miércoles, enero 14, 2009

La nevada

En mi barrio la nieve sólo cuajó unas pocas horas. La mañana del viernes. Estuve viendo nevar por la ventana del cuarto. Tecleaba un rato, levantaba la cabeza y me llenaba los ojos con los copos cayendo del cielo. Luego me asomé al balcón. La gente reía y hacía bolas para arrojárselas unos a otros. Unas horas después ya no había nieve en las aceras ni en las carreteras. Ni en los techos de los vehículos. El único rastro de nieve lo encontré, al día siguiente, en el solar próximo a la casa. La escasa luz que recibe ese patio y el abandono y lo poco que ahora lo frecuentan quienes celebran sus fiestas con el buen tiempo, hizo que durante el fin de semana fuera un pequeño paisaje de cuento. Pero que no le hablen de paisajes de cuento a quienes han tenido que ir al trabajo en coche. Me contaron de personas que viven a las afueras de Madrid y que tardaron siete u ocho horas en llegar a la oficina por culpa del estado de las carreteras. Supongo que entraron en el curro cuando ya salía todo el mundo. El sábado me llegaron noticias frescas de Zamora: allí estaba todo blanco, aún. Yo subía caminando hasta Sol y apenas quedaba rastro de nieve o hielo. Sólo en algunas jardineras.
El sábado por la tarde fui en el metro hasta Alameda de Osuna, que, por si no lo saben, no dista mucho de Barajas. Está al noreste de Madrid, que es por donde más nieve cayó esos días si mis informaciones son correctas. El barrio de Alameda de Osuna era otro mundo cuando salimos de la estación de Metro, en la última parada de la interminable línea verde. Había nieve en los coches, en los árboles, en las canchas de baloncesto del colegio, en los jardines. El frío de aquel sábado congeló la nieve de las aceras. La convirtió en hielo y casi me parto la crisma un par de veces de camino a casa de mi primo. Resbalaba y tenía que sujetarme a la pared, como una abuelilla con problemas de equilibrio.
En casa de mi primo me asomé a su terraza. Aún había dentro una montaña de nieve, como si la hubiera traído de la calle a paladas. Metimos dentro del montículo blanco un par de botellas de vino, para que se enfriasen. Y las dos bolsas de hielo que acabábamos de comprar en un kiosco chino las puso en el balcón de la cocina, porque el congelador estaba petado. Así estaba el panorama. Me contó que el viernes había tardado cuatro horas en llegar a la empresa donde trabaja, conduciendo su coche. Tuvo que ir muy despacio por culpa del hielo. Yo le dije que, últimamente, parecía como si el frío zamorano hubiese llegado a Madrid. Tengo frío en el portal, en casa, en otras casas, en el cine, en el supermercado. Tengo frío en cada sitio. Incluso escribo con manos de hielo. Tras aquella visita a casa de mis parientes, un colega nos acercó en su coche hasta las inmediaciones de Atocha. Así pude librarme del búho o de tener que buscar un taxi desde una zona tan alejada del centro. El paseo desde Atocha hasta mi barrio suele durar en torno a unos quince minutos. En cuanto pusimos el pie en la calle, cerca de la Cuesta Moyano, supe que no podríamos aguantar la helada de ese paseo. No faltaba mucho para las cinco de la madrugada. Pillamos un taxi que pasaba por allí. Al dejarnos en la Plaza de Lavapiés el tipo dijo que eran cinco euros. Le tendimos un billete de diez. Nos devolvió un billete de cinco. El interior del coche estaba en penumbra, así que no se distinguía bien el dinero. A la mañana siguiente nos fijamos en ese billete. No era de cinco euros. Era un billete de tamaño y color parecido, de no sé qué país. Pero no eran euros. Nos había estafado. El maldito taxista.