martes, junio 13, 2006

Travesía nocturna (La Opinión)

Insisto en que las noches zamoranas de los viernes y los sábados me satisfacen más que las madrugadas madrileñas. También me solazaba la jarana nocturna de Salamanca, en mis tiempos de estudiante. En Madrid, en cambio, no acabo de divertirme por completo: la noche está trufada de tíos raros y de monstruos, en los pubs te cobran hasta por respirar y a la puerta colocan a unos señores calvos y hoscos, con unas espaldas de la misma anchura que un colchón de matrimonio, que hablan en idiomas del este y fruncen el ceño mientras te registran de un vistazo la ropa y el careto y los modales, y siempre suenan sirenas cuando sales a la calle, y en cada esquina de la zona céntrica de garitos asoma un vendedor de latas de cerveza y bocadillos de salami, puestos sobre una caja de cartón, y los taxistas son poco educados y están hartos de recorrer calles colonizadas por borrachos, golfas y delincuentes. Es difícil encontrar una cara amiga, un rostro familiar en la travesía nocturna y entre la marea de juerguistas de los bares, aunque de vez en cuando se topa uno con gente de su tierra, a la que no veía desde hace años, el azar posee esos antojos.
Si uno participa en un botellón doméstico y se acaba el refresco, o le entra hambre, o si se queda sin whisky, no hay problema: basta con salir a la calle y recorrer las tiendas de los extranjeros. Los hindúes, que son honrados o a mí me lo parecen, se niegan a la venta de alcohol a partir de las diez. Pero siempre quedan los kioscos regentados por asiáticos. Pueden despacharte una botella en la madrugada, una botella que sacan de la trastienda y envuelven en una bolsa con una mirada cómplice que se agradece mucho, especialmente si a uno le amargan las prohibiciones nocturnas, hechas para los yogurines. Cobran más que en un supermercado, pero en el precio va incluido el riesgo que afrontan. A la puerta de estos kioscos pululan los camellos, los raperos latinos, los chulos, los desesperados, los náufragos melancólicos, los navajeros, las alcohólicas a las que gusta tener a mano una tienda donde comprar cerveza.
En la entrada de las discotecas vuelve uno a divisar a los porteros uniformados, Titanics de carne y hueso, con sus trajes y sus pajaritas, la nuca amplia como el frontón de un pueblo, el ceño fruncido, con unas dimensiones físicas tan exageradas que con cada traje que usan se podría vestir a todos los niños de un hambriento poblado africano. Años atrás vi, en la noche madrileña, oscura y peligrosa como boca de lobo, la paliza que cuatro o cinco gorilas de discoteca le propinaban a un fulano; pegan duro, sucio y rápido, igual que en las películas de matones y de cazadores de recompensas. Cuando pasa por Montera, en dirección a la zona de Fuencarral, ve a las prostitutas en pie, muy erguidas y preparadas, como soldados del amor, obreras del alquiler de la carne, reinas de su esquina, princesas en bancarrota. De regreso, a las cinco o seis de la mañana, quedan las últimas. Las observa uno sin detenerse, compungido. Las que quedan, las que no han encontrado el cliente que las lleve en su carruaje de chapa y neumáticos, se dispersan por la acera. Están vencidas, agotadas: charlan sin entusiasmo, se agrupan, se sientan en los escalones de los portales y de las tiendas, apoyan las espaldas en las paredes y en los escaparates. Alguna permanece en pie, sola y mustia, o con un chulo joven a unos pasos de ella, un proxeneta de rizos y oro falso y piel morena. Es desolador. Las oye uno hablar; son jovencísimas y extranjeras; esta noche no han tenido suerte. Pero yo la tengo, al final de mi periplo: un kiosco de Sol acaba de abrir y el periódico caliente es una promesa real que reconforta.