Estas cosas sólo pueden suceder en una ciudad tan conservadora como ésta, siempre en pos de lo correcto, de la opinión de la mayoría. Y me temo que, por deformación felina, voy a ponerme al lado de esas dos o tres señoras que alimentan a los gatos del cementerio de San Atilano. Y no sólo de las que dan de comer a los gatos del camposanto, sino también a las que nutren a los perros vagabundos, a los felinos callejeros, a los peces del río, a todos aquellos animales que, de otro modo, tal vez estarían ahora flacos como juncos o, tal vez, muertos. Para mí ellas representan una especie de Robin Hood con bata de estar por casa: se ganan el repudio de las autoridades y de la gente de bien, pero ayudan a ese pueblo formado por mascotas. Mientras en un lugar en el que se honra a los muertos las autoridades pertinentes quieren exterminar a sus gatos (y, en otras épocas, lo hicieron), o sea, mientras contribuyen a la muerte y acaso la celebran (matar es una forma de celebración de la muerte), dos o tres señoras, por el contrario, contribuyen a la vida, porque dar alimento a los seres vivos es una celebración de la vida. Eso es digno de elogio.
Escribió Antonio Burgos, experto en felinos, estas dos frases que vienen un poco al caso (y tendrán que perdonarme la extensión de ambas): “Un hombre sin gato es un hombre que se pierde una lección continua de elegancia, de armonía, de belleza, de independencia y de humildad, porque si el gato te pone en tu sitio y el perro te halaga, hay quien dice que el ideal para el hombre es vivir con un perro que lo halague y con un gato que lo desprecie” y “De todo el centenario de María Zambrano el mejor homenaje no lo ha organizado ninguna Academia ni facultad de Filosofía. Se lo vienen dando hace años los gatos del cementerio de su pueblo, de Vélez Málaga. María Zambrano era tres cosas: filósofa, republicana y gatuna. Defendió a los gatos como defendió a la República Española. Demostró su valentía en la defensa heroica de los gatos. Tuvo que abandonar su casa de Roma y salir de Italia tras la denuncia de un vecino fascista que odiaba a los gatos, quizá porque en una vida anterior había sido ratón, como dice el proverbio alemán”. Quiero decir con esto que me pongo al lado de aquellos a quienes les gusta que las tumbas de sus antepasados las custodien los gatos. Los felinos suelen cazar ratones y alejar a las ratas. Donde hay un gato, difícilmente encontrará usted roedores. Me parece, pues, más conveniente que las lápidas de mis abuelos las acompañen los gatos que no las ratas, porque de los gusanos no se libra nadie.
Confieso que no voy demasiado al cementerio. Pero conozco a gente que va a menudo, no sólo en las fechas al uso. Cuando lo hago me dedico a observar el devenir gatuno, y sus siestas al sol. Jamás los vi armando ese jaleo que cuentan: parece que hablaran de gorilas en un botellón salvaje, y no de gatos. Los egipcios se enterraban con sus felinos, y los consideraban sagrados. Por desgracia, en esta sociedad exquisita y correcta ya no tenemos nada que ver con los egipcios. No es, desde luego, censurable ni criticable que alguien prefiera las tumbas de los suyos sin gatos que se acuesten sobre ellas o arrebañen una raspa de sardina; cada cual con sus gustos. Pero a mí, en el fondo, y polémicas aparte, me gustaría saber qué opinan los muertos de todo eso. Lástima que no podamos saberlo. Seguro que así, con gatos, se sienten menos solos; sobre todo por la noche. Cuando me toque el turno (y nos tocará a todos: vayan haciéndose a la idea), espero que mi lápida la custodien y protejan decenas de felinos. Que se acuesten encima, se apareen, coman y ronroneen. Que me hagan compañía.