La voz de una mujer española se oía por toda la calle. Gritaba algo del estilo a: “¡Quieto!” o “¡Párate!”, tapando con su volumen a las demás voces. Era un registro o una detención, o ambas. En una acera estrecha, entre los coches aparcados y la pared de un edificio cultural, había varias personas, protagonistas de la escena. Dicha escena se componía de los siguientes personajes: un español algo grueso, una chica española, un joven marroquí que se estaba quieto, otro joven marroquí que se revolvía como un pez recién cogido, un guardia de seguridad del edificio anexo.
El guardia de seguridad permanecía al lado, cerrando el paso de los chicos por el norte. El sur estaba cubierto por la mujer, y los restantes lados los flanqueaban los coches aparcados y la pared del edificio. Entre el guardia de seguridad (un hombre de alrededor de cincuenta años que se acercó a echar una mano o un ojo) y la chica, uno de los dos marroquíes. Los tres observaban cómo el otro chaval quería escapar, escabullirse, salir pitando. El cuarto hombre intentaba que no se le escurriera, procuraba sujetarlo y apoyarlo sobre un coche. Le ordenaban ambos, la chica y él, que se estuviera quieto. A simple vista parecía que los chicos hubieran robado a los españoles y estos los hubiesen trizado, antes de darse aquellos a la fuga. El moro se revolvía con saña, como si fueran a conducirlo a un paredón para fusilarlo. El forcejeo duró un rato. Ocurría entre un coche y una furgoneta. Uno intentando sujetar al otro, el otro saltando y moviéndose de aquí para allá. El muchacho inquieto logró zafarse. Llevaba una chupa de cuero y, al menearse, quizá al blanco se le resbaló la prenda de los dedos. Salió de entre los dos vehículos con la velocidad propia de quien huye de la policía, corriendo una maratón mientras echaba un ojo atrás, igual que hacen los corredores expertos en los encierros de los toros, en los pueblos. Cuando el español salió, a su vez, en pos del fugitivo, se vio que llevaba un walkie-talkie en una de las manos. Le ordenó a voces que se detuviese. Un transmisor en la mano cambia las cosas y la concepción de la escena: ya no parecen dos civiles sorprendiendo a dos extranjeros por un robo, sino que es una pareja de la secreta intentando cachear a dos camellos de baja estofa. El resto de vendedores (árabes, jóvenes, acostumbrados a pasar doce horas pegados a las esquinas con las manos en los bolsillos y ofreciendo su mercancía) observó la huida. El hombre no tenía pinta de conseguir alcanzar al chico, más delgado, ágil y joven que él. Cruzaron una calle y una plaza y se perdieron más allá. El perseguidor contaba con la desventaja de ir pidiendo refuerzos por el transmisor.
La mujer habló por su walkie-talkie. Después, el guardia de seguridad registró al otro chico: brazos, espalda, torso, ingles, piernas. No había transcurrido un minuto, quizá menos, cuando comparecieron los agentes de policía: dos motos y tres coches. Unos segundos antes de aparecer, todos los camellos (unos quince, en ese momento) se esfumaron, igual que si se hubieran metido debajo de las piedras. Ella estuvo explicando lo ocurrido cuando descendieron de los vehículos. Al poco apareció el perseguidor, en dirección contraria a aquella por la que habían desaparecido. Con las manos vacías y jadeando por el esfuerzo. Metieron al chaval en la parte de atrás de un coche de la policía y se lo llevaron. La pareja de la secreta había pillado a dos muchachos traficando. Diez minutos después, cuando no quedaba un agente, llegaron al lugar tres de esos camellos, discutiendo entre ellos, señalando el lugar, como echándose las culpas de que alguien hubiera arrestado a uno de su cuerda.