como ya sabrán quienes me leen con cierta asiduidad, de vez en cuando acudo a escuchar a alguna banda en directo. Con suerte, y si los tíos de delante no miden más que yo, incluso puedo discernir el escenario y a los miembros del grupo. Por lo general salgo feliz de esos conciertos, con la sensación de haber presenciado algo grande, actuaciones que, por mucho que prefieras bajarlas de internet o comprarte el dvd de la gira, sólo se disfrutan de verdad mediante la magia del directo y del espectáculo y todo su poderío de sonido y sensaciones. Salvo por los tres o cuatro cabestros beodos que a veces me tocan al lado y que se dedican a saltar y a ir y volver de la barra para agenciarse vasos de cerveza, y que acaban salpicándole a uno con la bebida y su sudor, salvo por eso, la experiencia suele ser gloriosa.
Poco a poco voy cumpliendo sueños musicales, y no repetiré ahora los nombres de las bandas y de los cantantes que he podido escuchar en los últimos años, pero sí me gustaría anotar el nombre de algunas de las grandes figuras que han tocado estos meses en España y a quienes me hubiera gustado ver en directo: Neil Young, Tom Waits, Sting y, sobre todo, Leonard Cohen. Son algunos de los que, ahora mismo, se me ocurren. También, por ejemplo, me encantaría ver a la gran Amy Winehouse, aunque comprar una entrada para sus directos es una apuesta difícil por los ciegos que se coge. En el “Rock in Río” tocaron algunos de estos artistas, junto a Bob Dylan y Lenny Kravitz. En parte me atraía este festival, pero hice lo posible para no ir. Y no fui, vencí las ganas porque me parece una tomadura de pelo que en un mismo cartel junten a Neil Young y a Tokio Hotel, a The Police y a El canto del loco, a Winehouse y a Shakira. Parece como si los organizadores hubieran metido varias papeletas en un sombrero y luego cogido unas cuantas al azar y con los ojos vendados.
Lo peor de los directos, para mí, es la entrada a los recintos. Y el regreso a casa. En Madrid, en el de Bruce Springsteen, la mala organización hizo que, ya pasada la hora de comienzo oficial del concierto (por suerte, empezó más tarde), muchos aún estuviéramos en las colas que rodeaban el Santiago Bernabéu como si participáramos en el asedio a una fortaleza. Yo estuve en uno de los accesos al césped. Estaba mal señalizado y, tras aguardar un rato en la cola que había frente a la puerta, las personas que iban a la cabeza se daban la vuelta quejándose. Le pregunté a un tipo y me dijo que aquella cola era para el acceso a la torre, o no sé qué. Dicho acceso quedaba escondido a mano izquierda y no estaba señalizado correctamente. A todos nos ocurrió lo mismo. Quince minutos de espera para llegar casi al final, retroceder y ponernos en la cola de al lado. Todo el mundo dudaba. Hubo gente que me preguntó, dado el caos: “Perdona, ¿esta cola en la que estás para qué puerta es?”. Cuando fui a ver a The Cure, entré pronto al Palacio de los Deportes, pero media hora después de haber empezado el espectáculo aún había gente intentando entrar. El arduo regreso a casa no es culpa de nadie. Pero es un latazo, y es lo que no llevo bien en los conciertos de Madrid. Es de noche. Si aún funciona el servicio de metro, está a rebosar y la gente va más apretujada que por las mañanas en hora punta, cuando acude al trabajo. Y la mayoría apesta a alcohol. A menudo no cabes en el vagón y debes esperar al siguiente tren, y tal vez te suceda lo mismo. Si esperas al bus y logras entrar, el interior es una lata de sardinas y el destino suele ser Cibeles. Desde allí, y para seguir el camino a casa, quedan dos opciones: en taxi o a pata. Es una pequeña odisea.
jueves, julio 24, 2008
Otro cartel de Blindness
Miseria sureña
Antaño, discutiendo con un colega sobre William Faulkner, a quien él tachaba de pelmazo, le recomendé que leyera “Mientras agonizo” porque es muy diferente a otros libros del autor. Por ejemplo, diferente a “El ruido y la furia”. No sé si me hizo caso. Probablemente no. “Mientras agonizo”, esa obra maestra, tiene la virtud, creo yo, de gustar a la vez a quienes somos faulknerianos y a quienes no lo son. Sin abandonar sus temas predilectos, Faulkner en este libro ya no escribe oraciones que abarcan varias hojas ni espera cien páginas para meter un punto y aparte. No, aquí construye la historia mediante monólogos breves de varios personajes. Estoy convencido de que “Mientras agonizo” inspiró ese peliculón de Sam Peckinpah, “Quiero la cabeza de Alfredo García”, y que ambas obras inspiraron “Los tres entierros de Melquíades Estrada”. “Mientras agonizo” cuenta la historia de una familia pobre que hace un largo viaje para enterrar a la madre en el lugar donde ella quería ser enterrada. En la carreta llevan el ataúd con su cadáver. La novela incluye monólogos de los personajes vivos, y también de los muertos (de la madre), y se lee con asombro y admiración.
Esta novela de Faulkner la leí en la reedición de Anagrama, hace años. Como era habitual en mí, en aquellos tiempos no tenía mucho dinero y daba tumbos entre los trabajos esporádicos. Cuando salió el libro me faltaba pasta para comprarlo y lo tomé prestado de la Biblioteca Pública de Zamora. Me entusiasmó y juré que algún día compraría un ejemplar. Años después no volví a ver esa edición de Anagrama. Pero el libro lo rescató Alianza en su colección dedicada a las bibliotecas de autor en bolsillo. Lo conseguí, finalmente, por un precio módico. Este verano, Anagrama ha reeditado (también en bolsillo) dicha novela. No pensaba comprarla porque ya la tenía. Hasta que me enteré de dos diferencias entre ambas ediciones. La de Alianza es la versión de siempre, traducida por Mariano Antolín Rato. La de Anagrama está traducida por Jesús Zulaika, y además es la llamada “versión definitiva de 1985”, reconstruida a partir de las galeradas originales. Fui a una librería y tomé los dos volúmenes para compararlos. En cuanto vi un par de diferencias en la prosa, compré la de Anagrama. Cualquier día leeré ambas para detectar sus similitudes y sus divergencias.
Se trata de una novela que los lectores de raza no deberían pasar por alto, el viaje de una familia cuyas tribulaciones y penurias son épicas, acarreando un muerto que se descompone con el calor y el tiempo. Si les gustan las narraciones sobre los pobres y miserables del sur de USA, y las penalidades por las que pasaban, y la violencia que lo empapaba todo, deberían comprar y leer otra novela que acaban de reeditar. Me refiero a “El camino del tabaco”, de Erskine Caldwell. También la leí hace años merced al préstamo de las bibliotecas, en la edición de Alba Editorial, hoy muy difícil de encontrar. O sea, traducida por Horacio Vázquez Rial. Existe, al menos, otra traducción más en castellano. Esta obra de Caldwell la ha recuperado la editorial Navona, que en su colección “Reencuentros” está rescatando títulos de Mark Twain, John Steinbeck y Jack London, entre otros. En “El camino del tabaco” los personajes se mueren de hambre. Su dolor es nuestro mientras leemos sus penurias y acompañamos a sus figuras embrutecidas por la miseria y la hambruna. Caldwell no es muy famoso por estos lares, me temo. Una tarde encontré en alguna librería de saldo otro libro suyo, una edición vieja de “Disturbios en julio”. La portada mostraba una soga.
miércoles, julio 23, 2008
Mi Nueva York, de Brendan Behan
El escritor irlandés Brendan Behan amaba Nueva York y lo demuestra en este libro, plagado de anécdotas, de recuerdos, de historia, de encuentros con otros artistas (entre ellos, los beat y otros de sus compañeros de generación), de recorridos por los bares, los restaurantes, los barrios de una ciudad siempre despierta y llena de oportunidades. Behan apuesta casi siempre por el humor en su prosa. Al lector le entran aún más ganas de visitar aquella ciudad, de descubrirla y conocer sus rincones. El libro está ilustrado con los potentes dibujos de Paul Hogarth. Un fragmento:
Una ciudad es un lugar donde vive el Hombre, un lugar donde camina, habla y come y bebe a la luz brillante del día o a la luz de la electricidad, las veinticuatro horas del día. En Nueva York puedes dar un paseo a las tres de la madrugada, ver gente, leer el periódico y beber algo: zumo de naranja, café, whiskey o lo que sea. Es el mayor espectáculo que hay sobre la Tierra, abierto para todos. De noche, su fabulosa belleza ya era la mayor maravilla del mundo hace cuarenta años.
Menú zamorano de sábado
El sábado entré en Zamora en torno a las once y pico de la mañana. El viaje en coche duró sólo dos horas y cuarto desde la capital. Y, en una mañana de poco tráfico, hubiera durado menos de no ser por los atascos hasta el túnel. Siguen de obras en la carretera, a las afueras de Madrid; o son las mismas, que no se acaban, no sé. Cortan carriles y, aunque circulen pocos vehículos, al final se forma un pequeño atasco. Así da gusto viajar: me refiero desde la salida del túnel hasta Zamora. Dejé en casa el equipaje (leve, para las próximas treinta horas), di los buenos días y me largué a aprovechar el tiempo. Hacía mucho que no disfrutaba de la mañana de un sábado en mi ciudad. Di algunas vueltas por la ciudad. Como es habitual, me encontré con conocidos. Fui a hacer un par de recados. Compramos unas zapatillas cangrejeras en una zapatería de San Andrés. Las cangrejeras remiten a la niñez. Eran las chanclas de goma que siempre le compraban a uno para ir a la piscina y a la playa. Las necesitaba para no machacarme las plantas de los pies en esas playas en las que abundan los erizos o los guijarros. No fue fácil encontrarlas. No estoy al tanto de las modas, pero albergo una sospecha: las cangrejeras apenas se venden ya, al menos para adultos.
Tras la compra, tomé unas claras con limón y algunos pinchos en tres garitos: El Lobo, el Bar Caballero y el Sevilla. El Bambú estaba cerrado por vacaciones. Una pena. En la ciudad se notaba un calor aplastante, demoledor. Parecía como si los rayos de sol fueran los brazos de un cíclope que apretaba las cabezas hasta hundir los cuerpos en la tierra. Por fortuna no hay allá ese calor que desprende el asfalto de Madrid, ni tampoco su aire viciado. Me propuse, no obstante, pasear por las calles sin agobiarme por el bochorno. En San Martín de Abajo se estaba muy bien a la sombra, bajo la protección de los árboles y a merced de una brisa ligera, casi imperceptible. Cerca de las fuentes, cuyo rumor de agua fluyendo relaja. Por las calles, al menos por el centro y el casco antiguo, que es por donde suelo moverme, se veía poca gente. Los demás se habrían ido a las piscinas, a los lagos, a los embalses, a la costa, donde fuera. La penúltima vez que fui a Zamora eran las fiestas de San Pedro y todo estaba hasta los topes. En esta visita, pues, agradecí que no hubiese muchedumbres. Agradecí poder tomarme una clara y comer un figón sin apretones en la barra. Agradecí dar una vuelta después de comer. No había nadie por ahí, salvo las personas que estaban de boda. Estuve un rato en casa, disfrutando de mi mascota felina y sus locuras. Al pobre gato lo vi doblado por el calor. Sabes cuándo un gato se asfixia por el bochorno porque no para de cambiar de sitio. Se echa en el parquet y, en cuanto calienta el suelo con su cuerpo, se va al sofá, y un poco después emigra a la cocina, y luego se tumba en el pasillo, y después sale al patio, y no para un segundo.
A media tarde nos sentamos en una terraza de la Plaza de Viriato. A la sombra de los plataneros. Corría la brisa: aunque no muy fresca, todos lo agradecimos. Traía hojas y arenilla. Visitamos el Popanrol. La clara con limón fue el refresco ideal en esa tarde de calor sofocante. Cenamos de tapas: en el Motín de la Trucha, en el Café Viriato, en el Kalima. Conversamos y reímos. Luego pasamos por el Ávalon, El Chorizo, La Cueva del Jazz. Garitos confortables. En ningún local hallé multitudes. Hubo sitio de sobra. Si alguien quiere pasar un día de relax, de tapas, de paseos, de copas sin aglomeraciones, que vaya a Zamora un sábado. Cuando me fui a dormir, a las cuatro y pico de la madrugada, tuve la impresión de llevar allí tres días.
martes, julio 22, 2008
Carteles y trailer de Man on Wire
Man on Wire: Documental sobre el artista Philippe Petit, quien en el 74 cruzó entre las Torres Gemelas caminando por encima de un alambre.
Esta tarde, en Madrid
Aprovecha el día
Aprovecha el día. Aprovecha el tiempo. En realidad un día da mucho de sí. Sólo hay que saber administrarlo, y esto bien lo sabía James Joyce, quien en su admirable “Ulises” hizo que sus personajes vivieran un día con la misma intensidad que si fuera un año. Casi todos mis viajes abarcan, en principio, el fin de semana. Dado que el viernes uno pierde horas entre el trayecto y la llegada, ese día apenas cuenta. Tampoco cuenta el domingo porque uno suele marcharse por la mañana o justo después de comer. Así que todo queda relegado al día de en medio, el sábado, por ejemplo. Eso es lo que sucedió cuando viajé a París, a Londres, a Valencia. Un día parece poca cosa. “Sólo estaré un día en París, apenas día y medio”, te dices. Pero si madrugas y haces los deberes y organizas un buen plan que no te deje tiempo para descansar, el día incluso se te antoja interminable. El sábado que pasamos en Valencia me levanté en Madrid a las siete de la mañana. Entre el viaje en tren, el encuentro con las calles que eran nuevas para mí, la visita rápida al hotel para dejar el equipaje, los paseos, la playa, la cena, los garitos y demás, cuando dieron las doce de la noche y el día llegó a su fin me pareció que aquel madrugón en Madrid había sucedido tres días atrás.
Lo digo en serio: a veces es mejor estar un fin de semana en otra ciudad que quedarse allí durante una semana. Si vas a pasar una semana, te tomas las cosas con más calma. No te olvidas de la siesta después de la comida. Duermes mucho. Como estás cansado de dar paseos y recorrer barrios interminables a pata, de vez en cuando te dices: “Me voy a descansar al hotel”. O te sientas en una terraza a observar el panorama y a disfrutar de tu refresco. Pero el tiempo, al final, se te escurre de las manos. No has aprovechado tanto como debías. Recuerdo un viaje a Mallorca de hace siglos. Éramos tres amigos. Yo quería salir de juerga la primera noche, y no descansar ya hasta coger el vuelo de regreso. Ellos dijeron: “Tenemos una semana, hay tiempo de sobra. Ya saldremos otra noche”. La segunda noche ocurrió lo mismo: “Tomémoslo con calma. Hay que descansar. Ya saldremos”. Y, así, pasamos casi todas las noches en el apartamento. Si sólo estás un día o dos en otra ciudad, el asunto cambia. Vives a contrarreloj, gastando hasta el último segundo en tus planes, ajustados al máximo para no perder un minuto. Veinte horas después de haberte levantado de la cama te sientes molido, pero sabes que has sorbido hasta ese último segundo.
Estuve en Zamora el sábado anterior. Mis visitas a la tierra se desarrollan del siguiente modo. Llego el viernes por la noche, normalmente tarde por los atascos a la salida de Madrid. A esas horas uno deja la maleta en casa, saluda a la familia y sale de copas. Uno siempre piensa en salir poco de farra ese viernes. En plan tranquilo. Pero la noche zamorana abre los brazos y uno disfruta y se queda de bares y se va a casa a las cinco o a las seis de la mañana o más tarde. Al día siguiente despierta en torno a la hora de comer. Con resaca. Sin ganas de moverse. La mejor opción es compaginar el sofá y la tele o un libro. Hasta que sea la hora de salir de bares. Así que uno, o al menos a mí me sucede, aborta los planes que había hecho cuando llegó a la ciudad. Descarta el paseo que quería dar. Descarta ir de tapas. Descarta moverse de día. Y la visita queda en eso: dos juergas. El fin de semana pasado quise probar algo distinto: viajar a Zamora el sábado, muy temprano, llegar sin atascos ni agobios y, una vez allí, fresco como una lechuga, bien dormido y sin resaca, dedicarme a caminar, ir de cañas, sentarme en una terraza, ir al parque. Aproveché el día. Y fue mucho mejor así.
lunes, julio 21, 2008
Escondidos en Brujas
Sentía curiosidad por esta película desde hace tiempo. Pero la recomendación entusiasta de mi colega Ana Pérez Cañamares me hizo tener aún más ganas de verla. Y Ana estaba en lo cierto. Escondidos en Brujas es una gran película, debut del dramaturgo Martin McDonagh (ganador de varios premios, obtuvo un Oscar por su cortometraje Six Shooter), y trae aire fresco a la cartelera veraniega.
Para unos, Brujas puede ser el cielo. Para otros, en cambio, puede representar el infierno. Dos asesinos a sueldo son enviados a Brujas por su jefe después de su última metedura de pata (matar a un niño por accidente durante el asesinato de un sacerdote). Allí conocen a personajes excéntricos y tratan de matar el tiempo mientras a uno de ellos lo devora la culpa y se aburre y el otro disfruta con los edificios antiguos y las iglesias.
McDonagh no oculta sus influencias: le gustan Martin Scorsese, David Lynch o Quentin Tarantino (véase IMDb). Su oficio de dramaturgo se nota en los diálogos. Pero lo más impactante es que ésta sea su primera película (una ópera prima así no se ve todos los días) y en ella logre un equilibrio perfecto entre la comedia y el drama. A menudo el espectador ríe con los protagonistas y les toma aprecio, a pesar de sus pecados, y puede ocurrir que en la siguiente escena se le congele la risa. El reparto es de lujo, además: Colin Farrell, Brendan Gleeson y Ralph Fiennes. Un trío de ases que se completa con la guapa Clémence Poésy, vista en la última de Harry Potter, y un cameo de Ciarán Hinds. No os la perdáis.
Apagón
No sé cuánto tiempo hacía que no me tocaba soportar un apagón. Supongo que lo dejé escrito en alguna parte, pero no me apetece registrar mis archivos y tampoco me voy a levantar ahora a mirarlo, como diría Francisco Umbral. Eran alrededor de las doce, estaba viendo una película de dibujos animados en dvd, y de pronto se apagó todo. Me levanté a oscuras y me asomé al balcón. Las farolas de la calle estaban encendidas y en el edificio de enfrente brillaban las luces y los televisores a través de los balcones abiertos para superar el calor nocturno. Pero nuestro edificio y los de la misma hilera, y la plaza, permanecían en tinieblas. Pocas cosas me revientan tanto como estar disfrutando de una película y que se vaya la luz al carajo. No es muy distinto a ver en televisión una serie o un largometraje y que peguen un tajo para meter anuncios justo a mitad de un diálogo importante o cuando el héroe está saltando entre los tejados de dos edificios. Se te queda cara de tonto, de estafado.
Llenamos el salón de velas encendidas, lo cual proporciona esa atmósfera tétrica y vampírica que a algunos tanto nos gusta. Desde la plaza llegaba el bullicio de los niños. No sé si es una cuestión de culturas diferentes o de costumbres extranjeras, pero hay algo que me sorprende en el barrio: en verano, por la noche, se ve y se oye a un montón de niños en la calle, jugando en el pequeño parque de la plaza. Los padres están con ellos, vigilándolos. Se trata de críos de entre los cuatro y los diez años, más o menos. Todos los padres y los hijos son inmigrantes: negros, hindúes, sudamericanos. No se ven españoles, o yo nunca los he visto, porque nuestras costumbres dictan que los chiquillos estén en la cama unas cuantas horas antes de la medianoche. Y cuando digo que esos niños están en la plaza “por la noche” no me refiero a una hora prudente para los chavales (las nueve o las diez): los niños están en la calle a las once, a las doce, incluso a la una de la mañana, cuando me voy a dormir y oigo su griterío lúdico a lo lejos. Será cuestión de culturas y no quiero meterme donde no me llaman, pero a mí me parece que, si un crío de cuatro años puede estar en la calle a la una de la madrugada, ¿cuál será su hora de ingreso en casa un sábado por la noche, cuando tenga trece o catorce años? Son niños que salen a jugar después de la cena. Cuando Casimiro o Los Lunnies se van a la cama, estos otros niños se van a la calle con sus padres.
Así que todo estaba oscuro y se escuchaba el alboroto infantil. Los minutos iban pasando y aquello no se solucionaba, y mi cabreo iba en aumento. Uno no puede ver la tele ni el dvd, no puede leer, no puede navegar por la red. No puede hacer gran cosa excepto esperar. La mayor preocupación era la comida de la nevera. Unas pocas horas sin electricidad y los alimentos empiezan a estropearse. Mientras perdía el tiempo y se me llevaban los demonios, recordé que estaba a punto de terminar la lectura de una novela. Y recordé que una amiga doctora me había regalado un aparato con linterna para leer en la oscuridad. Nunca sabes cuándo pueden hacerte un buen servicio estos cacharros. Terminé el libro rodeado del resplandor de las velas y de la luz de la bombilla diminuta del lector. Una hora después dieron la corriente. Tuve que dejar la película para otro día. La mañana del apagón había visto en el tablón de anuncios del portal un aviso de Iberdrola. No lo leí. Al día siguiente vi que la nota avisaba del corte de luz, previsto para la medianoche. No me enteré. Menos mal que no anunciaron, qué sé yo, la demolición del edificio o un simulacro de incendio. La electricidad es uno de esos lujos que sólo se aprecian de verdad cuando nos faltan.
domingo, julio 20, 2008
Fun Home. Una familia tragicómica, de Alison Bechdel
Alison Bechdel es la autora de una de las novelas gráficas más celebradas de los últimos tiempos. Se inspira en su propia vida. Alison tenía un secreto y más tarde supo que su padre tenía otro (lo supo poco antes de morir él): ella era lesbiana y su padre era homosexual. Mientras él se dedicaba a cuidar flores, a restaurar su casa y a llevar el negocio familiar (una funeraria: la "Fun Home" del título) y asumía un rol poco masculino, aunque encubierto, Alison se comportaba como un chico. El cómic explora la vida de ambos y la de una familia cuyos miembros apenas se comunicaban entre sí, dentro de una casa que asfixiaba a sus habitantes, presidida por la muerte y la autoridad paterna. Y toda esa experiencia vital, y esa trayectoria desde la infancia hasta la juventud y la salida del armario, está atravesada por la literatura. Por los libros y los autores que le gustaban al padre y cuya pasión contagió a su hija: F. S. Fitzgerald, James Joyce, Colette, J.D. Salinger, Marcel Proust, Homero, Albert Camus, Oscar Wilde... Y por las historias que los contagian tanto a ambos que ven paralelismos entre ellos mismos y los escritores y sus personajes. La indagación de Bechdel en los secretos familiares y en los lazos padre/hija mediante los libros, está plasmada a la perfección en el dibujo y el guión. Una novela gráfica espléndida y muy literaria.
Al fresco
En mi barrio han querido recuperar una tradición vecinal que a mí me remite a la niñez en Zamora. Esa recuperación consiste en juntar a los vecinos para que se conozcan y charlen y compartan impresiones. Se trata de sacar las sillas “al fresco”, como dicen en los pueblos y como diría Marcial Ruiz Escribano (“Para serviros”), para dialogar, contar en público lo que cada uno piensa sobre el barrio y, en definitiva, crear ciertos lazos. Algo parecido veía yo en la niñez y luego en la adolescencia cuando iba a casa de mis abuelos, allá junto al estruendo del río Duero y su aroma húmedo y trasnochado. Pero de eso hablaremos luego.
Me van a perdonar por esta vez, pero detesto esa tradición y esas prácticas. Tal vez sea por mi carácter apático y un poco antisocial. No me entusiasman las reuniones, salvo que en esas reuniones todos seamos viejos amigos. Una vez en mi ciudad fui a un bar, porque me convenció un colega, para asistir a una tertulia nocturna donde se contaban cuentos y se preparaban debates sobre la marcha. Sólo conocía a una o dos personas. No volví. Aún menos me gustan las reuniones vecinales. Todo ese rollo de juntarse los vecinos para hablar de presupuestos, de ideas en común, de alternativas para la decoración del portal, de si a la señora que barre hay que pagarle más o buscarse a otra, de si reparan el ascensor o no. Todo eso me repatea. Por esa razón siempre me escabullo de las reuniones vecinales, por esa razón siempre escurro el bulto. Me acusarán de antisocial, de mal vecino, de misántropo, de pasar tanto de la comunidad como esas personas que jamás votan en las elecciones. Pues sí. Y acepto esas acusaciones con gusto y con buen humor. Cada uno es como es. Y lo he hecho siempre: en Zamora, en Salamanca, en Madrid, en cada piso en el que he vivido. En esas reuniones yo soy el tipo que no está porque salió a por tabaco (aunque no fumo). Esto no supone que no me gusten los vecinos. Pero me gustan de forma individual, no colectiva. Si me encuentro a alguien en el portal o en el ascensor y charlamos un par de minutos, por mí estupendo. Eso sí: no me llamen para reuniones, tertulias, debates, votaciones y puesta en práctica de alternativas. Además, tengo una sospecha (por experiencias ajenas cuando he vivido en otras casas familiares y en pisos de estudiantes): siempre hay algún vecino paranoico o tocador de escrotos. Me refiero a ese tío, porque suele ser un hombre, que se dedica todo el santo día a marear la perdiz, a molestar a la comunidad por pijadas. Un hombre apocado, aburrido y disconforme, hagan lo que hagan sus vecinos para complacerle y que los recovecos del edificio estén a su gusto. Creo que cada uno debe hacer su vida sin andar enredando. La confianza da asco y, si todos los vecinos de un mismo edificio son amigos y conocen sus mutuos secretos y debilidades, la cosa puede acabar en batalla, algo que muestran las series españolas de televisión, sazonadas con un toque de comedia.
Cuando iba a visitar a mis abuelos maternos en uno de los barrios bajos de Zamora, junto al Duero, era frecuente, en verano, ver las sillas plegables a las puertas de las casas. Las señoras salían a la calle en bata y en pantuflas y los hombres en camisa y tirantes y, al fresco, se conversaba o se compartían el vino y los rebojos. Los niños jugaban juntos y siempre te tocaba conocer a algún chaval un poco bobo o cretino. Se quiere recuperar esta costumbre castiza y la gran ciudad, tal y como hoy la entendemos, es lo contrario. Y yo lo prefiero así. Mis amistades las elijo yo. No deben ser, por fuerza, quienes viven en mi misma calle o manzana.
sábado, julio 19, 2008
Cartel de Sukiyaki Western Django
Versión libre del spaghetti western de culto Django (protagonizada por Franco Nero). Interviene Quentin Tarantino en un pequeño papel. Dirige Takashi Miike. Web oficial.
Carlos Salem: premiado en la Semana Negra
De El País:
El argentino Carlos Salem ha obtenido el premio Memorial Silverio Cañada a la primera novela negra publicada con la obra Camino de ida, y el español Nacho Padilla, ha conseguido el Premio Ateneo Obrero con Viaje al centro de una chistera. El mexicano Antonio Sarabia ha sido galardonado con el Premio Espartaco a la mejor novela histórica por Troya al atardecer, un relato de la guerra protagonizado por dos hermanos gemelos que luchan en distintos bandos.
El español Juan Ramón Biedma, con El imán y la brújula, y el argentino Leonardo Oyola, con Chamamé, han ganado hoy el premio Dashiell Hammett a la mejor novela negra que concede la Asociación Internacional de Escritores Policíacos en la Semana Negra de Gijón.
Un tipo auténtico, pura dinamita
Nunca había visto a Bruce Springsteen en directo. Fui a disfrutar de su actuación y de la arrolladora E Street Band en el Santiago Bernabéu. Allí, ante unas sesenta mil personas enfervorizadas, demostró su madera como músico y como persona. Demostró por qué lo llaman El Jefe y por qué es un monstruo, una máquina de tocar rock and roll, un tipo muy grande capaz de aguantar tres horas en el escenario dando lo mejor de sí mismo. Tardó media hora en empezar y supongo que lo hizo porque a las nueve y media de la noche, hora prevista del inicio del concierto, aún había colas kilométricas a las puertas del estadio. El personal suele meterse con los viejos rockeros, dinosaurios que siguen al pie del cañón, ofreciendo batalla sin descanso desde el escenario y desde la carretera, las dos verdaderas cunas del músico de raza de pop y rock. Se meten con ellos y los acusan de ancianos, se hacen chistes sobre arrugas y geriátricos, sobre bastones y andadores. Pero ahí los tienen, día a día, año tras año, llenando estadios, vendiendo discos, congregando a un público de cualquier edad y condición, desatando su maestría ante miles de seguidores: The Rolling Stones, Bob Dylan, Neil Young, Lou Reed, Tom Waits, Bruce Springsteen, etcétera. ¿Por qué? Porque, viejos o no, pasados de rosca o no, continúan siendo los más grandes del planeta.
Al Boss y la E Street Band los presentó el mismísimo Javier Bardem. Una grata sorpresa para quienes creemos que Bardem es uno de los mejores actores del mundo. El sonido, deficiente en los dos primeros temas, mejoró luego. Springsteen salió vestido de manera sobria y sencilla, en su línea, reconocible incluso de espaldas: con su guitarra en las manos, las muñequeras, el pelo algo revuelto, camisa oscura, pendientes y abalorios, pantalones vaqueros. El mismo de siempre. Como si no hubiera pasado el tiempo por él, con casi sesenta años. Ni el tiempo ni las modas. Bruce sale y toca puro rock, y a veces folk y blues, con toda su fuerza, con todo su vigor. No se anda con artificios ni con montajes: un hombre, una banda y la música. No necesita más. Dos pantallas mostraban lo que la distancia escondía: que se trata de un cantante cercano, capaz de hacer que un estadio entero dé palmas o se levante y bote. Porque a menudo se aproximaba al público de las primeras filas, donde estaban aquellos que hicieron cola un día completo. Se sentaba al borde del escenario, permitía que le tocaran las piernas, los brazos y la espalda, recogía los rótulos y pancartas con mensajes (peticiones, frases de aliento, declaraciones de amor) y los leía, estrechaba las manos a la gente, les acercaba el micrófono. Para ellos habrá sido inolvidable. Puedo imaginar el aura que habrán sentido al estar cerca de él: la sólida presencia de una leyenda, el halo de un rockero al viejo estilo. Incluso sacó a una chica a bailar con él al escenario. Después la tomó en brazos, como se coge a las princesas y a las recién casadas, y la depositó entre el público. Ella le dio un beso en la mejilla y la gente enloqueció. ¿Cuántos mitos del rock hacen eso, cuántos conectan de ese modo con el público, mostrando tanta proximidad?
No voy a enumerar los temas que sonaron porque ya salen en las noticias. Pero me gustaría apuntar algo: cantó “The River”. Si tuviera que escoger sólo una canción suya, elegiría esa, con una letra formidable, digna de un cuento. Bruce Springsteen es pura dinamita. Se mantiene joven y bravo. Es un tipo auténtico. Simboliza la América profunda y rebelde, en lucha contra el recorte de derechos civiles. Simboliza la carretera, el camino por las autopistas y los desiertos, la esperanza de un futuro más favorable, los sueños del trabajador de clase media, la libertad.
viernes, julio 18, 2008
Ocho millones de maneras de morir, de Lawrence Block
En esta novela de culto, Matt Scudder busca al asesino de una prostituta al mismo tiempo que trata de dejar el alcohol. El fondo es Nueva York, con sus tugurios, sus comisarías, sus restaurantes, sus prostitutas y sus chulos, sus calles donde pueden atracarte a la vuelta de la esquina: una ciudad que cada día cuenta, en sus periódicos, ocho millones de historias sobre crímenes, ocho millones de maneras de morir.
Lo interesante del asunto, lo que Block trabaja con más intensidad, no es la intriga, sino la desesperación de Scudder, sus temblores, sus intentos para mantenerse sobrio, sus dudas entre desayunar un café o un whisky. Incluso el clímax final, con el encuentro cara a cara con el culpable, nos es hurtado en una brillante elipsis, clara evidencia de que al autor lo que menos le importa es la identidad del tipo o los tiroteos. Los diálogos son magníficos: una pena que la edición esté repleta de erratas y de guiones de diálogo mal colocados, lo que a menudo despista al lector porque no sabe quién está hablando.
Clásicos de serie negra
En mayo de este año me avisó el poeta Karmelo Iribarren de la reedición en bolsillo de varios clásicos de la novela negra, casi todos difíciles de encontrar, salvo que uno indagara en las librerías de saldo y consiguiera ediciones viejas, de páginas amarillentas. La editorial que ha reeditado estos títulos es RBA, con lo cual da un paso más en su labor de rescate de libros policíacos en bolsillo. RBA, por ejemplo, está publicando otra vez las obras de Agatha Christie, esa inteligente señora que tantas horas de suspense me hizo pasar cuando era niño. Y edita en este formato títulos de la novela negra contemporánea: de gente como Dennis Lehane o Ian Rankin.
A mediados del mes de mayo RBA lanzó la primera tanda de clásicos, formada por los siguientes títulos y autores: “La mirada del observador”, de Marc Behm; “Ocho millones de maneras de morir”, de Lawrence Block; “Un ciego con una pistola”, de Chester Himes; “Un extraño en mi tumba”, de Margaret Millar; y “El asesino dentro de mí”, de Jim Thompson. Ahí es nada: Behm, Block, Himes y Thompson. A Millar no la había oído nombrar jamás. Karmelo Iribarren me recomendó a dichos autores. Y me fié de su criterio ya que, además de un poeta magnífico (lean su antología “La ciudad”, ahora que acaba de reeditarse), es un experto en novela negra. De estos títulos sólo había leído “El asesino dentro de mí”, un libro admirable. Lo leí hace muchos años, gracias a la Biblioteca Pública de Zamora. Era imposible encontrarlo entonces. Durante años estuve buscando ese libro y, al venirme a vivir a Madrid, encontré un ejemplar de Júcar en una librería especializada en libros policíacos. Suele ocurrirme a menudo: me paso años persiguiendo un libro y, poco después de buscarlo por toda la ciudad y hacerme con un ejemplar, lo reeditan. No había leído la novela de Block, pero conozco la película: la adaptó Hal Ashby en los ochenta, con Jeff Bridges, Rosanna Arquette y Andy García como protagonistas. Chester Himes, por si alguien no lo sabe, residió sus últimos años en España. Falleció en Moraira, una localidad de Alicante. De Marc Behm ya había leído algún libro y puedo jurar que sus historias son más raras que un perro verde. Esta es la primera entrega de RBA, y todos los lectores de novela negra a quienes nos faltaba alguno de estos títulos hemos salido a comprarlos. Y estamos deseando que continúen estas reediciones. Espero que aparezcan algunas obras de David Goodis, de quien Karmelo me ha hablado bastante. Los libros de Goodis están descatalogados; aunque en las casetas de la Cuesta Moyano he visto dos o tres ejemplares. Cada vez que entro en una librería busco estos títulos de bolsillo de RBA. Me parece que algunos se han agotado. Como tardé en pillar la novela de Block, la semana pasada no la tenían en ningún sitio. Pero finalmente y tras muchas pesquisas encontré un ejemplar en un kiosco de la estación de trenes de Atocha.
También otra editorial saca de vez en cuando, del baúl del olvido, títulos memorables del género negro: El Aleph, que nos ha ofrecido maravillas que no deberían perderse ustedes, obras de Horace McCoy, James M. Cain o el citado Jim Thompson. Cain escribió “Pacto de sangre”, origen del clásico del cine negro “Perdición”, o “Double Indemnity”, como prefieran. Y, ya que estamos, hay que alabar las reediciones de Alianza: títulos de los grandísimos Raymond Chandler y Dashiell Hammett. La novela negra es un género que jamás pasa de moda. Es raro que a alguien no le guste. Es raro que no haya salido alguien aconsejando que la llamemos “novela de color” para que nadie se ofenda. O igual ya lo dijeron y no me enteré.
jueves, julio 17, 2008
Reservoir Dogs (Edición Coleccionistas) en noviembre
Me entero por Indeep y su Tarantinospain de esta edición, que estará en España el 5 de noviembre. Por fin. Yo tengo la copia sencilla y me costó encontrarla: la conseguí en uno de esos puestos piratas del Rastro.
La muerte de Superman
En 70 minutos esta cinta de dibujos animados, adaptación de la novela gráfica del mismo título, demuestra ser superior a, por ejemplo, Superman Returns. Las peleas a puñetazos en mitad de Metrópolis son antológicas y es chocante ver, hacia el clímax, a un Superman con greñas. Eso sí: le han dibujado cuello de morlaco. Me encantaron la música y los dibujos y, sobre todo, la lista de villanos: Lex Luthor, El Juguetero, la bestia Doomsday y el clon maligno de Superman. En el mercado de dvd se estrenan muchas películas de animación que merecen la pena (de Superman, de Batman, de Van Helsing...), mientras a los cines sólo llegan las de animalitos-que-hablan, un género en sí mismo que ya aburre. Se pueden ver fotos de la peli aquí.
Paella y sangría
Suelen darse dos clases de guiris, me temo. Están aquellos que se dejan llevar, que han consultado algo de documentación sobre la ciudad española (o el pueblo) que pretenden visitar, y que prefieren irse a los lugares de gastronomía que no están hechos para los extranjeros, sino para la población local. Luego están aquellos que han visto un folleto para turistas en el que recomiendan beber vino tinto y comer paella. Y, si acaso, ir a los toros. Por lo que he visto, son más frecuentes los segundos. Si uno va de cañas por la zona madrileña de Huertas se encontrará, tarde o temprano, a guiris de estos. Una tarde, creo que fue el año pasado, estábamos tomando algo en una terraza de la Plaza de Santa Ana, cerca de la escultura de Lorca. En la mesa de al lado había dos vikingas. A media tarde, aún temprano para cogerse una cogorza, estaban ambas pimplándose una botella de vino tinto como si tal cosa. Era verano. Bebían el vino en dos copas. No comían nada. Probablemente les dijeron que en España era imprescindible humedecer el gañote con vino de la tierra y, en vez de optar por una copa por cabeza, pidieron una botella a medias. Es como si me voy yo a Moscú con un colega y, a las seis de la tarde, entramos en un bar a meternos una botella entera de vodka a palo seco, mano a mano. Sí, sé que tiene más grados el vodka, pero ya me entienden.
El fin de semana pasado, en Valencia, me tropecé con un montón de turistas rubios (franceses, alemanes, ingleses) que llevaban colgando la etiqueta del guiri típico que va unos días a veranear a España. El sábado por la noche, para cenar, escogimos un pequeño restaurante con pinta de taberna para marineros, sito en el casco antiguo, y en el que servían pescado, y que al poco se llenó de guiris. A nuestra derecha había dos rubias. Cada vez que nos servían un plato, miraban sin cortarse un pelo, casi metiendo la nariz en nuestra mesa. Quizá no habían visto en su vida una anchoa a lomos de una tajada de tomate ni un pez servido a la sal. Tomamos vino blanco. Cuando les sirvieron lo suyo miré de reojo. Porque mirar fijamente el plato del comensal de la mesa vecina me parece de mala educación. Un vistazo me confirmó lo que esperaba: habían pedido una paella y una jarra de sangría. Jamás he cenado paella. En mi pueblo la paella es para comer, no para cenar. Quizá estoy anticuado. A nuestra izquierda se sentaron un francés de pelo cano y una china joven. Al principio les trajeron una ensalada. Estos no son típicos, pensé. Me equivocaba. Luego les trajeron la habitual paella y la habitual jarra de sangría. Quiero decir: vas por ahí y te fijas en los veraneantes extranjeros y sólo piden paella y sangría. Aunque siempre es mejor eso que tirar del Burger King. No digo que sea malo. Digo que hay otras opciones, hombre. Otros platos que no prueban. Sospecho que la culpa no es sólo de ellos, sino de lo que les venden antes de emprender el viaje. De la imagen que las agencias, los folletos y las guías ofrecen de España, una imagen que a mí ya me revienta: toreros que nos alimentamos de vino tinto y arroz.
Un día después tapeábamos en un bar del centro y me fijé en una terraza. Eran sólo las tres de la tarde, pero alrededor de una mesa había tres o cuatro guiris jóvenes, colorados hasta los ojos por efecto del vino, metiéndose entre pecho y espalda varias jarras de sangría. Medio mamaos. Así se cogen esas curdas descomunales y a media tarde rozan el coma etílico, y de esa manera es como, en hoteles de Mallorca, Tenerife o Ibiza, se caen a la piscina o vomitan en el agua. Me figuro que los extranjeros pensarán lo mismo de nosotros, los españoles, cuando viajamos a sus tierras, comemos y bebemos lo típico, nos clavan y quedamos como primos.
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