martes, febrero 28, 2006

Setecientos al año (La Opinión)

La semana pasada otro de mis amigos de Zamora comenzó el traslado, el cambio de ciudad y de trabajo. Se muda a Madrid, donde vivimos tantos zamoranos. En pocos años casi todos hemos ido haciendo las maletas, y cada año se traslada uno, al menos. Esta emigración atañe también a los conocidos. La sangría migratoria de la provincia no se acaba, e incluso crece. Antes los ciudadanos cogían el hatillo y se iban a Alemania, aunque suene a tópico. En una época en la que nosotros éramos niños o no habíamos nacido. Quienes se van de la provincia, en estos tiempos, ya no tienen que viajar tan lejos. Por eso el destino preferencial suele ser Madrid, que es una ciudad grande, o sea con posibilidades laborales, pero que además cuenta con la ventaja de estar cerca de nuestra provincia. Eso ayuda a la hora de subirse al autobús o al coche y meterse un viaje de fin de semana cuyo tiempo puede variar, si vas en vehículo propio, entre las dos horas y media y las cinco horas (dependiendo de las obras de las afueras de la ciudad). Pero no es la capital el único rincón elegido para empezar una especie de nueva vida. También tengo amigos en Barcelona, en Alicante, en La Mancha, en Tenerife. Y luego están quienes optan por irse más lejos: consiguen becas de estudios o las empresas los contratan en otros países europeos.
Dicho amigo trabaja, o trabajaba, en la empresa de su familia. En algunas de mis visitas al negocio o a su casa, charlando los dos con vistas a la calle, a menudo le preguntaba cómo iban las cosas, económicamente hablando. Acostumbraba a decirme (no siempre, pero en la mayoría de las ocasiones en que se lo pregunté) que iban regular o mal, que no hacían mucho dinero, que la cosa no funcionaba como es de esperar para que uno prospere. Declaraciones parecidas escucha uno cuando conversa con otras personas que cargan sobre los hombros la responsabilidad de una empresa. “Aquí no hacemos dinero. La cosa está fatal. Nadie gana mucho”, dicen. De ese modo no es raro caminar por la ciudad y, para sorpresa de uno, descubrir que este o aquel negocio (un bar, una cafetería, una tienda de ropa, una librería) han echado el cierre. Al menos queda siempre un consuelo: por cada local que clausura sus puertas, nace un nuevo negocio. Me refiero a que tropiezas con un cartel blanco, pegado con celofán a los cristales, en el que avisan: “Cerrado” o “Cerrado por liquidación”; pero, unos días después, pasas por el mismo sitio y te fijas en el local, y en la fachada y en el interior ya trabajan los obreros, acondicionando el espacio para poner un café donde antes había una tienda de discos.
Esta mudanza, este traslado de mi amigo a la capital, coincide con los datos recogidos en el estudio de la Junta de Castilla y León acerca de los jóvenes de la comunidad, según nos contaba el periódico. Datos, es costumbre, no muy esperanzadores: Zamora pierde más de setecientos jóvenes al año. No me sorprende: ya digo que aumenta el número de amigos y conocidos que se van y, es lógico, disminuye el número de los que se quedan. No sorprende, pero la cifra asusta. Setecientas personas cada doce meses, que con su trabajo y su esfuerzo se van a enriquecer otras provincias. Fue su último recurso: irse. Así, nuestra ciudad continúa pareciéndose, año tras año, a una madre que va perdiendo a los hijos en una batalla o en la guerra: como la señora de “Salvar al soldado Ryan”, quien debe depositar su último resquicio de esperanza en que una patrulla de hombres encuentre al hijo que le queda y lo devuelva al hogar. Aún no sé si el auténtico valor está en emigrar, o en quedarse.

lunes, febrero 27, 2006

Un nuevo James Bond (La Opinión)

Acaba de surgir un grupo de fulanos con intenciones de boicotear al nuevo James Bond. Son, desde luego, fans del personaje, aunque deberíamos llamarlos fanáticos de dar la lata. En internet han colgado una página para que la gente se apunte al boicot a la película que actualmente están rodando, basada en la novela de Ian Fleming “Casino Royale”. Esta fue la primera obra de la saga en la que aparecía dicho personaje, y a finales de los sesenta rodaron una adaptación con traje de parodia: en ella aparecía un extenso repertorio de estrellas (Woody Allen, Belmondo, Orson Welles, Peter Sellers, David Niven, Ursula Andress, William Holden…) Para encabezar el reparto de la nueva versión, seria y acondicionada al personaje que conocemos, eligieron el año pasado a Daniel Craig.
La elección, en principio, nos sorprendió a todos. Daniel Craig es un hombre rubio, de estatura media, de fríos ojos azules, dotado de un rostro algo patibulario y rudo, con facciones que recuerdan a las de los actores duros del cine negro de los años treinta y cuarenta. No soy un fanático admirador de James Bond, pero, sin embargo, cuando supe la noticia me decepcioné. Al agente 007 le han dado vida varios actores: Roger Moore y Timothy Dalton fueron, sin duda, los más flojos. Pierce Brosnan supo dar la talla porque era elegante, apuesto para las mujeres y eficaz si le daban un buen papel (pueden comprobarlo en su interpretación de un cínico en “El sastre de Panamá”). George Lazenby no aportó demasiado. El más grandioso, único e inimitable, fue Sean Connery, no sólo por ser la primera elección, sino porque tiene más talento en un arqueo de cejas que los cuatro hombres que lo fueron sustituyendo. Me decepcioné, digo, por una sencilla razón: de Daniel Craig sólo había visto una película, “Camino a la perdición”, donde encarnaba al hijo vengativo, celoso y cruel del personaje de Paul Newman. Y en ese filme Craig representa todos los valores contrarios a un tío del calibre de Bond, pero además tenía cara de malo, un par de kilos de añadidura con respecto al peso ideal del agente, y poco o ningún glamour. Olvidé entonces que los grandes actores de la historia nos hacen creer siempre que parecen lo contrario de lo que son. Desde el anuncio de su elección hasta ahora he visto varias películas en las que Craig asume el protagonismo o es uno de esos secundarios que roban la película a los demás actores. Y cambié de opinión.
Basta verle en la extraña “The Jacket”, convirtiéndose en un hombre recluido en un hospital psiquiátrico, y en la necesaria y magistral “Munich”, en la que es un agente sin escrúpulos, ávido de derramar sangre, y, sobre todo, en el que posiblemente sea su papel más convincente, y que lo aproxima un poco a Bond: el traficante de cocaína que quiere abandonar sus líos al otro lado de la ley en “Layer Cake (Crimen organizado)”. Lo aproxima porque reúne las cualidades que no incorporaba a su personaje de “Camino a la perdición”: delgadez musculosa, cierta apostura que encandilaba a las mujeres, un toque canallesco y divertido, unas gotas de hombre sentimental, una preparación física muy propia de 007. En una de las escenas coge una pistola al modo Bond, y fue en ese momento cuando supe que los responsables de “Casino Royale” habían dado en el clavo. Craig, un actor con muchísimo talento por explotar, y que estos días ha perdido dos dientes rodando una escena de acción, será un Bond distinto, pero brutal: más duro, peligroso, vulnerable, enigmático. Acorde, sospecho, con el Bond original, y por supuesto con los filmes de género negro de antaño.

domingo, febrero 26, 2006

Alivio en las cartas (La Opinión)

La otra noche emitieron en televisión la segunda parte del reportaje “En la cárcel. Confidencial”, que analiza la vida de los reclusos de la prisión de Brians, a unos cuarenta kilómetros de Barcelona. Es un documento único porque es muy difícil, casi imposible, que los directores de las prisiones accedan a abrir sus puertas a los periodistas, y menos aún si portan cámaras. Por lo general muestran una parte: patio, salón de actos, pasillos y alguna que otra dependencia. Enseñan sólo lo que les interesa. Al menos esa fue mi experiencia cuando hace años me invitaron amablemente a visitar el centro penitenciario de Topas. En esos reportajes emitidos ahora por televisión se permitió a los reporteros no sólo filmar los “chabolos”, las cocinas, los “tigres”, las duchas o las salas del bis a bis, y también pudieron entrevistar a los presos, oír sus reflexiones, ser testigos de sus charlas. Pero lo que me interesa en este artículo es otra vertiente, que uno ha ido comprobando en estos dos documentales, y en las poesías de aquellos poetas que estuvieron entre rejas, y en las películas y libros al respecto que uno ha visto y leído, y por supuesto en conversaciones con quienes trabajaron dentro. Esa vertiente es, por supuesto, la que atañe a la escritura.
La escritura de cartas, de canciones, de poemas, de relatos, de memorias. La escritura como ventana para respirar un poco de libertad, para sumirse en el territorio resbaladizo de la reflexión (resbaladizo porque ciertas reflexiones pueden volver loco a un hombre encerrado durante años), para comunicarse, para explicar sus sentimientos. En esos reportajes hemos visto a hombres componer letras de canciones para sus novias del módulo de mujeres. Hemos oído frases de parejas, en el bis a bis, de este tipo: “¿Leíste mis cartas?”, “¿Por qué no me escribes?”, “Te escribí muchas cartas”. A muchos de ellos, los que mantienen una relación con personas que están libres, el oxígeno les llega en cuanto abren un sobre que contiene varios folios y las palabras del ser amado, escritas a mano. A veces ese oxígeno les mata, cuando el texto aparece repleto de malas noticias: la muerte de un familiar, o la ruptura entre ambos. También los soldados que sufren las contiendas bélicas y las guerras (al menos los occidentales) padecen esa especie de adición a la correspondencia. Lo más interesante del asunto es que da igual que el preso sepa escribir o no, que apenas haya escrito nada en su vida en el exterior, que incluso le cueste coger el bolígrafo y con él llene páginas plagadas de faltas de ortografía, de errores sintácticos y semánticos. Unos lo harán peor, otros mejor: algunos grandes escritores fortalecieron su prosa en su estancia en prisión. Pero todos procuran dejarse la piel y el corazón en los textos. En esa correspondencia con aroma de tristura se cuelan, a veces, misivas que incluyen celos y amenazas.
En un tiempo y en una época en los que nadie, o casi nadie, escribe cartas, los reclusos gastan papel, sobres, sellos y bolígrafos como se hizo antaño. Mientras, con las nuevas tecnologías, los de afuera nos dedicamos a comunicarnos mediante el correo electrónico, los mensajes de los teléfonos móviles y los chats de la red, ellos aún mantienen caliente y vivo el género epistolar. Insisto en la variedad de contenidos: desde los textos cuya lectura haría sangrar los ojos de cualquiera por el catálogo continuo de errores, oraciones mal construidas e insultos, hasta los textos cuyos párrafos constituyen una auténtica joya, surtidos de reflexiones contundentes, frases lapidarias, verdades como puños. Porque ellos han aprendido ya, con más utilidad que nosotros, el valor de la escritura, de la libertad, del amor.

sábado, febrero 25, 2006

Recomendación: Música para camaleones, de Truman Capote


Ayer se estrenó, por fin, la espléndida película Capote, en la que Philip Seymour Hoffman resucita al escritor de manera magistral (imprescindible verla en Versión Original Subtitulada en Castellano: el actor imita a la perfección todos los registros de su voz). Aprovechando este estreno, recomiendo uno de sus mejores libros: Música para camaleones, compendio de entrevistas, conversaciones, retratos y una novela corta; en todos los géneros se muestra como lo que fue: un hábil maestro. Ya el prólogo resulta apasionante. En él escribió estas líneas, hoy tan famosas: "Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse". Esta declaración subyace en la película que ahora han rodado, y cuyo argumento comprende los años en que Truman Capote estuvo involucrado en la preparación del clásico A sangre fría que, como saben, le absorbió física y emocionalmente.

Prioridades y renuncias (La Opinión)

Uno puede mudarse de ciudad, pero no olvida sus huellas e insiste en conservar algunas de sus costumbres. Desconozco qué hace el resto de la gente que se fue a vivir a otras provincias, pero yo, por ejemplo, procuro mantener ciertas conexiones con Zamora. No quiero que me corten el pelo en otro sitio, ni otras personas, y por eso siempre espero hasta uno de esos regresos esporádicos, de fin de semana, para pedir hora en la peluquería donde me atienden amables mujeres. Mis bares y restaurantes favoritos siguen siendo los mi ciudad natal, y no sé si eso significa aversión al cambio de hábitos, apego excesivo a la tierra o nostalgia de cuanto uno vivió y fue. Los paseos que me sosiegan son, también, los de antes: las orillas perfumadas de humedad del río Duero, el casco antiguo y sus rumbos turísticos, algunas callejuelas poco transitadas en las que perderse en meditaciones.
Lástima que mis viejos y saludables vicios (los libros, el cine, los cómics) no pueda esperar a saciarlos en cada regreso. De lo contrario, transitaría los locales donde venden el jarabe para saciar mis apetitos culturales sólo una vez al mes. Y uno no puede vivir sin esas costumbres, sin entretenerse algunas horas a la semana recorriendo con los dedos y con los ojos los anaqueles repletos de novedades y antiguallas. Con lo cual uno renuncia a buscarse otros libreros de cabecera, pero no a su rutina de salir en busca de este o aquel libro, este o aquel tebeo. A uno le extraña no contar ya con ese hábito diario que supone ir a la calle diez minutos y toparse con treinta conocidos en un paseo breve o en su trayecto al supermercado. Pero, por otro lado, lo agradece. Les diré por qué. En las ciudades pequeñas supone una hazaña dar un paso sin que se enteren el apuntador, la vecina, el de la guitarra y fulano el del bombo. Aunque sean pasos sencillos, que no dañan a nadie. Las ciudades pequeñas comercian (metafóricamente hablando) con el “me dijo”, “le escuché”, “le dije”, “me contó en secreto que”, “me han dicho”, “se oyen rumores”, “me contó que le dijeron que habían oído” y ese catálogo de frases que configuran los chismes habituales. Todos pecamos de lo mismo, y quien esté libre de culpa… También, a la práctica del rumor y la leyenda nacida al amparo de las tabernas hay personas que añaden, y siembran, la discordia: unas a propósito, otras adrede. No faltan las historias típicas: las infidelidades que se descubren por error o cizaña de terceros, los matrimonios que empiezan a aguarse porque una boca ajena al meollo habló cuando debía callar y calló cuando debía hablar, las disputas entre individuos que se enfrentan tras el chismorreo que circula por ahí, los padres que descubren historias que sus hijos no les habían contado pero oyeron de labios de la vecina o del tendero de la esquina. Pero que nadie se rasgue las vestiduras si ha leído las líneas anteriores: no disparo a nadie en concreto ni deseo que nadie se dé por aludido. Son ejemplos generales, inventados o basados en casos parecidos. Suelto esta advertencia porque no falta el lector que luego, a la primera de cambio, te dice: “Sospecho que te referías a mí en tu artículo”. Pues no. Eso sólo le sucede a quien se cree tan importante como para pensar que los demás siempre hablamos de él entre líneas.
Como contrapartida, tenemos otro inconveniente al cambiarse de ciudad: no se puede conversar a diario con los conocidos, y se pierde el hábito de los encuentros. Se pierde, además, algo muy rico: eso de meterse en una cafetería o en un pub y pegar la hebra con las amistades. Eso de saber que, vayas donde vayas, habrá un agradable rato de charla. Siempre habrá prioridades y renuncias.

viernes, febrero 24, 2006

Deluxe (La Opinión)

El concierto está anunciado para las once de la noche, en la mítica Sala El Sol. Este local, en el número tres de la Calle Jardines, abrió sus puertas en el setenta y nueve, lo que significa que comenzó con la movida. Jardines queda en un lugar céntrico, próximo a la Gran Vía y a la Puerta del Sol. Uno de sus extremos desemboca en la calle de la Montera, algunas de cuyas fachadas las custodian varias hileras de prostitutas, que aguardan a los clientes mientras sus traseros van desgastando las esquinas de los comercios y de los soportales. Montera es un tramo por el que pasaban, según datos oficiales, unos mil vehículos al día: pero a principios de mes la mitad sur de la calle fue cortada al tráfico, excepto para los coches de los residentes y los camiones de carga y descarga.
A las once es la apertura de La Sala. En torno a las once y media los teloneros salen al escenario: se trata de Frida, un cuarteto de pop-rock que en estos meses concluye la grabación de su primer disco. Media hora después continúa entrando gente: chicos y chicas, parejas, patillas y peinados pop, algún chaval con un piercing en la nuca. La Sala, a la que se accede tras bajar una escalera de caracol, se llena. Es una nave dotada de escenario, gradas, ropero, un palco, dos barras para servir bebidas y una especie de hall en una de cuyas paredes han colgado un gran marco con cristal, que contiene un montaje de fotografías de la fiesta de celebración de los veinticinco años de existencia del garito; en muchas de las imágenes aparecen músicos célebres. Del techo penden varios ventiladores, bolas de discoteca y focos para alumbrar la pista y el escenario. Cuando los teloneros se van el pinchadiscos pone, de música de fondo, el “Sgt. Pepper’s” de The Beatles, cuyas canciones logran que la espera parezca más corta. Cerca de las doce y media aparecen los componentes de Deluxe.
El solista, y auténtico alma de la banda, es Xoel López, un gallego espigado, flaco, de barba corta y gafas de montura fina. Sus primeros discos tenían letras escritas en inglés. En su tercer disco, y posiblemente el más famoso de sus trabajos hasta la fecha, apostó por letras en castellano, que han conferido al grupo otra dimensión, otra fuerza, un ritmo distinto. Algunos de los temas, como “Que no”, “Los jóvenes mueren antes de tiempo”, “Tanto rollo con el infierno” o “Cientos de mentiras” constituyen himnos del pop español actual. Durante todo el concierto Xoel López muestra al público su entusiasmo y su humor festivo. A mitad de una de las canciones incluso baja del escenario y toca la guitarra en medio del gentío; empieza a saltar y contagia al personal de toda la pista, que imita sus botes. Entre los temas escritos por él intercala, de vez en cuando, versiones de grupos legendarios; así: “Hallelujah”, de Leonard Cohen, “Bridge Over Troubled Water”, de Simon & Garfunkel, “Perlas ensangrentadas”, de Alaska, y algunos acordes sueltos de U2, Bob Marley y de canciones de bandas británicas, entre otros. La letra de “Los jóvenes mueren…” está basada en un periodo concreto de la vida del cantante en su ciudad natal, La Coruña, e incluye frases lapidarias, relativas al frío, al suicidio, a los sueños que se tiñen de negro; pero fácilmente se podría aplicar ese espíritu algo gris a otras ciudades de España; tal vez esa universalidad, unida a su ritmo pegadizo, sea una de las claves de su éxito. Deluxe da un potente concierto. Diez minutos antes de las dos de la madrugada termina la actuación. En el exterior, una fina lluvia empapa las aceras. En la calle hay pocas fulanas, muchos taxistas y algunos chalados.

jueves, febrero 23, 2006

Abucheos (La Opinión)

El martes, en acto oficial y matutino, el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, y la Ministra de Cultura, Carmen Calvo, visitaron el Nuevo Teatro Valle-Inclán, cuya apertura está prevista para hoy, con el estreno de “Divinas palabras” (una correcta elección, a cargo de Gerardo Vera). Este teatro se ubica junto a la Plaza de Lavapiés, lo cual significa que me queda cerca de casa. Cuando Ruiz-Gallardón y Calvo aparecieron por allí les esperaban algunos vecinos del barrio, dispuestos a pitar, ponerles pancartas ante las narices y abuchearlos. Dicen que eran jóvenes preocupados por lo que, de momento, es la política del entorno, a saber: un centro de salud menos digno que el que podríamos encontrar en una ciudad pobre asolada por la guerra, calles contaminadas por camellos de baja estofa, borrachos y suciedad, reyertas continuas y demasiado ruido. El alcalde prometió un lavado de cara al barrio y, hasta ahora, lo único que ha hecho es preparar el teatro para la gente de bien (no me considero gente de bien, pero trataré de ir a algún estreno). Ambos políticos manifestaron, en sus declaraciones, que esta apertura supondrá un acierto. Al referirse al teatro y al barrio soltaron palabras como concordia, reflexión, esperanza, entendimiento. La cultura, desde luego, puede suponer cierta cercanía entre los pueblos; pero a los delincuentes del entorno se la sopla que haya un teatro o veinte. Se advierte, así, que ni Ruiz-Gallardón ni Calvo conocen el barrio y sus cuitas. El primero, aunque me cae mejor que la segunda, tiene la ciudad agujereada y patas arriba y hemos perdido la cuenta de los árboles que ha exterminado. La segunda actúa en materia cultural como los cangrejos: lo suyo es el retroceso. Una vez asistí a un acto literario en el que soltó un discurso: el contenido superfluo del mismo reflejaba que, de donde no hay, no se puede sacar. Los abucheos del martes los escuché desde casa, pero al asomarme al balcón sólo vi una esquina del teatro y un grupo de gente armando algo de escándalo.
Esa misma mañana acababa de leer en este periódico los abucheos que los alumnos de la Escuela de Arte le dedicaron al alcalde de Zamora, Antonio Vázquez, en protesta por su traslado temporal a otro centro mientras acometen las obras para convertir el Castillo en Museo de Baltasar Lobo. Lo cual demuestra que aún quedan jóvenes, en la provincia, capaces de salir a la calle con espíritu de lucha. Los rumores dicen que el alcalde, quizá ebrio de éxitos, procedió a insultar a los alumnos. No albergo demasiadas dudas: no es la primera vez que oímos que el edil planta cara con sus palabras a algún ciudadano, con un par. Hubo, pues, pancartas y silbidos, que no le afectarán demasiado porque la mayoría de sus votantes ronda la tercera edad.
De modo que tuve un día de abucheos. Abucheos vistos y abucheos leídos en las noticias. Son una circunstancia añadida a los gajes del oficio de cualquier político, igual que las críticas, los reproches y las caricaturas. Haga lo que haga, nadie tendrá a todo el mundo a su favor: siempre habrá que soportar los abucheos. Y, si no saben aguantarlos, que se hubieran metido a mineros o a pastores. Porque la dignidad está en saber asumirlos con entereza. En televisión lo hemos visto a menudo. La norma general es que el abucheado ponga cara de póquer, tire para adelante y, de paso, tuerza una comisura de la boca, en amago de sonrisa, como queriendo expresar que se la traen al fresco esos abucheos y silbidos. Suele callarse y soportar el chaparrón, hasta que amaine o él desaparezca en un coche. Por lo que uno lee en las noticias y ve en las fotos, en Madrid los abucheados estuvieron a la altura. No así en Zamora.

miércoles, febrero 22, 2006

Aquellos maravillosos años (La Opinión)

Un alto número de narraciones literarias y cinematográficas comienza con un fulano que recuerda, que se asoma a las ventanas desde las que atisbar el pasado, o los jirones del pasado. Es así porque a diario nos sucede igual, hasta el punto de que, sin memoria, no resulta fácil vivir. Contemos una de estas.
El narrador (en este caso, yo mismo) está recuperando una serie vieja, inventada y producida por Steven Spielberg. Una serie de episodios cortos, muy imaginativos, a medio camino entre el humor y la fantasía: “Amazing Stories” (“Cuentos asombrosos”). Data de los ochenta y, en los capítulos ambientados en esa década, se advierte mejor que en otros documentos la estética levemente horterilla de aquellos maravillosos años: peinados voluminosos, camisas que hoy se nos antojan vergonzosas, cazadoras de estilo yanqui, calcetines blancos bajo las perneras de los vaqueros, música pegadiza y pop. Las imágenes lo empujan a recordar esos años en Zamora. Por supuesto, no le llega a la cabeza como fue, sino como lo recuerda, que es algo subjetivo y muy distinto para cada persona. En esos tiempos, de juventud y rebeldía, lo más “enrollado” (admito mi odio hacia esta palabra, que suena fatal) entre los chavales era ir a las discotecas como Niton’s, Mandrágora y Ramsés II. En el interior y a la salida de las discotecas solía haber peleas. Celebrábamos botellones clandestinos cuando pocos lo hacían. Estaban de moda las fiestas en los garajes de los padres, en las casas antiguas de los familiares que se iban de viaje, en locales vacíos en los que sólo había una barra provisional de madera y montículos de arena para cuando los obreros adecentaran el interior. Los amores adolescentes se iban cociendo en los bancos y jardines de La Avenida, bajo las sombras de los árboles y la cantinela de los pájaros. Los amigos nuevos se reclutaban al llegar al instituto o en las salas de recreativos. Pasábamos más horas en la calle que en casa. La gente se citaba con varios días de antelación, y no enviaba un mensaje diez minutos antes para anunciar que le sería imposible acudir: carecíamos de teléfonos móviles. Estaban de moda los pañuelos de Levi’s, para ponerse al cuello o en las muñecas, y se escuchaba más música rock española que ahora. En las calles no era raro caminar esquivando boñigas despachurradas. Tampoco era raro que las pandillas se adjudicaran el nombre del barrio donde nacían: los de Los Bloques, los de Pinilla, los de San Atilano, los de San José Obrero. Nombres cuya evocación contenía algo de peligroso, como si los chavales de allí se hubiera entrenado en una vida sórdida y dura.
Algunos nos hicimos peinados que eran una mezcla de melena ochentera de Bowie y cabellera de gitano. Vestíamos chupas vaqueras ajustadas, y beisboleras, igual que si estudiáramos en Harvard. O quedábamos en zonas que, después, el progreso y el lógico avance de la ciudad nos arrebataban: aquel muro de un metro de altura que bordeaba un jardín, o un banco del parque, o esa fuente hoy desaparecida. Nos gustaba la presencia ferroviaria, sigilosa y manchada de vómitos y graffiti de la máquina del tren, en el parque de La Marina. En los garitos, en el ligue, los muchachos sacaban a las chicas a bailar un agarrado, siempre que en los altavoces sonaran “Sabor de amor”, “Every Breath You Take” y “Ojos de hielo”, algo seguramente impensable en la actualidad, porque casi hemos aprendido, con Mailer, que “Los tipos duros no bailan”. Se oía en los bares a Loquillo, Dinamita Pa’ Los Pollos, Hombres G, Los Rebeldes, The Refrescos, Depeche Mode, Héroes del Silencio, Duncan Dhu, Los Nikis, La Frontera. La ciudad era más oscura, pobre e inhóspita. Pero nos gustaba más.

martes, febrero 21, 2006

Estar a punto de... (La Opinión)

Tiene uno la impresión de que a gran parte de los habitantes de Zamora le exaspera ya la gestión de los políticos que la gobiernan, pero sólo unas pocas voces se atreven a alzarse por encima del resto. En las ciudades pequeñas contamos con un inconveniente añadido, y propio de los pueblos; esto es: que a veces es mejor callar para que no te señalen con el dedo, y que, si no callas, te verás envuelto en problemas o ninguneos. No sólo lo digo por algunas cartas de los lectores, también por lo que uno lee en los foros de opinión y escucha por ahí, cuando viaja a Zamora y oye lo que la gente que vive aún en la ciudad tiene que decir al respecto. Lástima que ese ejercicio (escuchar) no sea el punto fuerte de algunos políticos.
En los últimos años la cara de la ciudad ha cambiado mucho, desde luego. Pero para peor, hasta el punto de que esto acabará convertido en un churro de ciudad, si nos descuidamos. La mayoría de los proyectos (hasta ahora, sólo humo) que los ciudadanos esperan que se hagan realidad hieden a añejo. Quiero decir con esto que unos cuantos proyectos tienen una pila de años. Así, los temas manoseados del Museo de Baltasar Lobo, del puente sobre el Duero, del Teatro Ramos Carrión, del legado de León Felipe, entre otros cuantos que nunca vemos cuajar ni alcanzar el punto de realidad, empiezan a envejecer. Consulten las hemerotecas. Por ejemplo, en torno al puente de la discordia hubo polémicas hace cinco o seis años, o más. El desaguisado de la Plaza del Gobierno Civil, y la chapuza en Santa Clara a su paso por ese tramo (recordemos: aquel pegote de cemento) data de, al menos, tres años atrás. El tiempo transcurre y no somos capaces de darnos cuenta de que esos proyectos se apolillan y no salen adelante, y de vez en cuando sus responsables sueltan un aviso, un anzuelo para que nos creamos que lo tienen todo atado y están en un tris de resolverlo. Pero no se trata sólo de los proyectos de siempre, que tardan lustros en ver la luz de la realidad. Echemos un vistazo a otros puntos de la ciudad: los ridículos bancos con los que amueblaron el casco antiguo, para que los jubilados se sentaran de cara a las paredes de las iglesias; la destrucción del parque de San Martín de Arriba, cuyo resultado a nadie gusta y a nadie convence; la Avenida de Príncipe de Asturias, en la que los vecinos y los comerciantes deben soportar el olvido municipal en el que están desde hace años; los barrios que conforman el cinturón de la ciudad, en los que sigue habiendo casas desechas, caminos embarrados, miseria y abandono, a pesar de las vueltas que el alcalde y sus muchachos se dieron para que, posando ante los fotógrafos, los vecinos creyeran que les iban a solucionar los desperfectos; la Plaza del Cuartel Viejo, que transformaron en un lugarcito artificial y soso; los cambios de sentido en el centro de la ciudad, que lograron que tuviéramos que tragarnos el caos circulatorio; la mala señalización de algunas zonas de reclamo turístico, que obliga a los turistas a volverse locos dando vueltas.
Hay otras heridas antiguas que la ciudad ha recibido. Entre las nuevas: el arreglo tardío de Santa Clara, la zona catastrófica en que de momento ha quedado el barrio de La Horta, la destrucción de árboles y zonas verdes de la Plaza del Maestro Haedo y la Plaza de Hacienda, el traslado del mercadillo. Como esta gente no tiene límite es posible que, además, elimine a los patos del estanque de La Marina y a los gatos del cementerio. Lástima que los zamoranos callemos, guiados por ese espíritu de abandono de la lucha que nos caracteriza: siempre estamos a punto de protestar, a punto de reclamar. Nuestra filosofía consiste en decir “Estuve a punto de”. Así nos va.

lunes, febrero 20, 2006

Recomendación: The League of Extraordinary Gentlemen, de Alan Moore y Kevin O'Neill


Por fin he leído el primer volumen de este célebre cómic, uno de los mejores de su autor, Alan Moore, responsable de From Hell, Watchmen, V de Vendetta y Batman: La Broma Asesina, entre otros.
The League of Extraordinary Gentlemen es lo que me habían dicho: una pequeña maravilla. Los dibujos son espléndidos, y plagados de detalles. Los colores te devuelven a la niñez. Pero es el guión de Moore lo que nos convence por encima de todo, al protagonizar las historias personajes clásicos de las novelas de aventuras, terror y fantasía: Allan Quatermain, Mina Harker, Dr. Jekyll y Mr. Hyde, El Hombre Invisible, El Capitán Nemo. A medida que avanza la narración encontraremos una multitud de guiños a otras novelas, a través de sus personajes: Sherlock Holmes, Ismael, Auguste Dupin, Moriarty... Para todos ellos se inventa una solución para explicar por qué aún viven: éste es demasiado viejo pero se mantiene en pie, aquel simuló su muerte, etcétera.
Recuerdo la película, y leyendo la obra original descubro que no tenían mucho que ver. Mejor olvidarse de la adaptación. Al final de LXG encontramos las portadas originales de las seis entregas que lo forman, y un relato de Moore sobre Quatermain, que, sin embargo, no está a la altura del resto y es, más bien, olvidable. La pena es que, en España, aún no se ha editado en un tomo el segundo volumen. Esperemos que la editorial no tarde demasiado en hacerlo.

El hombre que se apartó (La Opinión)

Desde que me ocurrió no he dejado de pensar en ello y darle vueltas. Es probable que se trate de una tontería, incluso. Pero me hizo reflexionar sobre algunos gestos y actitudes. Suele pasar: a menudo nuestras reflexiones occidentales no las desencadenan los grandes acontecimientos de la humanidad, sino los detalles mínimos y cotidianos, lo que nos sucede a diario: un roce, un gesto, una mirada.
Fuimos a un edificio de multicines, próximo al barrio, en el que sólo estrenan películas en versión original subtitulada en castellano. En las colas para comprar localidades y en las filas de cada sala suelen verse actores españoles, y muchos extranjeros: norteamericanos, ingleses, asiáticos, franceses, africanos. Las entradas estaban numeradas, dado el día de la semana que era. Elegimos una de las primeras filas, centrada ante la pantalla. Me gustan las primeras filas por dos razones, proximidad y lejanía: proximidad a la pantalla y lejanía de la gente, a no ser que la sala se llene y sea inevitable. Al bajar por el pasillo lateral miré las entradas. En la fila que elegimos sólo había una persona. Volví a mirar el número: me tocaba sentarme justo al lado de ese espectador, a su derecha. Mientras avanzaba sólo reparé en que era un hombre solitario, con traje y gafas, que pasaba las páginas de un libro, hojeándolas. Bajé el asiento y puse el culo encima. En cuanto me senté vi con el rabillo del ojo que el hombre torcía la cabeza hacia mí, y me estudiaba un segundo, y sólo tardó otro segundo en levantarse de su asiento y alejarse un metro, más o menos, interponiendo entre él y yo la distancia de dos butacas. Nunca me había ocurrido, y eso que mi frecuencia de visitas a los cines habrá batido récords desde que era un crío.
Inmediatamente me sentí mal. Se me antojó una ofensa, un acto de repudio que incuso desafiaba las reglas implícitas en las sesiones con localidades numeradas; esto es: que nadie puede cambiar de asiento, o no debería, pues luego llega alguien con retraso y te obliga a desplazarte de nuevo a tu sitio. Me hizo pensar que, a aquel hombre, una de dos: o le daba asco la humanidad, o le daba asco yo. Lo último era raro, pues apenas fue un segundo el que utilizó para mirarme. Yo iba bien vestido y me había duchado, como cada día, y aunque pueda tener pinta de golfo, desde luego no la tengo de atracador ni de psicópata. Pero lo que más me sorprendió de aquel hombre trajeado y serio fue que era negro. Indudablemente, eso me empujó a darle más vueltas a la cabeza mientras aguardábamos a que comenzara la sesión. ¿Se incomodaba al estar sentado junto a la gente? ¿Se alejaba porque éramos blancos? ¿Acaso creyó que yo era el clásico fulano insoportable que se dedica en una sala a hablar en voz alta y a soltar eructos? Al final tuvo suerte y, cuando se apagaron las luces, sólo se sentaron dos personas en la misma fila y a dos o tres butacas de distancia. Pensé en qué habría ocurrido si se hubiera llenado la sala. ¿Hubiera abandonado el edificio? ¿Se hubiese ido a una esquina de la primera fila? ¿Afrontaría el trago de estar rodeado de personas durante todo el metraje? El hecho de que fuera de otra raza activó los prejuicios que todos, en mayor o menor medida, albergamos. Ese fue mi primer pensamiento: se aleja de mí porque soy blanco, y yo no soy racista y por eso me duele el doble. Luego he pensado que, tal vez, no fue racismo, sino valentía. Porque, cuando en un espectáculo o en un transporte público se me sienta al lado un desconocido, mi deseo secreto es apartarme. Reunir el valor necesario para que noten que no me gusta estar rodeado de desconocidos, porque junto a ellos uno se incomoda. Espero que fuera esa la causa.

domingo, febrero 19, 2006

Embaucados (La Opinión)

Veo con frecuencia, por el barrio, a un grupo de alcohólicos. Y me refiero a alcohólicos de verdad, embaucados por la botella, aunque algunos confundan a estos con los borrachos de fin de semana. Se hace duro verlos soplando vino de cartón a las ocho de la mañana, a las doce del mediodía, a las tres de la tarde, a las once de la noche. Un día, ya lo he contado aquí, se me acercó un tipo con los ojos de quien habita el filo de la navaja, y me pidió suelto para un tetrabrik de vino, que es lo único que quería de la vida: beberse su vino como si fuera agua, sujetarlo entre las manos igual que un cáliz sagrado. El alcohol destruye tanto como la droga, sólo que los síntomas son diferentes: el tío atado a la aguja parece un fantasma compungido de tristeza; el tío atado a la botella suele parecer festivo, las más de las veces. Este grupo no sólo se alimenta del aire y del vinazo de mala calidad: también de litronas, de latas de cerveza. No es raro encontrar a alguno de ellos haciendo cola en el supermercado, con una caja de birras bajo el sobaco, para luego repartírselas entre unos cuantos y saciar el síndrome. Recuerdo que a aquel tipo que digo le di unas monedas. No se puede negar calderilla a quien padece la tortura del mono. Por lo general, cuando alguien nos convence por la calle de que le demos una limosna, alegando que tiene hambre o que necesita fondos para una pensión o para coger el autobús, solemos decir (las señoras lo hacen mucho): “Toma, pero que no sea para droga”. Advierto ahora que es un error. Es como si a un muerto de hambre le das un billete y le dices que no compre comida. Lo primero es la necesidad básica que cada uno lleve a cuestas.
De entre ese grupo, formado en su mayoría por hombres barbados y con gorros de lana en la cabeza, destaca una mujer. Destaca por ser la única y, además, porque, según me parece, es quien peor lo pasa. A menudo se oyen por el barrio sus lamentos, sus estremecedoras palabras que nadie entiende. Habla igual que si le hubieran llenado la boca de piedras y el resultado de sus monólogos fuese una jerga ininteligible, saturada de algo que se asemeja a las súplicas. No se entiende una palabra, y eso convierte su cháchara continua en una tortura, porque no sabemos lo que quiere, aunque intuimos lo que pide y lo que necesita. Es probable que sólo lo sepan los hombres vagabundos y alcoholizados que la acompañan.
Dicha mujer protagoniza algunas de las escenas más grotescas y tristes del barrio. No es raro caminar por la calle y ver una ambulancia, bañando los adoquines, las paredes y las caras con sus luces de emergencia, y a dos o tres enfermeros atendiendo a esta mujer. En algunas ocasiones está tumbada en un banco, gritando esas palabras incoherentes. En otras, está tirada en el suelo, y uno nunca sabe si ya dio su paso final o si aún pueden salvarla, o si padece el síndrome de abstinencia. Creo que es esto último. Sin embargo, la escena más cruda y repetida es la siguiente: a ella le entra una especie de tembleque, y farfulla todo ese catálogo de palabras y lamentos (ignoro si es un ataque de epilepsia, aunque lo dudo porque quienes lo sufren suelen morderse la lengua), y alguien suele ponerse encima y sujetarla, hasta que se calma. Un día uno de los tipos, mientras ella estaba sentada en un banco, se puso a horcajadas sobre su cuerpo, y la sujetó con sus manos y sus piernas, y de lejos parecía la escena de un ataque sexual. No era así. La estaba calmando de sus convulsiones. No es mi intención hacer demagogia. Cada uno que haga lo que quiera con su organismo. Pero es una lástima que el hombre caiga en estos abismos.

sábado, febrero 18, 2006

Cinco euros y pico (La Opinión)

Lo explicó ante las cámaras uno de los hombres enganchados a la metadona: si existe el infierno, dijo, está al otro lado. El otro lado al que se refería era Las Barranquillas, ese poblado de ratas, yonquis y vagabundos, bautizado como “el mayor supermercado europeo de la droga”. Otro de los entrevistados declaró que incluso podría ser el mayor supermercado de la droga del mundo. Años atrás salió en las páginas de El País un reportaje sobre Las Barranquillas. Nos contaron cómo era, con todo lujo de detalles. La otra noche tuvimos oportunidad de verlo en “Cinco euros y pico”, un reportaje de Sonia López para la televisión. Casi todas las imágenes, por supuesto, propician cierto escalofrío: la diferencia entre la delgadez casi esquelética de los toxicómanos y los michelines de las ratas gigantes que menudean entre la basura de las chabolas, los contenedores cuyo interior aparece erizado de jeringuillas usadas (una especie de bosque de lanzas con la sangre impresa en ellas), los hombres sorprendidos por los faros de los vehículos de los Centauros mientras se buscan las venas de las piernas, el cansancio arrebatador de los rostros, el daño esculpido en los dientes, en las manos y en los labios, la eficacia de los policías que despiden la rigidez reglamentaria del cuerpo y la piedad propia del ser humano.
Sólo habría un par de reproches tras ver el documental de “Callejeros”. El primero atañe a los responsables de su elaboración. El segundo, a los eufemismos que contaminan la sociedad. Hubo unos instantes en que las cámaras, entrevistando a una señora que vive acongojada por el despliegue de yonquis en su barrio, estuvieron a punto de cruzar la línea que separa el periodismo serio y riguroso del periodismo amarillo y sentimental; ya saben: lágrimas, consuelos de la locutora, diálogos repletos de lugares comunes. Por suerte, duró poco. Y la línea no llegó a cruzarse. El otro reproche atañe a esa contaminación de la sociedad, que se ha plagado de eufemismos ridículos (como lo son casi todos los eufemismos). Yo mismo los comprobé hace meses, preparando en Zamora un reportaje sobre el centro de desintoxicación del barrio de La Lana: los toxicómanos son “usuarios” (también yo lo soy: pero de la Biblioteca Pública), los atracos y palos de los camellos se llaman “hechos delictivos”, etcétera. Es un grave problema: el de negarse a llamar a las cosas por su nombre. En el reportaje oímos hablar a los policías y a los encargados de suministrar la metadona y velar por los hombres y mujeres enganchados a las sustancias, pero también oímos hablar a los propios afectados, a quienes viven en el infierno y conviven con las ratas y la miseria: su lenguaje, callejero, resulta superior, más vivo, más contundente y feroz, más ajustado a la realidad. Saben que no hay vuelta de hoja para ciertas realidades, y no se engañan. Su lenguaje perdurará, porque es poderoso; el otro, el de los eufemismos, con el tiempo terminará en el olvido, pues su apariencia de falso y de ortopédico lo vuelve imposible a nuestros oídos. La droga continúa siendo un tema tabú: basta con escuchar ese repertorio de eufemismos que no enmascaran la tragedia. Me recordó a la jerga médica, cuando un señor, tras oír su diagnóstico, suele decir eso de: “Hable de manera que yo lo entienda”. Las cosas claras y, el chocolate, espeso.
En cada ciudad hay un poblado de estas características, una Zona Cero sin solución posible. Al verlo se nos hace un nudo en el gañote. La diferencia es que no hay ninguno tan grande, con tanta población. En Zamora tenemos Las Llamas, que viene a ser como el meñique del hipermercado madrileño.

viernes, febrero 17, 2006

Extremadamente fuerte e increíblemente cerca (La Opinión)

Tras la muerte de su padre, en el atentado al World Trade Center del once de septiembre, un niño llamado Oskar Schell (según dicen, en homenaje al protagonista de “El tambor de hojalata”) descubre entre sus pertenencias un jarrón azul que esconde un sobre con una palabra escrita en la superficie y, en el interior del sobre, una llave. Obsesionado con la pérdida del padre y la duda en torno al modo en que murió (se pregunta si lo abrasaron las llamas, si saltó del edificio, si fue aplastado), el muchacho decide que la palabra del sobre es un apellido y, así, se propone a sí mismo una ambiciosa búsqueda que resuelva en qué cerradura encaja la misteriosa llave. Comienza, entonces, un recorrido por edificios y barrios emblemáticos de Nueva York, contactando con otras personas que también, a su vez, cobijan dentro el dolor por sus pérdidas, la amargura por sus problemas cotidianos o, simplemente, la obsesión por los objetos, la familia y el pasado. En la narración en primera persona de Oskar Schell se intercalan los cuadernos escritos por sus abuelos, que arrastran tras de sí otras pérdidas, y batallas del siglo pasado, e historias de amores y desencuentros.
La novela es “Tan fuerte, tan cerca”, absurda traducción del título original, que significa algo así como “Extremadamente fuerte e increíblemente cerca”, donde ambos adverbios poseen una gran importancia, pues son las muletillas que usa el niño para describir casi todo lo que encuentra, siente y le sucede. Dicho título ya nos proporciona una pista acerca del personaje principal: es una frase que sólo podría ocurrírsele a un niño. Jonathan Safran Foer, chico prodigio de las letras norteamericanas, es el autor de esta asombrosa novela. Su primer libro (que he recomendado aquí) fue “Todo está iluminado”, un prodigio de arquitectura literaria que combinaba, de manera apasionante, distintas voces narrativas, pasado y presente, personajes alucinados, drama y comedia, búsquedas y encuentros, preguntas y respuestas, realismo y surrealismo, tradición y modernidad. Pero, si por algo emociona Safran Foer, aparte de por sus dotes de mago, es porque, donde otros autores que escalan las listas de best-sellers se conforman con desentrañar los misterios de un cuadro o de una sábana, él avanza unos pasos más, escarba hasta llegar a donde duele: sus pesquisas atañen a los enigmas del azar, a los objetos que unen y desunen a las familias, a las pérdidas que nadie supera, a la memoria y al olvido, a los lazos de sangre y a las anécdotas de nuestros antepasados, que conectan con las de cada uno. “Tan fuerte, tan cerca” no es sólo una historia sobre el 11-S, sino un viaje por el sentimiento, un cuento en torno a la pérdida del padre, donde confluyen otras historias sobre hombres y mujeres que perdieron al padre en accidentes, guerras o atentados. Pinceladas de humor hacen menos duro el conjunto.
Algunos críticos han reprochado al autor lo que llaman “pirotecnia”. Porque su libro es más visual que cualquier otro: en sus páginas hallamos las fotografías que Oskar realiza, las muestras de los rotuladores de color que ve en una papelería, las letras que se van amontonando al final del cuaderno del abuelo hasta que son ilegibles, etc. Aunque es un ejercicio extraño, a uno, como lector, le ha fascinado. También le ha fascinado el recurso de alivio que, en sus fantasías, emplean el niño y su abuela: imaginan que el tiempo puede retroceder y, en su cabeza, ven a un hombre que, en vez de caer de un edificio, asciende hasta la ventana para salvarse; y las bombas que retroceden hasta los aviones, y las lágrimas que vuelven a los ojos, y la muerte que se convierte en vida. Safran Foer ha vuelto a crear otra obra maestra.

jueves, febrero 16, 2006

Recomendación: Tan fuerte, tan cerca, de Jonathan Safran Foer


El joven Jonathan Safran Foer, quien ganara hace tiempo el Premio Zoetrope de relatos (revista y galardón auspiciados por Francis Ford Coppola), no defrauda con ésta, su segunda novela, después del bombazo que supuso esa maravilla titulada Todo está iluminado, también llevada al cine.
En mi artículo de mañana para La Opinión de Zamora comento algunas particularidades de Tan fuerte, tan cerca, un extraordinario libro, y a dicho artículo emplazo a quien está interesado en saber más.

Ración doble de humo (La Opinión)

Desde que entró en vigor la ley antitabaco (a la que soy contrario, recordemos) los fumadores pasivos, como yo, tragamos el doble de humo. A mí me gustan los ambientes nocivos de los bares y la humareda de tabaco propia de los garitos de mala reputación. Hace quince años odiaba ese entorno que deja los ojos resecos y la piel como si uno hubiera salido de sus cenizas: tal vez porque en aquel entonces trabajaba los fines de semana en un bar de dimensiones pequeñas, y respirar aire fresco era imposible. Luego, seguramente por eso, me acostumbré a la atmósfera perniciosa de los bares. A los tímidos, además, siempre nos han venido bien las cortinas de humo (me refiero a las de verdad, no a las que utilizan los políticos de turno para encubrir sus maniobras) para refugiar nuestra timidez en ellas, y que la humareda nos embosque la mirada. Parece una exageración, pero no lo es: he frecuentado bares en los que se veía menos que en una noche de niebla londinense. Hace quince años detestaba, también, llegar a casa y dejar la ropa sobre una silla y, a la mañana siguiente, sentir su hedor a tabaco rubio y a tabaco negro. Me daba la impresión de que, durante la noche, había salido a la calle vestido con ceniceros usados. Y me acostumbré al humo de otros, ya digo. Igual que nos habituamos al aire fétido de los coches, a los ruidos nocturnos, a las toses del vecino de arriba y a la polución de las grandes ciudades.
Y en esto llegó la ley de marras. En los establecimientos en los que no permiten fumar (ya he estado en varios) el aire parece más limpio y no huele a cigarrillos. Pero no me da la impresión de habitar temporalmente un café o una tasca, sino la higiénica sala de espera del médico o del dentista. Algún día voy a equivocarme y, en vez de una cerveza, un whisky o una tónica, pediré al camarero una ración de anestesia o una receta para el dolor. Pero luego están los locales en los que sólo permiten darle al pitillo en zona reservada. Para algunos de nosotros es peor que antes, más nocivo. Uno, que no va solo a los sitios, siempre se acompaña de fumadores que quieren ir a tomar su copa o su refresco a la zona habilitada con humo. Y, como no me gusta ser intransigente, voy con ellos. Suele ser un espacio donde se apilan los viciosos del tabaco, y donde se abigarra el humo de los cigarros de una manera tan brutal, formando una cortina tan espesa, que hay que abrirla con tijeras de podar. Eso sí que es insoportable. Es duro incluso para los propios fumadores. Varias personas me han hablado de las zonas para fumadores de los aeropuertos: un espacio angosto, diminuto, donde se aprieta el personal como si lo fuesen a gasear. Esas zonas tienen algo de guetos; nos dan la impresión de ser una especie de leproserías en las que se convoca a quienes no han logrado liberarse de las ataduras propias del cigarro. Y en esos espacios están los fumadores activos y estamos algunos de los pasivos.
Añora uno lo de antes. El bar sin humos y el bar con zonas reservadas pecan por defecto y por exceso, respectivamente. Por ahora, prevalecen los locales de antes de la ley antitabaco. Es una suerte. En estos tiempos, en que uno fuma el doble (de manera pasiva), se echa de menos el aire fresco y puro. En la capital es algo imposible, sometidos como estamos al polvo de las obras, a la polución, a los aromas a tubo de escape y a esa ola de partículas africanas que estuvo por aquí de paso. Para respirar aire sano debe uno ir al campo, y a veces ni aún así. En mi tierra todavía puede respirarse algo de aire puro junto al río. Es una de las pocas cosas que, de momento, no se han cargado el alcalde y sus muchachos.

miércoles, febrero 15, 2006

Provocadores (La Opinión)

Escudriñando la prensa encuentro el siguiente titular: “El obispo de Ciudad Real compara a Zapatero con Calígula por impulsar el matrimonio gay”. A Zapatero se le ha llamado de todo: conspirador, Tejero, bobo solemne, Bambi. Ahora le toca el turno de ser Calígula, emperador romano que, además, era asesino, guarrete, desequilibrado, bisexual, incestuoso, tirano, amante de las orgías, megalómano y proxeneta, pues otro nombre no puede recibir quien obliga a las mujeres de sus senadores a prostituirse. A Zapatero se le pueden reprochar algunas cosas, no lo negaremos. Pero la comparación se ha salido de madre. Es un obispo quien ha dicho esto y quien compara una figura enferma y emblemática con el actual presidente del Gobierno. Calígula, por cierto, llegó a declarar que él era un dios. Si alguien de fuera de este país lee ese titular y las declaraciones del obispo que lo acompañan creerá que España es lugar donde celebramos a diario orgías urbanas, donde todos hacemos el trenecito y donde todas las mujeres hacen la calle por orden del presidente. Quizá al obispo de Ciudad Real se le haya olvidado que hay una notable diferencia entre aprobar una ley en democracia e imponer un mandato. Algo de sospechoso vemos en el titular: la entrevista se publicó ayer, martes, y el domingo emitieron en Antena Tres, y en sesión nocturna, el soporífero “Calígula” del erotómano Tinto Brass. Esperamos que haya sido una coincidencia desafortunada, y que no se le ocurriera la comparación tras ver el bodrio de marras, que, si cinematográficamente es un poco churro, sin embargo es afortunado en el muestrario de carne desnuda. No seremos malpensados.
El mismo día, ayer, encontré en Escolar.net, un blog estupendo para ponerse al día con la actualidad, un enlace a esta noticia, que recoge la opinión de otro sacerdote: “Una hoja parroquial del Arzobispado de Valencia asegura que las víctimas de malos tratos provocan con su lengua”. El individuo en cuestión, un catedrático de Teología ya jubilado, dice, entre otras perlas propias de la España profunda y alcanforada: “Se quejaba una mujer en un periódico de la agresión que sufre la mitad de los humanos, o sea las mujeres, por parte de la otra mitad. Prueba de ello son las 63 mujeres muertas a manos de sus parejas en España en el año 2005. Sin negar que ello sea verdad, conviene hacer dos precisiones. Primera: nadie ha confesado qué hicieron las víctimas, que más de una vez provocan con su lengua. Queda además una 2ª observación: ¿No han tenido en cuenta que hubo en España, durante el mismo periodo, 85.000 abortos reconocidos?”. Una declaración peligrosa, y provocadora. Lo de mezclar la velocidad con el tocino, que parece que se le ha ocurrido a él solo (a tenor de las protestas de numerosos católicos que no están de acuerdo con sus declaraciones, y del propio Arzobispado de Valencia), me recuerda a esa pintada que hay en los muros de una vieja casa rural de la provincia de Zamora, junto a la carretera, y que reza, en el colmo del despropósito: “No al divorcio. Sí a la vida”. El director de la publicación ha declarado: “La intención principal del autor era poner de relevancia la monstruosidad de las cifras del aborto en cuya calificación estamos todos de acuerdo”.
Ahora que los sacerdotes levantan las pancartas y se ofuscan porque se aprueba el matrimonio entre homosexuales, y colocan encima de la mesa frases descabelladas, estaría bien que pusieran las pilas a todos los curas pederastas, de quienes se habla poco y se protesta menos. Sé que son casos aislados, pero entre unos y otros están borrando la imagen entrañable que conservo de los curas de mi infancia.

martes, febrero 14, 2006

Recomendación: La semilla del diablo, de Ira Levin


Durante años he estado buscando esta novela. Siempre encontraba ediciones de segunda mano en las librerías de viejo y en las ferias del libro antiguo y de ocasión. Esos ejemplares siempre estaban manoseados, con las esquinas rotas y arrugadas, con anotaciones en algunas páginas. Hace un par de meses DeBolsillo tuvo la gran idea de resucitar este título. A pesar de la horrible portada (no es la que figura aquí: este es uno de los carteles de la adaptación), lo compré.
Me gustaba demasiado la película de Roman Polanski, y antes de esa búsqueda creí que el libro de Ira Levin no respondería a mis expectativas. Algunos elogios de Montero Glez y de José Carlos Somoza a la novela me convencieron. Y, en efecto, el tratamiento sutil de la narración, pese a su factura de best-seller, lo coloca a la altura. La explicación es sencilla: Levin va introduciendo leves pinceladas que sugieren la trama e inquietan al lector. En apariencia no sucede mucho a medida que leemos, pero en el fondo ocurren graves cosas con esos vecinos curiosos y a veces hasta impertinentes. Me recuerda un poco a 1408, ese terrorífico cuento de Stephen King sobre una habitación de hotel que arrastra un pasado de crímenes espeluznantes (está incluido en Todo es eventual).
El "ingenio" de los traductores de antaño obliga a que, aún no conociendo ni el libro ni el filme, uno sepa de qué va. Recordemos que el título original era Rosemary's Baby.

Horas perdidas (La Opinión)

La semana pasada alguien me confesó que prefiere salir de copas en Zamora antes que en Madrid. Lo encuentro lógico, y a mí me sucede lo mismo. Salvo que uno opte por tomarse las cervezas del sábado noche en los garitos de su barrio, lo más común consiste en atravesar la ciudad cada fin de semana; mucha gente lo hace de ese modo: esta vez en Huertas, la próxima en Malasaña, y así. La cuestión es que cada cual vive en una punta de la ciudad, y conviene ir rotando.
Si en una urbe pequeña cuentas con varias ventajas (precios más asequibles, posibilidad de ir siempre a pie, encuentros sin cita previa), en las grandes ciudades son numerosos los inconvenientes. Si quieres salir de tu barrio y vives a las afueras, o muy alejado del centro, necesitas aproximadamente dos horas huecas. Las horas huecas se emplean en este plan: si no tienes coche o rehúsas utilizarlo se emplea la primera hora para ir andando hasta la parada de metro, viajar en un vagón hasta el barrio donde se haya acordado la cita y recorrer algunos metros más o, si tienes coche, para sacarlo del garaje, conducir en medio de un tráfico insoportable, callejear por manzanas desconocidas, buscar aparcamiento y recorrer a pata los kilómetros que distan entre el sitio donde al fin lograste aparcar y el local en el que has quedado; la segunda hora es para lo mismo, a saber, el regreso a casa. Si uno va sin coche, lo más probable es que ya hayan cerrado el metro, pero dispondrá de otras alternativas: buscar un búho, ese autobús nocturno que va lleno de borrachos que se tambalean y se aferran a las barras verticales y horizontales para no caer al piso; buscar un taxi, y gastarse los cuartos en una carrera casi suicida por las calles aún atestadas de coches; buscar la manera de llegar a pie al edificio en el que vive. Otro de los problemas es que uno se va alejando del punto de partida, de la zona en la que quedó con sus conocidos y amigos. Se aleja, y entonces advierte, pongamos a las cinco de la mañana, que la parada de metro más próxima queda lejos, y que no abren sus puertas hasta dentro de una hora, y que no hay búhos por allí o no ha visto ninguno, y que se encuentra a unos treinta minutos de casa, y que no hay forma de atrapar un taxi libre. La última opción es ir caminando, con un ojo puesto en los coches que pasan, para vigilar si hay alguno con la luz verde. Esa segunda hora hueca es la peor, pues a veces se alarga: si uno está lejos de casa, y el metro está cerrado, y no se ven autobuses ni taxis. Cuando alguien está cansado y somnoliento debe añadirle a su fatiga y a su sopor unos sesenta minutos más de lo mismo. No es raro volver en la madrugada en bus, en taxi y luego a pie.
Pero existen otros inconvenientes. Los bares que cierran en torno a las tres de la madrugada, y que obligan a quienes aún tienen cuerda a darse una paliza buscando otro bar, hasta que topan con todas las puertas cerradas o hasta que dan con el garito más ínfimo y caro de la zona. Porque esa es otra: la entrada con derecho a consumición que uno debe pagar en demasiados locales. No sólo sale caro, sino que la consumición, en la mayor parte de los casos, está aguada o proviene de un garrafón. En algunos pubs de madrugada necesitas cumplir varios requisitos para que te permitan acceder al local: no entrar fumando, no llevar zapatillas, pagar un ticket. Cuando uno ha conseguido abrirse camino es posible que la música sea horrorosa para los oídos, que huela a tigre, que la copa sepa a rayos, que los servicios parezcan los pantanos de Louisiana, que no haya manera de hablar salvo a gritos. Es mejor lo sencillo, lo de las ciudades pequeñas. La única pega es que hay menos variantes.

lunes, febrero 13, 2006

Echando el guante (La Opinión)

La voz de una mujer española se oía por toda la calle. Gritaba algo del estilo a: “¡Quieto!” o “¡Párate!”, tapando con su volumen a las demás voces. Era un registro o una detención, o ambas. En una acera estrecha, entre los coches aparcados y la pared de un edificio cultural, había varias personas, protagonistas de la escena. Dicha escena se componía de los siguientes personajes: un español algo grueso, una chica española, un joven marroquí que se estaba quieto, otro joven marroquí que se revolvía como un pez recién cogido, un guardia de seguridad del edificio anexo.
El guardia de seguridad permanecía al lado, cerrando el paso de los chicos por el norte. El sur estaba cubierto por la mujer, y los restantes lados los flanqueaban los coches aparcados y la pared del edificio. Entre el guardia de seguridad (un hombre de alrededor de cincuenta años que se acercó a echar una mano o un ojo) y la chica, uno de los dos marroquíes. Los tres observaban cómo el otro chaval quería escapar, escabullirse, salir pitando. El cuarto hombre intentaba que no se le escurriera, procuraba sujetarlo y apoyarlo sobre un coche. Le ordenaban ambos, la chica y él, que se estuviera quieto. A simple vista parecía que los chicos hubieran robado a los españoles y estos los hubiesen trizado, antes de darse aquellos a la fuga. El moro se revolvía con saña, como si fueran a conducirlo a un paredón para fusilarlo. El forcejeo duró un rato. Ocurría entre un coche y una furgoneta. Uno intentando sujetar al otro, el otro saltando y moviéndose de aquí para allá. El muchacho inquieto logró zafarse. Llevaba una chupa de cuero y, al menearse, quizá al blanco se le resbaló la prenda de los dedos. Salió de entre los dos vehículos con la velocidad propia de quien huye de la policía, corriendo una maratón mientras echaba un ojo atrás, igual que hacen los corredores expertos en los encierros de los toros, en los pueblos. Cuando el español salió, a su vez, en pos del fugitivo, se vio que llevaba un walkie-talkie en una de las manos. Le ordenó a voces que se detuviese. Un transmisor en la mano cambia las cosas y la concepción de la escena: ya no parecen dos civiles sorprendiendo a dos extranjeros por un robo, sino que es una pareja de la secreta intentando cachear a dos camellos de baja estofa. El resto de vendedores (árabes, jóvenes, acostumbrados a pasar doce horas pegados a las esquinas con las manos en los bolsillos y ofreciendo su mercancía) observó la huida. El hombre no tenía pinta de conseguir alcanzar al chico, más delgado, ágil y joven que él. Cruzaron una calle y una plaza y se perdieron más allá. El perseguidor contaba con la desventaja de ir pidiendo refuerzos por el transmisor.
La mujer habló por su walkie-talkie. Después, el guardia de seguridad registró al otro chico: brazos, espalda, torso, ingles, piernas. No había transcurrido un minuto, quizá menos, cuando comparecieron los agentes de policía: dos motos y tres coches. Unos segundos antes de aparecer, todos los camellos (unos quince, en ese momento) se esfumaron, igual que si se hubieran metido debajo de las piedras. Ella estuvo explicando lo ocurrido cuando descendieron de los vehículos. Al poco apareció el perseguidor, en dirección contraria a aquella por la que habían desaparecido. Con las manos vacías y jadeando por el esfuerzo. Metieron al chaval en la parte de atrás de un coche de la policía y se lo llevaron. La pareja de la secreta había pillado a dos muchachos traficando. Diez minutos después, cuando no quedaba un agente, llegaron al lugar tres de esos camellos, discutiendo entre ellos, señalando el lugar, como echándose las culpas de que alguien hubiera arrestado a uno de su cuerda.

domingo, febrero 12, 2006

Tumbas y gatos (La Opinión)

Estas cosas sólo pueden suceder en una ciudad tan conservadora como ésta, siempre en pos de lo correcto, de la opinión de la mayoría. Y me temo que, por deformación felina, voy a ponerme al lado de esas dos o tres señoras que alimentan a los gatos del cementerio de San Atilano. Y no sólo de las que dan de comer a los gatos del camposanto, sino también a las que nutren a los perros vagabundos, a los felinos callejeros, a los peces del río, a todos aquellos animales que, de otro modo, tal vez estarían ahora flacos como juncos o, tal vez, muertos. Para mí ellas representan una especie de Robin Hood con bata de estar por casa: se ganan el repudio de las autoridades y de la gente de bien, pero ayudan a ese pueblo formado por mascotas. Mientras en un lugar en el que se honra a los muertos las autoridades pertinentes quieren exterminar a sus gatos (y, en otras épocas, lo hicieron), o sea, mientras contribuyen a la muerte y acaso la celebran (matar es una forma de celebración de la muerte), dos o tres señoras, por el contrario, contribuyen a la vida, porque dar alimento a los seres vivos es una celebración de la vida. Eso es digno de elogio.
Escribió Antonio Burgos, experto en felinos, estas dos frases que vienen un poco al caso (y tendrán que perdonarme la extensión de ambas): “Un hombre sin gato es un hombre que se pierde una lección continua de elegancia, de armonía, de belleza, de independencia y de humildad, porque si el gato te pone en tu sitio y el perro te halaga, hay quien dice que el ideal para el hombre es vivir con un perro que lo halague y con un gato que lo desprecie” y “De todo el centenario de María Zambrano el mejor homenaje no lo ha organizado ninguna Academia ni facultad de Filosofía. Se lo vienen dando hace años los gatos del cementerio de su pueblo, de Vélez Málaga. María Zambrano era tres cosas: filósofa, republicana y gatuna. Defendió a los gatos como defendió a la República Española. Demostró su valentía en la defensa heroica de los gatos. Tuvo que abandonar su casa de Roma y salir de Italia tras la denuncia de un vecino fascista que odiaba a los gatos, quizá porque en una vida anterior había sido ratón, como dice el proverbio alemán”. Quiero decir con esto que me pongo al lado de aquellos a quienes les gusta que las tumbas de sus antepasados las custodien los gatos. Los felinos suelen cazar ratones y alejar a las ratas. Donde hay un gato, difícilmente encontrará usted roedores. Me parece, pues, más conveniente que las lápidas de mis abuelos las acompañen los gatos que no las ratas, porque de los gusanos no se libra nadie.
Confieso que no voy demasiado al cementerio. Pero conozco a gente que va a menudo, no sólo en las fechas al uso. Cuando lo hago me dedico a observar el devenir gatuno, y sus siestas al sol. Jamás los vi armando ese jaleo que cuentan: parece que hablaran de gorilas en un botellón salvaje, y no de gatos. Los egipcios se enterraban con sus felinos, y los consideraban sagrados. Por desgracia, en esta sociedad exquisita y correcta ya no tenemos nada que ver con los egipcios. No es, desde luego, censurable ni criticable que alguien prefiera las tumbas de los suyos sin gatos que se acuesten sobre ellas o arrebañen una raspa de sardina; cada cual con sus gustos. Pero a mí, en el fondo, y polémicas aparte, me gustaría saber qué opinan los muertos de todo eso. Lástima que no podamos saberlo. Seguro que así, con gatos, se sienten menos solos; sobre todo por la noche. Cuando me toque el turno (y nos tocará a todos: vayan haciéndose a la idea), espero que mi lápida la custodien y protejan decenas de felinos. Que se acuesten encima, se apareen, coman y ronroneen. Que me hagan compañía.

sábado, febrero 11, 2006

Recomendación: Días oscuros, de Steve Niles y Ben Templesmith


He aquí la secuela de 30 días de noche. Los autores de Días oscuros son los mismos: Niles y Templesmith. La obra mejora el original, dado que su trama es algo más compleja. La acción se traslada a Los Ángeles, y los vampiros están hechos de la misma pasta: dentaduras largas y afiladas (no sólo tienen puntiagudos los colmillos), gestos grotescos, brutalidad sin límites. Hay una diferencia: algunos vampiros son menos feroces, menos crueles, que los propios humanos.
Esta vez no nieva, pero los tonos empleados en el ambiente y en los escenarios no difieren demasiado: grises, negros, y el rojo de la sangre de las víctimas, que empapa las páginas y casi parece real.

Aroma de coliflor (La Opinión)

Si existe algún objeto que empieza a heder más que un contenedor de basuras en fiestas es la televisión. Salvando Cuatro, lo demás apesta un poco. Si uno hace una ronda por los canales, a cualquier hora del día, se le saltan las lágrimas. La televisión avanza peligrosamente hacia el festejo cotidiano de la basura. Quiero decir: más que antes, si eso es posible. En las principales cadenas han mezclado la caspa, lo hortera y la salsa rosa con la pérdida de la intimidad y el abandono de la dignidad.
Echemos un vistazo: despropósitos varios y periodismo amarillo y rosa para amantes del cotilleo (“El programa de Ana Rosa”, “El diario de Patricia”, “Corazón, corazón”, “Aquí hay tomate”, “Corazón de invierno”, entre otros); culebrones sudamericanos que incluyen guaperas, macizas, chulos, golfillas, diálogos imposibles y escenarios de cartón, o sea, de todo excepto calidad; bodrios exclusivos para adolescentes que sueñan con ser famosos (“Gran Hermano”, “Operación Triunfo” y demás); espectáculos ínfimos para marujas y solteronas (“¿Cantas o qué?”, o algo así, con una Paula Vázquez que, tras tantas operaciones, ya parece un esqueleto viejo; y eso de “Mira quién baila”, apuesta en la que Anne Igartiburu ha perdido el atractivo que tuvo antaño, sacando a la pista a menear el michelín a gente tan ridícula como la pobre Gema Ruiz, Ángel Garó o Carmen Sevilla); películas de acción protagonizadas por los descerebrados habituales y telefilmes “basados en hechos reales”; el eterno regreso a la patilla de hacha y el pantalón de pana y el galán de sonrisa artificial y peinado con sobredosis de laca (“Cine de barrio” y los subproductos que programan y ya sólo sirven para rellenar huecos y demostrar que, a veces, cualquier tiempo pasado fue peor). Esto sólo provoca cansancio. Enciende uno la televisión un viernes por la noche y, tras comprobar lo que hay, siente deseos de tirarse por la ventana. ¿Cómo no van a irse los chavales de botellón con lo que se cuece en la tele? Apenas se salvan algunas series, como Los Simpson (aunque repiten y repiten sus episodios tan a menudo que uno se exaspera) y algún espectáculo nocturno, léase Buenafuente, y clásicos contemporáneos como “Redes” o los documentales de la segunda cadena. Por fortuna, nos queda Cuatro, cadena para gente joven que apuesta por el llamado revival (reposiciones como “La pantera rosa”, “Friends”, “Humor amarillo” o “Comando G” y, en preparación, “Kung Fú”, “El gran héroe americano” y “V”), por series que hacen furor en Estados Unidos (“House”, “Roma”, “Anatomía de grey”) y por un programa fresco de entretenimiento, “Noche Hache”, y esa sección imprescindible para reírse antes de caer en la cama: las imposturas de “Versión original”.
Según datos de un reciente informe sobre la televisión actual en nuestro país, los jóvenes están reduciendo su habitual dieta de tele para irse a conectar a la red. Prefieren internet, y resulta lógico. En la red hay mucha mierda, pero existe la comunicación y la posibilidad de elegir entre múltiples ofertas. El presidente de Telecinco acaba de decir en el Fórum Europa que se están cargando Televisión Española. Tiene toda la razón: gobierne quien gobierne, la primera cadena siempre olerá a bazofia, y a esos portales antiguos que siempre hieden a coliflor hervida. Pero él tampoco es quién para hablar. Recordemos el desaguisado que ha hecho Telecinco con una de las series más prestigiosas y caras: “Vientos de agua”. En su primera emisión, un martes, programaron dos capítulos. Después la cambiaron a la madrugada del viernes. Y cuando habíamos visto cuatro capítulos la secuestraron. Yo prefiero leer.

viernes, febrero 10, 2006

Recomendación: Torso, de Brian Michael Bendis y Marc Andreyko


Últimamente leo bastantes cómics. Torso es una de las grandes novelas gráficas de los últimos años. Se basa en un caso real: Eliot Ness, tras atrapar a Capone, se traslada a Cleveland. Allí, un asesino en serie tiene aterrorizada a la ciudad: tras matar a sus víctimas, les corta la cabeza, las manos y los pies, para que nadie pueda identificarlas. De ahí que lo bautizaran como "El asesino del torso".
David Fincher prepara la adaptación al cine. Y algunas similitudes tiene con su Se7en. El trabajo de Bendis en la escritura y el de Andreyko en las ilustraciones sorprende. Ambos utilizan material de archivo: así, se combinan con los dibujos en blanco y negro las fotografías reales de algunos edificios, personas, huesos, portadas de periódicos y escenarios del crimen de aquellos años. Es un cómic sólido, oscuro, tenebroso, algo violento, en el que vemos a un Eliot Ness a quien, al principio, las autoridades y los ciudadanos quieren bajar de su pedestal de intocable. Una obra diferente y extraordinaria que ha ganado varios premios y que se cuenta entre las más reputadas de su género. Es posible que lo relea antes de que estrenen la película.

Red de mentiras (La Opinión)

Detuvieron en Portugalete a un hombre que había golpeado e intentado asesinar a una mujer, arrojándola dentro de un contenedor cuando la creía muerta. Se largó de allí, pero la chica estaba viva. Una vez detenido por la policía, salió a flote su historia: llevaba una doble vida. En esa doble vida tuvo relaciones con dos mujeres: salía con ambas. A una de ellas, la española, con quien formaba pareja de hecho, le hizo creer veinte años atrás que trabajaba como profesor universitario. A la otra, brasileña, la engatusó diciendo que era ingeniero de una empresa. Así mantenía una relación doble y, es de suponer, dos empleos ficticios (pues en el periódico en el que leí la noticia no aclaran si trabajaba en algo). Durante un tiempo fue creando una red de mentiras y de excusas: cuando iba con una, a la otra le contaba que debía ausentarse por viajes laborales, y viceversa. Pero una telaraña de mentiras acaba enredándose en los pies, y los agobios de afrontar esa situación por más tiempo le llevaron a intentar asesinar a la brasileña. La mujer cometió el error de confiarle dieciocho mil euros, y esa suma le pareció atractiva, como sucede en las novelas negras de hombres rudos y mujeres fatales, sometidos sus personajes a la atracción por la pasta y el amor.
Leer sobre las dobles vidas siempre nos deja un poco atónitos. A la calidad y cantidad de las coartadas de quienes la soportan se añade la certeza de que incluso el vecino de arriba podría tener una doble vida: por el día, barrendero, y, por la noche, asesino profesional. Por ejemplo. Más personas de las que imaginamos han refugiado sus días en la apariencia. Una cara para la galería y la otra para uno o dos confidentes. Sin ir más lejos, y como acabamos de ver en una gran película sobre dos hombres rudos y enamorados entre ellos: esos hombres que viven una mentira, la de un matrimonio con hijos y un hogar respetable, y, a ratos, una relación con otro macho de su especie. Mi memoria, que es cinematográfica y literaria, me trae algunos casos, inventados y en clave de comedia, o inspirados en hechos reales: en el filme “Mickey y Maude”, Blake Edwards nos mostraba a Dudley Moore en el papel de un bígamo, ahogándose en lo inverosímil de sus argucias y trolas para mantener a dos mujeres, que no saben nada la una de la otra; Claude Chabrol dirigió en los setenta la premiada “Prostituta de día, señorita de noche”, título español que aclara los dos caminos de la doble vida de una chica; Brett Easton Ellis nos dio una novela de ejecutivo diurno y psicópata nocturno en “American Psycho”; o, entre otros muchos ejemplos, esa novela de Emmanuel Carrère, “El adversario”, que recrea una historia real. Pero “El adversario” merece un comentario más extenso, dado que ocurrió de verdad. Un individuo se hizo pasar por doctor de la Organización Mundial de la Salud y brillante financiero durante años, ante los ojos de su familia. Cuando pensaban que estaba en el tajo, el tipo dedicaba la jornada a pasear, ir a los cafés y leerse revistas de medicina para que no le cazaran en un renuncio. Pero Agobiado por las excusas y coartadas, asesinó a su familia e intentó suicidarse, sin lograr esto último. Recordemos los casos de los terroristas que ponen cara de vecinos ejemplares y luego, en la clandestinidad, ponen bombas.
No es casual, dadas estas historias extraídas de los periódicos y de la literatura y del cine, que a menudo nos preguntemos si tal o cual persona, un vecino, un amigo, soportarán los estragos físicos y emocionales de acarrear una doble vida. Porque, a lo que parece, no debe ser muy distinto a la proeza de cargar con el propio ataúd. Al final es uno mismo quien cae por culpa de sus enredos.

jueves, febrero 09, 2006

Paraíso perdido (La Opinión)

Es una de esas noticias que escasean. Es decir, en la forma supone una buena noticia, pues versa sobre aspectos que no incluyen odio, sangre, pólvora, explosiones. Por esa razón debemos aprovecharla, releerla con placer, alegrarnos por cuanto vemos en las fotos. Observar una y otra vez las imágenes que nos han mostrado. No ocurre todos los días. Se trata del hallazgo de esa especie de paraíso, de Jardín del Edén, situado en la selva de las montañas de Papúa, en Indonesia. Allí han encontrado unas treinta especies de animales y plantas. En los medios de comunicación las tratan, quizá erróneamente, de “nuevas especies”. No son nuevas, son más viejas que el hombre. Querrán decir que son nuevas para nosotros, para los seres humanos. Pero en los medios siempre sitúan al hombre como centro del universo. Así nos va.
Once científicos atravesaron la selva, guiados en su periplo por dos aborígenes de la zona, como en las novelas de aventuras de Julio Verne. Los nativos no suelen adentrarse en esos rincones, pues alegan que, alrededor de sus poblados, tienen todo lo necesario para vivir. Entre las especies encontradas hay mariposas, sapos y ranas, pájaros y mamíferos que, pensaron, estaban extinguidos, como el canguro dorado de manto de árbol. También es el caso del ave perdido del paraíso, que han bautizado “Comedor de miel”; hacía años que el hombre no había visto uno, salvo ejemplares muertos o enjaulados. Y aún les quedan especies por descubrir, ha adelantado uno de los naturalistas. Sólo es la punta del iceberg, dice. En breve regresarán a las selvas, ansiosos por fotografiar, catalogar, investigar. Ver las fotografías de estos animales y plantas relaja; por la gama de colores y tonos exóticos que presentan, por la rareza de las formas y los tamaños de algunas ranas y erizos, por la tranquilidad que parece cobijarse en estas criaturas, por el atractivo de una tierra paradisíaca en el que viven a sus anchas, ajenos al hombre y al ruido del mundo.
Pero la buena noticia contiene, por supuesto, su parte mala, negativa. Aquellos son territorios vírgenes, no explorados antes. El hombre no había puesto sus pies en ellos; salvo algunos nativos, suponemos; y a los nativos les falta la curiosidad científica, el equipo para hacer fotos y clasificar especies, el afán de descubrimiento, la ambición de atrapar cuanto no conocen. Aseguran los naturalistas de la expedición que los animales que han visto no conocían al hombre. No se espantaban de ellos, no huían. Se mueven sin sobresaltos, ignorantes de la amenaza que suele suponer el ser humano. La buena noticia, pues, supone ver una tierra natural sin huellas del hombre, un paraíso perdido en el que las especies vagan y viven a su antojo, fuera de los peligros que acarreamos. La mala noticia, por tanto, es saber que volvemos a poner los pies en lugares que estaban mejor sin nuestras visitas. Aunque sea por conocimiento científico. La mala noticia es que en el planeta van quedando menos rincones por explorar. Los animales descubiertos no se asustan del hombre porque ignoran sus fechorías. Con el tiempo, es probable que aprendan a desarrollar otro instinto: el del recelo hacia los mamíferos que caminan sobre dos patas. En cuanto irrumpe el hombre en este tipo de parajes, sale a flote una palabra maldita: extinción. Copio esto de un periódico: “Un tercio de los anfibios, una cuarta parte de los mamíferos y uno de cada ocho pájaros está bajo amenaza de extinción”. Algo, prosigue el reportaje, sólo comparable a la extinción de los dinosaurios. Las especies que habitan esas selvas de Papúa han vivido ajenas a nuestro ruido y furia. Se les acabó la suerte.

miércoles, febrero 08, 2006

Pluma y espada (La Opinión)

De nuevo corroboramos que la pluma es más dañina que la espada, o, al menos, que ofenden más las palabras y los dibujos que las balas y las bombas, pese a que éstas causen muertos y heridos. Lo vimos en su momento con Salman Rushdie, valiente escritor que no quiso callarse. Lo vemos ahora con las caricaturas de marras, esas que están provocando incidentes internacionales, violencia a granel y un aumento del odio. Es un caso, como todos sabemos a estas alturas, en el que han chocado dos trenes a los que se intenta descarrilar con frecuencia, intentando que varíen su rumbo: la libertad de expresión y el respeto a las creencias religiosas. No voy a entrar en demasiadas valoraciones, salvo, si se me permite, un apunte: cualquier excusa es buena para que los musulmanes la preparen y manifiesten su odio a los infieles mediante el derramamiento de sangre y la algarada. Hoy son las viñetas, mañana será otra cosa. (Anotar, por otra parte, que el director del periódico danés que ha publicado los dibujos rechazó publicar caricaturas de Jesucristo por considerarlas ofensivas).
Lo que me interesa comentar aquí es esa certeza que apuntaba al principio: el daño que puede hacer una caricatura, un artículo, un poema, un dibujo. A usted pueden hacerle una viñeta que le ridiculice, y puede darle un puñetazo al autor en los morros: aunque le duela, a él se le pasará el dolor y el moretón con el tiempo; su dibujo, en cambio, perdurará. Y eso duele el doble, no lo dude. La historia recordará siempre las irónicas palabras de Oscar Wilde, pero no los escarnios de sus jueces ni las humillaciones públicas para derrotarlo. Por eso sigue siendo más efectiva la pluma que la espada, algo incomprensible para algunos pueblos del planeta.
Ya sé que no es lo mismo ni de lejos pero, a otra escala, conozco los efectos de las viñetas en algunas personas. Las caricaturas contienen un elemento imprescindible, a mi juicio: que, para ser eficaces, deben deformar la realidad, exagerar las situaciones y las caras de las personas, darnos otro matiz de cuanto sucede en el mundo, como si lo estuviéramos viendo en los espejos deformantes de un circo antiguo. Tuve discusiones, en el pasado, por culpa de mis dibujos. En un periódico semanal en el que trabajé hace años me encargaron las caricaturas de los entrevistados de la última página. Y apliqué una característica esencial: deformar la realidad, o sea, los rostros de los entrevistados. Al tipo que tenía una nariz algo grande, se la agrandaba aún más con el lápiz o con el rotulador. A la señora con arrugas le pintaba más arrugas y más cara de pena. En ese plan. No tardaron algunos en transmitirle sus quejas a quienes les habían hecho las entrevistas. Y me las hicieron saber. Decían que ellos no eran así, que éste no tenía la nariz tan grande ni aquella la cara tan vieja, etcétera. Que no se parecían. El problema estaba en que creyeron que les iba a hacer una especie de retrato; y los retratos suelen ser favorecedores, o al menos se exige cierta fidelidad con el retratado, cierto parecido (salvo si el dibujo es picasiano y le ponemos las orejas en la frente). La caricatura es lo contrario y, más allá de las creencias religiosas, hay que tener humor y deportividad para aceptarla. En la universidad, harto de que un tipo me pidiera una caricatura de su jeta, por fin la hice. Los alumnos que la vieron estallaron en carcajadas y me felicitaron. El fulano se ofendió, claro. No debemos olvidar que algunas personas y ciertas culturas carecen de humor, y son capaces de matar si se ataca a sus dioses. En cualquier caso la reacción de los islamistas, violentísima, es muy exagerada. Deberían devolver el golpe con la pluma, y no con la espada. Eso sí sería inteligente.

martes, febrero 07, 2006

Recomendación: Desayuno en Tiffany's, de Truman Capote



Para mitigar la espera del estreno de la película sobre ese maestro de la sutileza llamado Truman Capote, leo una de sus novelas míticas, Desayuno en Tiffany's.

He tardado en leerla porque la adaptación de Blake Edwards con Audrey Hepburn y George Peppard se cuenta entre mis películas favoritas, y uno suele tener miedo de que le cambien sus iconos. ¿Qué se puede decir del libro? Sólo que es una pequeña joya. A través de unas cien páginas asistimos atónitos a la construcción de ese personaje inolvidable, Holly Golightly, una joven muy chic que vuelve locos a los hombres. El final de la novela contiene los mismos elementos que el clímax del filme (calles llenas de lluvia, un gato sin nombre, una mujer que huye: uno de los finales más románticos de la historia del cine, qué duda cabe), pero uno y otro se apartan en sus conclusiones.

Los diálogos son una delicia. Las frases de Holly, que aparecen en ambas obras, son para enmarcarlas. De muestra, un par de ejemplos: "Necesitarás unos cuatro segundos para ir de aquí a la puerta. Te concedo dos" y "Para leer esta clase de cartas hay que llevar los labios pintados".

Paisajes urbanos perdidos (La Opinión)

Estuve caminando por la calle Santa Clara, por curiosidad y porque me caía de paso. Ya conté que sentía deseos de ir por allí para echarle un vistazo a las obras. No suelo observar las obras del mismo modo que lo hacen los jubilados, quienes permanecen clavados al suelo durante un rato en el que examinan, con paciencia de amanuenses, la marcha de las máquinas y el tamaño de los socavones; prefiero mirarlas sin detenerme. Sobre todo porque las obras, al fin y al cabo, son entre ellas muy parecidas. Santa Clara está destripada, abierta en canal, para desgracia de comerciantes y vecinos. Tendrán que soportar varios meses de padecimientos y ruidos, como yo los soporté mucho antes de mudarme a Madrid, cuando las máquinas y los operarios sacaron al exterior las entrañas de la Plaza del Cuartel Viejo y sus alrededores. Quienes peor lo llevan, me consta, son las personas de la tercera edad, amén de quienes utilizan muletas o sillas de ruedas en sus desplazamientos cotidianos. Uno podría resistir la tortura de las calles abiertas (en Madrid es el caldo diario, la pesadilla urbana con la que nos tropezamos en cada esquina), si el resultado fuera óptimo. Pero, en el caso de la Plaza del Cuartel Viejo, ya lo ven: aquello es artificial, descolorido y algo feo.
Algunos tramos de Santa Clara ni siquiera han sido abiertos. Y lo único que llama la atención, pues no hay otra cosa que suelo levantado y vallas, es la Plaza de Hacienda. Arrasada casi en su totalidad, sólo queda de ella la escultura y una palmera solitaria, o quizá dos. No es que yo pertenezca a Los Verdes, o algo así, pero comprobar que un lugar emblemático, con jardines y árboles, ha sido destrozado por completo me llena de inquietud. Porque significa que, donde hay un político, siempre se agazapa un proyecto en el que nos cargamos los bosques, los jardines públicos, los parques, los arbustos, la hierba. Incluso aunque esa plaza quede mejor tras la remodelación, esas zonas naturales ya no existen. Como dejaron de existir otras: en San Martín de Arriba, en una de las márgenes del Duero, en la misma Plaza del Cuartel Viejo.
Sean las obras para bien o para mal, a quienes nos gusta nuestra ciudad nos deja un poco fríos encontrarnos con jardines, plazas o calles que ya no existen. Nos entusiasmaran o no, uno coge cariño a ciertos rincones. Ese banco en el que, sentados, una vez aguardamos a alguien, que llegaba con retraso a la cita. Esos árboles de altura mediana, bajo cuyo ramaje jugábamos en la infancia. Esa fuente pública de cuyo caño débil y de agua tibia, por el calor, bebimos y saciamos la sed en un día de verano. Ese recodo en el que una tarde nos tropezamos porque la piedra estaba levantada. Ese jardín al que llevamos a un perro, antes de que comenzara la época de las prohibiciones y los controles exhaustivos. Esa acera en la que una noche nos detuvimos, tras topar con una vieja amistad. Estos recuerdos, sean reales o inventados, pertenecen a muchas personas. Quiero decir que los habitantes de una ciudad cobijan en su memoria múltiples momentos relacionados con los paisajes urbanos: con un parque, una plaza, una esquina, un callejón, la puerta de un bar, un banco de madera. Y por eso, cuando las máquinas rasgan algunas zonas de la ciudad en la que uno ha crecido, no sólo sufre los rigores de las mismas, sino que debe contemplar, con algo de amargura, cómo se llevan esos pedazos de piedra y de naturaleza, que estaban asociados a determinados instantes de su vida. Así son las cosas, y esperemos que el resultado no nos defraude, aunque suele ser la decepción lo que nos carcome una vez acaban las obras.