Veo con frecuencia, por el barrio, a un grupo de alcohólicos. Y me refiero a alcohólicos de verdad, embaucados por la botella, aunque algunos confundan a estos con los borrachos de fin de semana. Se hace duro verlos soplando vino de cartón a las ocho de la mañana, a las doce del mediodía, a las tres de la tarde, a las once de la noche. Un día, ya lo he contado aquí, se me acercó un tipo con los ojos de quien habita el filo de la navaja, y me pidió suelto para un tetrabrik de vino, que es lo único que quería de la vida: beberse su vino como si fuera agua, sujetarlo entre las manos igual que un cáliz sagrado. El alcohol destruye tanto como la droga, sólo que los síntomas son diferentes: el tío atado a la aguja parece un fantasma compungido de tristeza; el tío atado a la botella suele parecer festivo, las más de las veces. Este grupo no sólo se alimenta del aire y del vinazo de mala calidad: también de litronas, de latas de cerveza. No es raro encontrar a alguno de ellos haciendo cola en el supermercado, con una caja de birras bajo el sobaco, para luego repartírselas entre unos cuantos y saciar el síndrome. Recuerdo que a aquel tipo que digo le di unas monedas. No se puede negar calderilla a quien padece la tortura del mono. Por lo general, cuando alguien nos convence por la calle de que le demos una limosna, alegando que tiene hambre o que necesita fondos para una pensión o para coger el autobús, solemos decir (las señoras lo hacen mucho): “Toma, pero que no sea para droga”. Advierto ahora que es un error. Es como si a un muerto de hambre le das un billete y le dices que no compre comida. Lo primero es la necesidad básica que cada uno lleve a cuestas.
De entre ese grupo, formado en su mayoría por hombres barbados y con gorros de lana en la cabeza, destaca una mujer. Destaca por ser la única y, además, porque, según me parece, es quien peor lo pasa. A menudo se oyen por el barrio sus lamentos, sus estremecedoras palabras que nadie entiende. Habla igual que si le hubieran llenado la boca de piedras y el resultado de sus monólogos fuese una jerga ininteligible, saturada de algo que se asemeja a las súplicas. No se entiende una palabra, y eso convierte su cháchara continua en una tortura, porque no sabemos lo que quiere, aunque intuimos lo que pide y lo que necesita. Es probable que sólo lo sepan los hombres vagabundos y alcoholizados que la acompañan.
Dicha mujer protagoniza algunas de las escenas más grotescas y tristes del barrio. No es raro caminar por la calle y ver una ambulancia, bañando los adoquines, las paredes y las caras con sus luces de emergencia, y a dos o tres enfermeros atendiendo a esta mujer. En algunas ocasiones está tumbada en un banco, gritando esas palabras incoherentes. En otras, está tirada en el suelo, y uno nunca sabe si ya dio su paso final o si aún pueden salvarla, o si padece el síndrome de abstinencia. Creo que es esto último. Sin embargo, la escena más cruda y repetida es la siguiente: a ella le entra una especie de tembleque, y farfulla todo ese catálogo de palabras y lamentos (ignoro si es un ataque de epilepsia, aunque lo dudo porque quienes lo sufren suelen morderse la lengua), y alguien suele ponerse encima y sujetarla, hasta que se calma. Un día uno de los tipos, mientras ella estaba sentada en un banco, se puso a horcajadas sobre su cuerpo, y la sujetó con sus manos y sus piernas, y de lejos parecía la escena de un ataque sexual. No era así. La estaba calmando de sus convulsiones. No es mi intención hacer demagogia. Cada uno que haga lo que quiera con su organismo. Pero es una lástima que el hombre caiga en estos abismos.