miércoles, noviembre 09, 2005

Vender lo nuestro (La Opinión)

Suele ocurrir: cuando hablas con alguien que nació y vive en otra tierra distinta de la tuya hay una cortesía en ambos interlocutores, consistente en comentar la riqueza cultural o la gastronomía de la ciudad o del pueblo del otro. Si charlas con alguien que es, por ejemplo, de Asturias, repasas cuanto sabes de Asturias y le cuentas que te entusiasman Gijón y Oviedo, hablas de la sidra, del queso, de las playas, de ese clima de misterio que envuelve sus montañas, etcétera. Él, por su parte, hará lo mismo: te dirá lo que sabe o lo que cree saber de tu provincia, te preguntará por las costumbres y las fiestas, estará interesado en lo que allí ocurre, aunque sea pasajeramente.
Según mi experiencia, cuando a uno le preguntan por su lugar de origen y responde que es de Zamora, pasa lo mismo que con Teruel. Si nos hablan de Teruel, todos tenemos en la manga dos clases de respuesta: “Ah, sí, Teruel, la de los amantes…” y “¿Teruel? ¿Pero Teruel existe?” Y que no se ofendan quienes en esa tierra nacieron: esto significa que los chistes siempre van por delante de las ciudades y que algunas ciudades tendrán que luchar toda la vida para hacerse un hueco en el país, ese es su sino. Con Zamora sucede tres cuartos de lo mismo (al menos, repito, según mi experiencia). Si en una conversación alguien pregunta de dónde eres, y lo dices, suelen comentar dos cosas: “Zamora… Zamora no se ganó en una hora” y “Sí, hombre, Zamora, sí, sí… La del Jueves Santo, la de la procesión de los borrachos, ¿no?” Como en el caso de Teruel, esto es triste, pero cierto. No entran en esta categoría, por supuesto, quienes tienen la costumbre de viajar, de hacer turismo, de ir de ciudad en ciudad empapándose de sus tradiciones, de su gastronomía, de su oferta. Esos no: al contrario, probablemente sepan más de nuestra provincia que nosotros mismos. También cuando uno conversa con gente de fuera sale a flote otra evidencia: conocen más las riquezas y virtudes de Sanabria o de Benavente, o incluso de pequeños pueblos, que las ofrecidas en la propia ciudad. La otra tarde conversábamos en un café con una sevillana. Cuando nos preguntó de dónde éramos, dijimos el nombre de la ciudad, y su respuesta (que ya temía) fue: “Ah, sí, sí… La procesión de los borrachos, el Jueves Santo” (lo dijo comiéndose la mitad de las letras, claro).
Ya ven: sale uno por ahí y, de nuestra noble tierra, sólo hemos conseguido que se aprendan que en la ciudad hay una procesión de madrugada cuyos congregantes y espectadores poseen fama de borrachines. Eso suele ser todo: ni románico, ni la belleza del río a su paso bajo los puentes, ni zamoranos famosos, ni Puerta de la Traición, ni nada de nada. La culpa, por supuesto, no es de ellos, sino nuestra. No hemos sabido vender otra cosa, aparte de Semana Santa: y está muy bien, no seré yo quien lo niegue. Pero no basta. Puede que la ciudad sea pionera en muchos proyectos, pero lo que viaja fuera no pasa de las caperuzas, las almendras garrapiñadas y los desfiles. Esa fama etílica del Jueves Santo sí, vende mucho, pero dura sólo un día, y ni eso: apenas una noche. Luego está el caso de quienes viajan hasta allí un fin de semana que esté fuera de las fechas de Pasión: regresan encantados. Satisfechos del paisaje, de la comida y el vino, de la gente, del sosiego, de los bares típicos, de las bodegas, de la imagen de La Catedral, del río repleto de espuma, del tapeo, de la belleza general de la ciudad. Pero, para salir encantados, primero deben enterarse y venir: y no sabemos vender cuanto tenemos. Es una lástima, habiendo tanto para ofrecer.