El martes, en acto oficial y matutino, el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, y la Ministra de Cultura, Carmen Calvo, visitaron el Nuevo Teatro Valle-Inclán, cuya apertura está prevista para hoy, con el estreno de “Divinas palabras” (una correcta elección, a cargo de Gerardo Vera). Este teatro se ubica junto a la Plaza de Lavapiés, lo cual significa que me queda cerca de casa. Cuando Ruiz-Gallardón y Calvo aparecieron por allí les esperaban algunos vecinos del barrio, dispuestos a pitar, ponerles pancartas ante las narices y abuchearlos. Dicen que eran jóvenes preocupados por lo que, de momento, es la política del entorno, a saber: un centro de salud menos digno que el que podríamos encontrar en una ciudad pobre asolada por la guerra, calles contaminadas por camellos de baja estofa, borrachos y suciedad, reyertas continuas y demasiado ruido. El alcalde prometió un lavado de cara al barrio y, hasta ahora, lo único que ha hecho es preparar el teatro para la gente de bien (no me considero gente de bien, pero trataré de ir a algún estreno). Ambos políticos manifestaron, en sus declaraciones, que esta apertura supondrá un acierto. Al referirse al teatro y al barrio soltaron palabras como concordia, reflexión, esperanza, entendimiento. La cultura, desde luego, puede suponer cierta cercanía entre los pueblos; pero a los delincuentes del entorno se la sopla que haya un teatro o veinte. Se advierte, así, que ni Ruiz-Gallardón ni Calvo conocen el barrio y sus cuitas. El primero, aunque me cae mejor que la segunda, tiene la ciudad agujereada y patas arriba y hemos perdido la cuenta de los árboles que ha exterminado. La segunda actúa en materia cultural como los cangrejos: lo suyo es el retroceso. Una vez asistí a un acto literario en el que soltó un discurso: el contenido superfluo del mismo reflejaba que, de donde no hay, no se puede sacar. Los abucheos del martes los escuché desde casa, pero al asomarme al balcón sólo vi una esquina del teatro y un grupo de gente armando algo de escándalo.
Esa misma mañana acababa de leer en este periódico los abucheos que los alumnos de la Escuela de Arte le dedicaron al alcalde de Zamora, Antonio Vázquez, en protesta por su traslado temporal a otro centro mientras acometen las obras para convertir el Castillo en Museo de Baltasar Lobo. Lo cual demuestra que aún quedan jóvenes, en la provincia, capaces de salir a la calle con espíritu de lucha. Los rumores dicen que el alcalde, quizá ebrio de éxitos, procedió a insultar a los alumnos. No albergo demasiadas dudas: no es la primera vez que oímos que el edil planta cara con sus palabras a algún ciudadano, con un par. Hubo, pues, pancartas y silbidos, que no le afectarán demasiado porque la mayoría de sus votantes ronda la tercera edad.
De modo que tuve un día de abucheos. Abucheos vistos y abucheos leídos en las noticias. Son una circunstancia añadida a los gajes del oficio de cualquier político, igual que las críticas, los reproches y las caricaturas. Haga lo que haga, nadie tendrá a todo el mundo a su favor: siempre habrá que soportar los abucheos. Y, si no saben aguantarlos, que se hubieran metido a mineros o a pastores. Porque la dignidad está en saber asumirlos con entereza. En televisión lo hemos visto a menudo. La norma general es que el abucheado ponga cara de póquer, tire para adelante y, de paso, tuerza una comisura de la boca, en amago de sonrisa, como queriendo expresar que se la traen al fresco esos abucheos y silbidos. Suele callarse y soportar el chaparrón, hasta que amaine o él desaparezca en un coche. Por lo que uno lee en las noticias y ve en las fotos, en Madrid los abucheados estuvieron a la altura. No así en Zamora.