sábado, junio 10, 2006

Épica de los sucesos mínimos (La Opinión)

Estuve en la presentación de “Palomas eléctricas”, la nueva novela del compañero de armas literarias Julio Valdeón Blanco. Fue el jueves, en horario matutino: las doce de un mediodía de calor aplastante, con el asfalto hirviendo los pies de los ciudadanos. En el Hotel H10 Villa de la Reina, sito en el número veintidós de la Gran Vía. Dentro de una sala con una mesa y unas quince sillas, a ojo, en el Salón Velázquez. El acto estaba destinado a los medios de comunicación y a las amistades de Julio. Sobre la mesa habían dispuesto un desayuno que no probé porque acababa de desayunar en casa; consistía en jarras de zumo, botellines de agua, té y café, leche, bollos. Ante cada asiento, un plato, cubiertos, agua, copas, tazas y una carpeta de cartón con folios y un bolígrafo. Todo muy lujoso, profesional y agradable. Antes de pasar a esa sala nos presentaron a Raúl del Pozo, uno de los dos maestros de ceremonias (el otro era César Alonso de los Ríos). Raúl del Pozo es algo así como un guía de los escritores cachorros, tales como el propio Julio Valdeón o Montero Glez, quienes reconocen su magisterio y alaban la prosa canalla y navajera de sus columnas. Ahora que lo he tenido al lado les comprendo. Suelta frases certeras, ágiles, irónicas, verdades como puños, bromas de buen gusto, mientras se echa al coleto un White Label, aunque sean las doce del mediodía. El White Label, por cierto, es uno de los pocos whiskies que deben tomarse a palo seco, con dos o tres piedras de hielo, y así se lo sirvieron.
No me gustó la presentación de César Alonso de los Ríos, demasiado dispersa, pródiga en digresiones, poco acorde con el pensamiento de la generación de jóvenes a la que se dirige el libro de Valdeón. Las palabras de Raúl del Pozo, quien habló de Nueva York y del estilo literario de “Palomas eléctricas”, sí se me antojaron sabrosas e incluso tomé nota de algunas de sus sentencias, que leyó en unos folios que traía escritos (para que luego digan que los grandes nunca leen en público). Anoto aquí un par de ellas: “Una prosa refulgente, poderosa, de una pluma capaz de arrancar los ojos a los cocodrilos” y “Novela caótica, urbana, hermosa, coral, maldita”.
Luego llegó el turno de Julio, quien aclaró las razones para el título, el argumento, los personajes, el estilo. La suya, ganadora del Premio de Novela Ciudad de Salamanca, es una novela urbana y contundente, deudora de la prosa norteamericana, del realismo sucio, de los escritores malditos y con mala reputación. Pero, a diferencia de ellos, su libro se ambienta en Valladolid, y está escrito mediante un lenguaje barroco, quevediano y ramoniano, lo cual proporciona una de esas novelas que, además de gustarnos, empujan a identificarse con las cuitas de sus personajes. El autor ha intentado hacer una “épica de los sucesos mínimos”, una novela que critica “esa trampa moderna que nos dice que debemos ser felices durante las veinticuatro horas” y, luego, en cuanto tenemos un traspié, nos hundimos y queremos superarlo tomando Prozac y ahogándonos en alcohol. Sus héroes son los jóvenes malditos de hoy, lastrados por una serie de problemas que ha llevado a colgarles la etiqueta de “mileuristas”: la depresión, la precariedad laboral y sentimental, los contratos basura, las hipotecas, el abuso de las drogas y el alcohol, la convivencia con los padres. De momento, me ha dado tiempo a leer unas doscientas setenta páginas. Carezco, pues, de una visión global, pero sí puedo dar algunas pinceladas: la novela engancha, habla de nosotros, los jóvenes y los que ya no somos tan jóvenes, y en cada página late el pulso de una prosa agresiva, feroz, turbulenta, implacable, actual y vertiginosa.