sábado, marzo 17, 2007

Los hoteles

Durante años he albergado el deseo secreto de alojarme en un hotel más de tres días seguidos. Uno sólo dispone de dos habitaciones, por lo general: el baño y el cuarto de dormir. Pero, como contrapartida, obtiene ciertas ventajas: las camareras de piso se encargan de hacer las camas cada mañana, reponen el jabón y el champú y uno dispone a diario de toallas limpias y olorosas a suavizante. Los desayunos suelen estar surtidos de un montón de sobres de confitura, mantequilla, diversas bebidas calientes, panecillos, zumo de naranja, sacarina y azúcar blanca y morena. Si en recepción hay encargados con buena memoria para asociar números y caras, te dan tu llave antes de abrir la boca para pedirla. Existen todo tipo de hoteles y los hemos disfrutado en las películas: misteriosos (“Barton Fink”), excéntricos (“El Hotel New Hampshire”), fantasmagóricos (“El resplandor”), dispuestos a soportar los caprichos de las estrellas (“The Doors”) o acoger víctimas de los genocidios (“Hotel Ruanda”). Todos son como una caja repleta de secretos respecto a las vidas de sus inquilinos, secretos que sólo pueden descubrir quienes trabajan dentro: los recepcionistas, que hablan con ellos; y las limpiadoras, que examinan su basura y el estado matutino de sus alcobas.
Cada vez que me alojo en un hotel, en cuanto recibo la llave me dirijo al cuarto conteniendo la emoción. ¿Cómo será el mobiliario al otro lado de la puerta? ¿Tendrá armarios empotrados, espejos de cuerpo entero, una televisión de gran tamaño? ¿Veré signos ruinosos en las paredes, grietas en las esquinas, bichos caminando por la bañera? ¿Habrá, en el servicio, sobrecitos con gel y champú y anoréxicas pastillas de jabón envueltas en celofán con el emblema del hotel impreso en la zona superior, o botes sujetos a los azulejos que contengan una sustancia con las propiedades de todos esos limpiadores juntos, como he disfrutado estos días? ¿Oiré a los tipos de la habitación anexa, las vistas serán buenas? Cuando introduzco la llave, por vez primera, me asiste la misma emoción que cuando desenvuelvo el papel de un regalo sorpresa. Y siempre hay sorpresas al otro lado, pero rara vez son gratas. He estado en hoteles en los que el pestillo del baño estaba medio roto y compartía la habitación; en los que la puerta del servicio era corredera y no encajaba bien al cerrarse; en los que la lámpara de la mesilla se veía fatigada por los años. El último, donde todavía escribo esto, me reservó sorpresas, y casi todas buenas. Amplitud, limpieza, una gran ventana. El baño está dividido en dos cuartos: uno, para el retrete; otro, para el lavabo y la bañera. En un cajón, justo bajo el cuaderno en el que estoy escribiendo y la madera de la mesa en la que se apoya, hay un ejemplar del Nuevo Testamento en tres idiomas: inglés, francés y alemán. El minibar es otra caja de maravillas, pero no suelo ceder a sus tentaciones en los hoteles que he habitado porque cada producto vale un riñón.
No sé dónde leí que las habitaciones de hotel constituyen un símbolo de soledad. Quizá sea cierto. Incluso aunque sean compartidas, dado que nos faltan ciertas compañías de la vida doméstica: los amigos y los familiares que pulsan el timbre y suben a hacernos una visita; el buzón que abarrotan el cartero y los repartidores de publicidad; el vendedor a domicilio al que despedimos inventando mil excusas; las comidas y las cenas a las que uno invita a colegas y parientes. Una soledad que sirve, al menos durante unos días, para relajarse, dormir bien, trabajar sin sobresaltos ni interrupciones. Vivir en un hotel es una experiencia curiosa. Permaneces anónimo y olvidado. Supone un refugio temporal para leer y escribir.