Un alto número de narraciones literarias y cinematográficas comienza con un fulano que recuerda, que se asoma a las ventanas desde las que atisbar el pasado, o los jirones del pasado. Es así porque a diario nos sucede igual, hasta el punto de que, sin memoria, no resulta fácil vivir. Contemos una de estas.
El narrador (en este caso, yo mismo) está recuperando una serie vieja, inventada y producida por Steven Spielberg. Una serie de episodios cortos, muy imaginativos, a medio camino entre el humor y la fantasía: “Amazing Stories” (“Cuentos asombrosos”). Data de los ochenta y, en los capítulos ambientados en esa década, se advierte mejor que en otros documentos la estética levemente horterilla de aquellos maravillosos años: peinados voluminosos, camisas que hoy se nos antojan vergonzosas, cazadoras de estilo yanqui, calcetines blancos bajo las perneras de los vaqueros, música pegadiza y pop. Las imágenes lo empujan a recordar esos años en Zamora. Por supuesto, no le llega a la cabeza como fue, sino como lo recuerda, que es algo subjetivo y muy distinto para cada persona. En esos tiempos, de juventud y rebeldía, lo más “enrollado” (admito mi odio hacia esta palabra, que suena fatal) entre los chavales era ir a las discotecas como Niton’s, Mandrágora y Ramsés II. En el interior y a la salida de las discotecas solía haber peleas. Celebrábamos botellones clandestinos cuando pocos lo hacían. Estaban de moda las fiestas en los garajes de los padres, en las casas antiguas de los familiares que se iban de viaje, en locales vacíos en los que sólo había una barra provisional de madera y montículos de arena para cuando los obreros adecentaran el interior. Los amores adolescentes se iban cociendo en los bancos y jardines de La Avenida, bajo las sombras de los árboles y la cantinela de los pájaros. Los amigos nuevos se reclutaban al llegar al instituto o en las salas de recreativos. Pasábamos más horas en la calle que en casa. La gente se citaba con varios días de antelación, y no enviaba un mensaje diez minutos antes para anunciar que le sería imposible acudir: carecíamos de teléfonos móviles. Estaban de moda los pañuelos de Levi’s, para ponerse al cuello o en las muñecas, y se escuchaba más música rock española que ahora. En las calles no era raro caminar esquivando boñigas despachurradas. Tampoco era raro que las pandillas se adjudicaran el nombre del barrio donde nacían: los de Los Bloques, los de Pinilla, los de San Atilano, los de San José Obrero. Nombres cuya evocación contenía algo de peligroso, como si los chavales de allí se hubiera entrenado en una vida sórdida y dura.
Algunos nos hicimos peinados que eran una mezcla de melena ochentera de Bowie y cabellera de gitano. Vestíamos chupas vaqueras ajustadas, y beisboleras, igual que si estudiáramos en Harvard. O quedábamos en zonas que, después, el progreso y el lógico avance de la ciudad nos arrebataban: aquel muro de un metro de altura que bordeaba un jardín, o un banco del parque, o esa fuente hoy desaparecida. Nos gustaba la presencia ferroviaria, sigilosa y manchada de vómitos y graffiti de la máquina del tren, en el parque de La Marina. En los garitos, en el ligue, los muchachos sacaban a las chicas a bailar un agarrado, siempre que en los altavoces sonaran “Sabor de amor”, “Every Breath You Take” y “Ojos de hielo”, algo seguramente impensable en la actualidad, porque casi hemos aprendido, con Mailer, que “Los tipos duros no bailan”. Se oía en los bares a Loquillo, Dinamita Pa’ Los Pollos, Hombres G, Los Rebeldes, The Refrescos, Depeche Mode, Héroes del Silencio, Duncan Dhu, Los Nikis, La Frontera. La ciudad era más oscura, pobre e inhóspita. Pero nos gustaba más.