jueves, noviembre 30, 2006

El guardián (y 2)


Como dijimos hace unos días, Alianza Editorial reeditó El guardián entre el centeno con una traducción revisada por Carmen Criado. Pues bien, ya he leído el libro y, a mi juicio, esta revisión mejora el texto. No olvidemos que la novela se publicó en España a finales de los 70. Supongo que la moral de entonces impidió que aparecieran tacos en el libro (que sí están en el original en inglés), y ahora abundan los "hijoputas", los "hijo de puta" y los "imbéciles", entre otros. Por ejemplo, en la antigua traducción, Holden encontraba pintadas en las que ponía "J...". Si uno mira ese párrafo en inglés, pone "Fuck you" y en esta versión nueva lo han traducido, por fin, sin miedo a la censura social: "Que te jodan". Algunas otras expresiones chirrían porque uno se había acostumbrado a las antiguas: como cuando el protagonista llama a Ackley ("Ackley, tesoro"), que la traductora ha cambiado por "Ackley, criatura"; de todas formas, en el original dice "Ackley kid", de modo que es una interpretación libre.

Recomiendo esta edición, sin duda. Me parece más libre, más acorde con la realidad, con un chaval que dice tacos y un texto que es más moderno de lo que pensábamos.

Trío de calaveras (La Opinión)

Voy a hacer un recado y tomo el metro pero, al salir de la tienda, decido regresar a casa caminando. Es un largo paseo. Hay que atravesar una glorieta, recorrer interminables aceras y grandes avenidas, cruzar muchísimas calzadas, esquivar las innumerables obras y socavones de la ciudad. Antes que el metro, prefiero las caminatas para estirar las piernas, tomar aire y tropezarme con escenas curiosas. Es una opción sana. La mañana está fría y, en los atascos, los conductores aporrean el claxon como si le estuvieran partiendo la cara al tipo que provocó el último caos circulatorio. Atisbo un poco de todo: hombres y mujeres que van a la compra, policías que salen de sus coches, trabajadores con la fatiga impresa bajo los ojos, ejecutivos con maletín y el aire en el pelo a causa de sus andares veloces y estresados, prostitutas hablando en corro, docenas de mendigos. Tengo los ojos en alerta, por si pudiera capturar alguna sabrosa imagen antes de entrar en casa. Recuerdo, entonces, que en la tarde anterior vi, en zona céntrica, a un individuo de barba negra y cabello revuelto que conversaba con una motocicleta aparcada. Han leído bien: conversaba con la moto, o estaba a mitad de monólogo porque dudo que el vehículo le respondiera. La trataba como tratamos a una mascota que acaba de orinarse en un lugar inconveniente; como si le hablara a un perro que acaba de mear en el sofá, en su intento de regañarle o de convencerle de algo. Le decía: “Vamos a ver… ¿de quién es la moto? ¿Eh? ¿De quién es la moto? ¿Eh?” Los transeúntes se quedaban mirando. No alcancé a oír más, porque absorbo esta clase de situaciones con suma discreción. Pero el hombre siguió soltando su discurso.
Digo que voy con los ojos en alerta. Y, al cruzar una calle cuando el semáforo está en verde, oigo un vozarrón, fastuoso en carrasperas y antiguas borracherías (y ustedes perdonen la blasfemia): “¡Mecagoendiós, eso son piernas, y no lo de David Beckham!” Se lo han dicho a una chica con falda que cruza por el paso de cebra. El autor del comentario esboza sonrisa de granuja. Y su estampa es la pepita de oro que andaba buscando: va montado en una vespa antigua. El vehículo ostenta como dos millones de adornos y florituras. A la distancia desde la que miro, no soy capaz de distinguir qué es lo que le cuelga a la moto: parece una mezcla confusa y abigarrada de chapas, pegatinas, pins, colgantes y baratijas. Imaginen los adornos más barrocos de una tienda de antigüedades, y pónganlos juntos y apretados en una vespa, en los manillares, en los espejos. El nota usa casco, y el casco enmarca una cara con una barba que parece una tempestad, y uno juraría que de ella incluso asoman los cangrejos y las botellas con mensaje dentro. Es mofletudo y de mediana edad, y ríe tras haber soltado la frase en voz alta. Un cromo, oiga. La gente se detiene a mirarlo.
Apenas unos minutos después, otra escena. Háganse el cuadro. Acera estrecha. Con cafeterías, un bar, un establecimiento de kebab, un teatro, tres o cuatro portales, un garaje, una discoteca. En medio de un tramo de esa acera, dos ciudadanos y dos policías hacen corro. Al pasar, veo lo que ven. Es un hombre tirado en el suelo. Boca abajo. Uno de sus brazos parece servirle de almohada. Al principio creo que es un borracho descansando la curda. Pero advierto dos detalles únicos: viste la chaqueta azul de una empresa de limpieza, con las letras bordadas en la espalda; y, cerca de la mano, hay una espátula. El hombre estaba trabajando. Pero esboza una sonrisa, en su sueño. La pregunta es: ¿Estaba currando y se desmayó? O, ¿estaba bebido en el trabajo y decidió echarse una siesta? Me alejo, pensando: Prefiero no saberlo.

miércoles, noviembre 29, 2006

El demonio te coma las orejas, en pdf


Mi colega David González ha colgado esta noticia en su blog (copio y pego):

Me comunican los responsables de la web MLRS, que ya se puede leer y descargar gratuitamente uno de mis primeros poemarios: El demonio te coma las orejas. En su edición en papel fue publicado allá por el año 1997 por la Asociación Cultural Crecida, de Ayamonte, en Huelva.

Que nadie se lo pierda; yo conozco todos (o casi todos) los poemas, contenidos en la antología El amor ya no es contemporáneo.

Félix Romeo: Explorando el mundo enfermo


Tiempo atrás leí un interesante artículo de Félix Romeo. Se titula Explorando el mundo enfermo. Nueva narrativa estadounidense. Hoy he vuelto a topar con el texto, así que os recomiendo su lectura. He leído ya a muchos de los autores de los que habla, aunque aún me faltan unos cuantos. Está en Revista de Libros: aquí.

Citas. 16


La gente podía aguantar que les mordiera un lobo pero lo que verdaderamente les reventaba era que les mordiera un cordero.

James Joyce, Ulises

[Nota: en El Lector Sin Prisas puedes leer ya mi nueva reseña, sobre Anochecer, libro de relatos de James Salter]

Las novelas tras los titulares (La Opinión)

Todas las mañanas podemos leer muchos de los titulares de los periódicos como si leyéramos una novela negra. La diferencia es que la sangre es real y los muertos son de verdad, no es ninguna invención. Algunos días me digo que no debería recorrer los titulares de tantos diarios, y que parte de la felicidad del hombre moderno reside en darle la espalda a las noticias para no amargarse el desayuno ni comprobar lo mal que funciona el mundo; pero luego lo descarto, porque estoy enganchado a esos mismos titulares. Cada cual tiene sus propias drogas. Los hay que sólo viven para la heroína, y los hay enganchados al fútbol o a la música. Mis drogas son los libros, las películas, los periódicos (ahora, también, las bitácoras); lo único contraproducente de estos saludables vicios es que, como dice mi madre, tengo la cabeza llena de información, de demasiada información, y esa tal vez sea una de las causas de mis frecuentes pesadillas. Estos días, repasando los periódicos, me encuentro con varios argumentos propios de novelas de género negro y de historias de psicópatas. Luego es la ficción la que se alimenta, como un parásito, de esta realidad que asoma cada mañana. La gente vulgar lee una novela o ve una película o una serie de televisión y dice: “Eso no hay quien se lo crea”. Pero lo cotidiano es más crudo, y esas historias suelen inspirarse en la realidad. Quiere decirse que, cuando la ficción va, la realidad ya vuelve; ha tomado la delantera.
Una novela de género negro es lo que le ha ocurrido a un detective madrileño. Encontraron su cadáver en un descampado. Llevaba muerto veinticuatro horas. En las noticias no nos ahorran descripciones: lo hallaron con el torso al desnudo, con las manos atadas con un cable, con la cabeza envuelta en una bolsa de la compra, con los pantalones medio bajados, sin documentación. Le habían dado de golpes en la cabeza, pero murió por asfixia. Estaba trabajando en Feriarte. El sábado no acudió al recinto ferial y sus familiares empezaron a sospechar. Una llamada anónima alertó a la policía del hallazgo del cadáver. Horrible, pero cierto. Aún se desconoce quién lo mató o por qué lo hizo. ¿Y qué me dicen de esa historia ocurrida en el distrito de Tetuán? A un colombiano le asestaron un navajazo en la espalda y luego le pegaron un tiro en la cara. Al ir a cubrirse el rostro con una mano, la bala le voló dos dedos. Exactamente igual a lo que le sucede a uno de los proxenetas de “Taxi Driver”, cuando Travis Bickle se pone a repartir leña en el prostíbulo. El hombre ha sobrevivido. También tirotearon, desde una moto, a un adolescente chino; en Madrid, por supuesto. Y está la historia del camionero que asesinó a varias prostitutas, y cuyos cuerpos van apareciendo.
Pero, sin duda, la historia más fascinante de las últimas semanas también la han contado los periódicos: la del ex espía ruso al que dieron pasaporte. Fascinante y terrible. Novela de espionaje en estado puro. Apuesto lo que sea a que en Hollywood ya andan varios guionistas convirtiendo esa historia en un guión. Tras ser envenenado, hemos asistido atónitos y compungidos a su bajada a los infiernos. A las puertas de la muerte, Alexander Litvinenko no era ni su sombra. En las fotografías que han mostrado de sus últimos días, la vida había huido ya de él, dejando sólo un esqueleto con algo de piel y sin pelo, que mira a la cámara con la misma tristeza y la misma resignación que un hombre en el cadalso. Perseguido por los servicios secretos rusos, vivía en Londres, dedicado a la lucha por los derechos humanos. De esta historia tan perturbadora no tardarán en sacar una novela y un par de películas y algún telefilme. Seguro. Mientras tanto, leemos estas novelas terribles en los periódicos.

martes, noviembre 28, 2006

Cine inédito: Havoc (Unrated Version)


A España esta película sólo ha llegado en dvd, y ni siquiera es la versión completa. La que yo he visto (lo que en USA llaman "Unrated Version") tiene cerca de 10 minutos más. Aquí la han titulado Caos, por si alguien quiere buscarla en el videoclub. Entre su directora, Barbara Kopple (reputada autora de documentales), y su guionista, Stephen Gaghan (el de Traffic y Syriana), suman 3 Oscar.
Havoc cuenta la historia de un grupo de pijos de Los Ángeles, a quienes no basta con estar forrados hasta las orejas, sino que quieren ser como los raperos negros y hablan y visten como ellos. Aburridos de sus vidas de plástico, una noche deciden internarse en los barrios latinos y pobres de L.A. y conocer a los gangsters de poca monta de sus calles. Pronto, dos de las chicas (las bollycaos Anne Hathaway y Bijou Phillips, protagonistas de la cinta) deciden regresar para conocer a fondo el lado oscuro y meterse en la boca del lobo. Y lo que uno se huele desde el principio: que, al final, en estos jueguecitos de los ricos siempre salen perdiendo los pobres.
Entretenida, con el aliciente de ver a Hathaway y a Phillips y echar un ojo a otros trabajos de dos de los intérpretes de la estupenda Brick (Joseph Gordon-Levitt y Matt O'Leary), que ojalá se estrene algún día en este país. Pero que nadie espere de Havoc una especie de Crash adolescente; se queda a medio camino.

Espectáculo de humor y horteradas (La Opinión)

No salí la noche del sábado. En las ciudades grandes no se puede salir viernes y sábado, porque todo cuesta un dineral. En Madrid ya te cobran por respirar, y no digamos por tratar de volver a casa en la noche, ahora que los taxistas suben un euro y quince céntimos la bajada de bandera, en las madrugadas del fin de semana. Así que le toca a uno quedarse en casa y salir una única noche. Y más si le va peor que a la presidenta de la Comunidad: si ella no llega a fin de mes, algunos no llegamos ni a mitad de mes. El caso es que estuve viendo una vieja película de Clint Eastwood, “Ruta suicida”, que no revisaba desde la adolescencia. En cuanto empezó, me acordé de la reciente “16 calles”, de Richard Donner. Ambas son entretenidas y vertiginosas. Cuando vi la de Donner, con Bruce Willis, no caí en la cuenta: pero “16 calles” es un remake no reconocido de “Ruta suicida”. Comparten argumento: un policía borrachín y perdedor debe escoltar al juzgado a un testigo en apariencia poco importante; hasta que el jefe del departamento de policía, que está metido en el ajo, empieza a sembrarles el camino de trampas para mandarlos al otro barrio. Pero el poli, a pesar de perdedor, es obstinado, honesto y gusta de cumplir su trabajo. Calcadas. Y me siguen gustando las dos.
Cuando terminó, di un repaso a la televisión, millonaria en programas cutres en esa franja horaria (y en casi todas). Me topé con un campeonato de lucha libre norteamericana en Cuatro; sé que tiene otros nombres, como pressing catch, pero me quedo con lo de la lucha libre. Estuve viendo los últimos minutos. Esto de la lucha libre me parece un vulgar divertimento, algo para echar unas risas en una noche en la que uno carezca de otros planes (eso sí: con todos mis respetos para los fans de este espectáculo y para los propios gladiadores). Los combates suponen una fantástica ocasión para asistir a un despliegue de caretos desvencijados, horteras con malla, camisetas sudadas, melenas de macarra y cogotes ciclópeos en los que se podría pintar el Guernica a tamaño natural y con botes de spray, en plan graffiti. A veces enfocan a las novias de los luchadores, con careto de preocupadas. Son las típicas Barbies, claro: el pelo oxigenado, las uñas artificiales, las pechugas adobadas de silicona barata, los labios con varios kilos de colágeno y un escote generoso en el que sólo falta la etiqueta con el nombre del doctor que las ha metido mano (con bisturí, quiero decir). Quizá porque nunca he sido un hombre de acción, disfruto viendo películas de acción y combates televisados de boxeo. Ahora me apunto a la lucha libre, aunque sólo sea para soltar unas cuantas carcajadas. Alguien me dijo hace tiempo que en estos combates todo está amañado, y que es un espectáculo de principio a fin, una comedia en la que cada cual finge un papel y una llave. No lo niego, pero me reconocerán que algunos luchadores se dan unas caídas de pánico. Cuando les golpean en la cara, lo cierto es que disimulan bastante mal. Su dolor no merece ningún premio a la interpretación.
En fin. Que estuve viendo hasta el final. Me divertí de lo lindo. Sobre todo por la catadura de los personajes que desfilan por el cuadrilátero, y que parecían salidos de la imaginación de un freak en estado de embriaguez. Un fulano con músculos encima de los músculos, con tanto pecho y bíceps que no puedo imaginarlo tratando de atarse los cordones. Un tío que escupía gusanos por la boca (si eran falsos, su manufactura se me antoja muy respetable). Otro tipo enteco, sin músculos y con melena de barrio, con la piel de un pollo listo para el matadero. Otro con brazos de mono, desproporcionados. En ese plan. Recomendable como show de humor.

lunes, noviembre 27, 2006

Cualidades del escritor de ficción


He aquí algunas de las cualidades que debería poseer o tratar de adquirir si desea convertirse en escritor de ficción:
1. Debe tener una imaginación viva.
2. Debe ser capaz de escribir bien. Con eso quiero decir que debe ser capaz de hacer que una escena cobre vida en la mente del lector. No todo el mundo posee esta habilidad. Es un don que sencillamente se tiene o no se tiene.
3. Debe tener resistencia. Dicho de otro modo, debe ser capaz de seguir con lo que hace sin darse jamás por vencido, hora tras hora, día tras día, semana tras semana y mes tras mes.
4. Tiene que ser un perfeccionista. Eso quiere decir que nunca debe darse por satisfecho con lo que ha escrito hasta que lo haya reescrito una y otra vez, haciéndolo tan bien como le sea posible.
5. Debe poseer una gran autodisciplina. Trabaja usted a solas. Nadie le tiene empleado. Nadie le pondrá de patitas en la calle si no acude al trabajo y nadie le reñirá si hace usted el vago.
6. Es una gran ayuda tener mucho sentido del humor. Esto no es esencial cuando se escribe para adultos, pero es de vital importancia cuando se escribe para niños.
7. Debe tener cierto grado de humildad. El escritor que piense que su obra es maravillosa, lo pasará mal.
[Nota: este texto está incluido en el libro Historias extraordinarias, de Roald Dahl.]

Esos cachorros (La Opinión)

Tras dar un paseo, regreso a casa. Son las nueve de la noche y por las calles camina la multitud. En el barrio, delante de mí y bajando por una cuesta, van tres moros adolescentes. Pinta de camellos y de chulos. Flacos y veloces. Andan deprisa, calle abajo, y parecen estar drogados hasta las cejas. El que parece el jefe, o al menos el más envalentonado, hace burla a los transeúntes que pasan y circula por el centro de la calzada de baldosines. Sus colegas o compinches van por la acera. El jefe, que se tapa la cabeza con un gorro de lana, insulta en español al personal. Son provocaciones. Pero nadie responde. Los ciudadanos que regresan a casa desde el trabajo o desde sus compras no pueden exponerse a entrar en un lío en el que brillen las pipas o las navajas. El tipo, el que parece el jefe, continúa por la carretera. Una furgoneta se aproxima y, en lugar de apartarse hacia la acera, el chaval se detiene allí en medio. Sí, exactamente como en las películas, cuando el malo se para ante los coches y a los conductores les toca frenar y luego les saca un revólver de la sobaquera y les obliga a salir. Sólo que este no saca nada. Pero allí, quieto, desafiante, chulesco, colgado de alguna sustancia, obliga al conductor, un hombre blanco que parece estar terminando el trabajo con su furgoneta, a parar el vehículo. Cuando el marroquí ha logrado lo que quiere, se aparta y pasa cerca de su ventanilla y mira hacia adentro, con esa expresión de matón en plan “Si no llegas a parar, te la buscas”. El hombre de dentro, que lo podría tumbar de una hostia, prefiere morderse los labios y arrancar de nuevo.
Acto seguido, el muchacho se envalentona aún más. Y, de un salto circense, se planta en el capó de un coche. Lo abolla un poco. Por suerte, no está el dueño, porque entonces hubiera comenzado el polvorín, y los polvorines estallan por cosas como ésta, por provocaciones callejeras y actos vandálicos. Pisa con fuerza por el capó, el techo del coche y la parte trasera. Los transeúntes que vamos detrás miramos; la gente no da crédito. Al bajar del coche, le dice algo a un chico que pasa. Estoy alerta, por si las moscas. Por si el siguiente soy yo. Pero no es así, por fortuna. Sus provocaciones siguen calle abajo, pero los pierdo de vista porque tuerzo por el atajo diario que me lleva a casa. Probablemente terminen el trayecto en el kiosco que regentan dos chinas a las que los adolescentes moros y camellos acorralan a diario. Veo la situación cada fin de semana, cuando entro a comprar una bolsa de hielos o una botella de refresco. Entran, torean a las chinas, las llaman “Chino, eh, chino” y a veces “China”, cogen lo que se les antoja y casi nunca pagan. Salen a la puerta y obstaculizan el paso ofreciendo mercancía. Y allí se plantan el día entero. La última vez que entré, las chinas habían colocado un palo bajo el mostrador de cristal, bien visible. Supongo que habrán tenido que utilizarlo. En la puerta de ese kiosco algunos esnifan pegamento. Lo cogen del establecimiento, lo vierten en un pañuelo, se lo colocan en la nariz y aspiran. Cuando se pegan entre ellos, en sus cabreos tiran los contenedores de basura, pisan los coches, dan patadas a sus puertas. Orinan en cualquier lado y a la luz del día: en las aceras, en las ruedas de los vehículos, en las esquinas de los portales. Y son racistas.
Los inmigrantes que llegan aquí suelen trabajar. Los chinos abren bazares y restaurantes. Los negros, tiendas exóticas, y también curran en el andamio. Los turcos, locales de kebab. Los hindúes regentan videoclubes, restaurantes y fruterías. Los árabes abren teterías, y el problema son los cachorros de éstos, cachorros dedicados al pillaje, al robo, al trapicheo y a arrasar con todo. Así están las cosas.

domingo, noviembre 26, 2006

Citas. 15


Todo escritor nace con el tiempo contado. Desde el momento en que se sienta a escribir, inicia una lucha contra la muerte.
Carlos Fuentes, Diana o la cazadora solitaria

Grandes pérdidas (La Opinión)

Llevamos unas semanas plagadas de malas noticias en el ámbito cultural. Demasiada gente relacionada con el mundo del cine y de la literatura ha fallecido. Primero fue el escritor William Styron y, luego, el actor Jack Palance, de quienes dimos cumplido homenaje en este rincón. Lo que pasa es que, en pocos días, han muerto la actriz Adrienne Shelly, los cineastas Francis Girod y Robert Altman y el actor Philippe Noiret. Demasiados obituarios para soportarlo. Y tampoco es plan de dedicarle un artículo a cada uno, porque entonces llenamos esta sección de muertos, y para eso ya están las noticias internacionales. Podemos dar, sin embargo, unas pinceladas de ellos, salvo de Girod, el director de “El trío infernal”, que ya no recuerdo si vi de niño.
Adrienne Shelly es una actriz que tuvo su ración de gloria en el cine independiente de Hal Hartley, en cuyos filmes comenzó. Durante un tiempo, una de las películas que hicieron ambos me tuvo obsesionado: se titulaba “Trust” (“Confía en mí”) y la protagonizaba, junto a Shelly, otro actor “indie” llamado Martin Donovan. En aquella película, ella, la chica, le decía a su novio que saltara de espaldas desde un muro, que ella lo recogería antes de caer al suelo; que en eso se basaba la confianza en una pareja y que, si confiaba en ella, debía hacerlo con los ojos cerrados y sin dudarlo. Luego vi “La increíble verdad” (su primera película), también dirigida por Hartley. Después se hizo directora de cine y le perdí la pista, hasta hace unos meses, en que la volvimos a encontrar en “Factotum”, donde le habían dado un papel secundario, a la sombra de otros actrices más célebres o respetadas. No puedo decir que brillara en esta última película, pero sí lo hizo en la citada “Trust”, y seguramente sea su mejor trabajo. Encontraron a Shelly colgada de la barra de la ducha de su casa; al principio la policía creyó que se trataba de suicidio. Pero la había asesinado un obrero que reparaba su casa y que, a estas alturas, ya ha confesado. Ella sólo tenía cuarenta años. En cuanto a Philippe Noiret, uno de los hombres que en la infancia casi me hace vomitar con la película “La gran comilona”, para mí, y para muchas otras personas, siempre será Alfredo, el proyeccionista de “Cinema Paradiso”. Inolvidables son esos planos en los que observa, dentro de la cabina, los fotogramas del celuloide de una bobina que sujeta entre las manos. Un gran actor, entrañable y muy amado por los franceses. Uno de sus retos fue encarnar a Pablo Neruda en “El cartero”. Pero en mi memoria cinéfila será el empleado del Paradiso.
Y luego está Robert Altman. En los últimos años Altman había recibido muchos palos de la crítica y unas cuantas alabanzas. Fue capaz de lo mejor y de lo peor, y quizá su adicción al riesgo fuera su más destacable característica. Artesano inclasificable, suyos son algunos grandes fiascos del Séptimo Arte: la insoportable “Buffalo Bill”, “Tres en un diván”, “Prêt-à-Porter”, “Conflicto de intereses” o “El doctor T. y las mujeres”. Pero, como he leído en alguna parte, también realizó varias joyas y merced a ellas se le perdonan sus fracasos: “El largo adiós”, “MASH”, “Nashville”, “The Player”, “Short Cuts” o “Gosford Park”, por citar unas cuantas. Aparte podemos poner su versión de “Popeye” con actores de carne y hueso, protagonizada por Robin Williams. De niño me gustó. Quizá, si la vuelvo a ver hoy, igual no me fascina como lo hizo entonces. Por eso prefiero no recuperarla en dvd. Por si se desbaratan mis ilusiones. Altman, luchador incansable, tuvo alma de niño, cara de rebelde y de viejo zorro y una mano artesana cuando quería.

sábado, noviembre 25, 2006

Tráfico (La Opinión)

Esta semana, a una distancia de tres minutos a pie desde donde vivo, la policía entró en un edificio abandonado que ocupaban los yonquis. Lo vi en algún telediario, creo que de Telecinco. La calle se llama Sombrerería. Los informadores dijeron que era el mayor supermercado de la droga de Madrid. Supongo que se referían a la ciudad porque, si ampliamos el radio, es posible que el mayor mercado de la droga sea el poblado de Las Barranquillas, donde conviven los toxicómanos, los parias, las ratas y los perros comidos de pulgas. En el reportaje mostraban imágenes del zaguán del edificio, probablemente tomadas desde alguna ventana del piso de enfrente. Se veía a los compradores, ya fantasmagóricos, entrar y trapichear allí mismo. Se vio también el interior de la casa, donde se agrupaban los colchones apolillados, la mugre, las basuras, las jeringas; e incluso se divisaron algunas ratas cruzando las habitaciones a la carrera, huyendo de los policías y las cámaras. Allí había compra-venta de droga (cocaína y heroína), merced a cinco hombres que manejaban el negocio, según afirmaban en El País. Una de las causas del crecimiento del tráfico en esa zona parece ser el control policial que ahora se ejerce en la Plaza de Soledad Torres Acosta, el cual mueve a los compradores a dirigirse a este punto.
Sombrerería es una calle angosta y poco frecuentada que a mí me sirve, a veces, para acortar cuando hago recados por el barrio. Nunca he visto por allí a los yonquis, y creo que, cuando la atravieso, apenas suelo cruzarme con alguna señora que viene cargada con las bolsas de la compra. Es una de esas calles de paso para los coches. El mismo día en que vi la noticia en televisión, tuve que bajar a comprar un paquete de café. Como era tarde (serían las nueve y pico o quizá las diez), fui a una tienda de ultramarinos que regentan unos hindúes y que hace esquina con el final de esa calle, Sombrerería. Al salir, me fijé en el edificio. Vi el portal, de lejos. Y juro que nunca me había fijado en la fachada. Es uno de esos detalles urbanos que a uno le pasan desapercibidos, le son invisibles, por mucho que los vea a diario.
Si allí venden (o vendían) cocaína y heroína, en las calles del barrio por donde me muevo, y especialmente en los alrededores de la plaza, los camellos marroquíes venden hachís y, algunos, cocaína. Una vez me ofrecieron hasta una pistola, y nunca sabré si el tipo iba de farol o lo decía en serio. Lo que sí sé es que, muchas noches e incluso alguna tarde que otra, al salir de casa veo en el único peldaño del exterior del portal a gente metiéndose rayas o preparando canutos. Que cada cual haga lo que le convenga, que el cuerpo es libre, etcétera. Pero lo que no soporto es ver a las chicas que se acercan allí a comprar y consumir. Porque son muchachas a las que no calculo ni dieciocho años. Españolas, muy jóvenes. Ellas se acercan a algún camello adolescente y árabe, éste les proporciona el material y lo consumen allí, en mi portal. Lo que uno quisiera, aunque le llamasen carca, no es que ellas consumieran en otro lado, lejos del portal, sino que no consumieran. En algún reportaje de investigación sobre el barrio he leído que algunas de estas chicas jóvenes cambian sexo por un poco de material. Esa sumisión o ese comercio sólo pueden conducir, con el tiempo, a sótanos de miseria y podredumbre. Parece una lucha perdida. En la novela “No es país para viejos”, de mi adorado Cormac McCarthy, hay un diálogo conciso entre dos sheriff. Uno dice: “Droga”, y el otro responde: “Venden esa porquería a los colegiales”. Y continúan: “Peor aún”. “¿Y eso?”. “Los colegiales la compran”.

viernes, noviembre 24, 2006

Libro: No es país para viejos, de Cormac McCarthy


Años 80. Moss, un veterano de Vietnam, tropieza en el desierto con los cadáveres de una matanza entre narcos. Encuentra un maletín con dos millones de dólares y se lo lleva; pero comete errores. A la caza de Moss va Chigurh, un asesino despiadado que a algunas víctimas les ofrece decidir su muerte a cara o cruz. Y a la caza de Chigurh va Wells, antiguo compañero suyo y ex agente de las Fuerzas Especiales. E, intentando solucionar este rastro de muertos, está el sheriff Bell, veterano de la Segunda Guerra Mundial y un hombre que empieza a envejecer y que ya no comprende los turbulentos tiempos que le está tocando vivir.

Este libro es dinamita pura. Lo empieza uno y no puede abandonar su lectura, y eso que está tejido con materiales totalmente opuestos a los best-seller, a pesar de la facilidad con la que se lee y de las frases cortas y los párrafos breves con que está escrito. Todo transcurre en la frontera entre Texas y México. Cormac McCarthy, que no publicaba nada desde el 98, ofrece una vuelta de tuerca a su narrativa. Es lo mismo, pero ya no hay tanta descripción y sí mucha acción. Los personajes persiguen o huyen, compran pistolas o escopetas, se pegan tiros, se alojan en solitarios moteles, hablan y hablan. No es país para viejos tiene algo de western crepuscular y de novela negra, y recuerda un poco a Fargo y a Un plan sencillo (no es de extrañar que los Coen estén adaptando el libro al cine: ver el reparto).

Moss es el hombre que no sabe si hace lo correcto, pero se obsesiona con el dinero, como haría todo humano. Chigurh simboliza la Muerte, un tipo implacable e inhumano, consciente de que nadie puede esquivar su hora ni evitar al verdugo. Bell, en este panorama de tiroteos, droga y dinero, supone la esperanza: un hombre que cobija un viejo secreto y que aún cree en el amor y la redención, y para quien el país ha cambiado mucho. Y también están las mujeres: Carla Jean, la chica de Moss; y Loretta, la mujer de Bell. Escrito en tercera persona y con un lenguaje crudo y directo (y, a veces, poético, como es costumbre en el autor), intercala en sus páginas los monólogos interiores del sheriff, quien trata de entender el horror que le rodea.

Estamos, quízá, ante el McCarthy más amargo y desesperanzado. Todo lo que el lector cree que va a suceder en la novela, no sucede. El siguiente diálogo (los diálogos carecen de guiones o comillas) es una muestra de la tensión constante del libro. Aquí, ese gran personaje que es Chigurh se topa con un empleado de gasolinera. Y saca la moneda:

¿Qué es lo máximo que ha visto perder a cara o cruz?
¿Perdón?
Digo que qué es lo máximo que ha visto perder a cara o cruz.
¿Cara o cruz?
Cara o cruz.
No sé. La gente no suele apostar a cara o cruz. Normalmente se usa para decidir algo.
¿Y cuál es la cosa más importante que ha visto decidir así?
No sé.
Chigurh sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos y la mandó de un capirotazo hacia el resplandor azulado de los fluorescentes. La cazó al vuelo y la estampó plana en su brazo, más arriba del vendaje ensangrentado. Diga, dijo.
¿Que diga?
Sí.
¿Para qué?
Usted diga.
Tengo que saber qué está en juego.
¿Cambiaría eso algo?
El hombre le miró a los ojos por primera vez. Azules como lapislázuli. Brillantes y a la vez completamente opacos. Como piedras mojadas. Tiene que decidirse, dijo Chigurh. Yo no puedo hacerlo por usted. No sería justo. Ni correcto siquiera. Vamos, diga.
Yo no he apostado nada.
Claro que sí. Lo ha estado haciendo toda su vida. Sólo que no se ha enterado. ¿Sabe qué fecha lleva esta moneda?
No.
Mil novecientos cincuenta y ocho. Ha viajado veintidós años para llegar hasta aquí. Y ahora está aquí. Y yo también. Y tengo la mano encima. Y sólo puede ser cara o cruz. Y a usted le toca decidir. Vamos.
No sé qué es lo que puedo ganar.
La cara del hombre brillaba ligeramente perlada de sudor bajo la luz azulina. Se pasó la lengua por el labio superior.
Todo, dijo Chigurh. Puede ganarlo todo.

La presidenta (La Opinión)

De vez en cuando, a quienes tienen la sartén del poder agarrada por el mango se les calienta la boca, como dirían en La Hora Chanante, programa de humor que dudo vean los políticos para no padecer úlceras en su moral políticamente correcta. A quien se le ha calentado la boca es a Esperanza Aguirre. Los medios se han hecho eco de esa frase que aparece en la biografía que han escrito sobre ella: “No tener pagas extra me tiene mártir, las he tenido toda mi vida y las echo de menos en Navidad y en verano. No es que haga números a final de mes, ¡es que muchas veces no llego!” Ejem. No decimos que sea millonaria, pero cobrando más de cien mil euros al año no creo que sea para quejarse. Hasta el punto de que ya la han calificado en un blog (El Club del Tetraedro, que he encontrado a través de la bitácora de Nacho Escolar) de “cienmileurista”, parodia de los jóvenes mileuristas de estos tiempos que corren. A uno le parece una burla, o una ofensa, que alguien que gana esa pasta al año vaya diciendo por ahí, o se lo escriban en un libro, que no llega a fin de mes. No ha tardado Aguirre en desmentirlo. Insiste en que eso no lo dijo ella. Pero con la presidenta de la Comunidad de Madrid siempre ocurre lo mismo: basta con echar un vistazo a las Cartas al Director que envía a los periódicos en su intento de desacreditar a los reporteros, directores, políticos y columnistas que escriben sobre sus declaraciones y su actividad política.
Aguirre, envuelta todas las semanas en alguna polémica de dimes y diretes, también es noticia por otro motivo, derivado de esa biografía en cuya portada se la ve risueña y como recién salida de la “pelu” (aunque resulta más bochornosa su imagen bailando con el acartonado Bertín Osborne en el Florida Park): porque dicen que Alberto Ruiz-Gallardón no acudirá a presentar el libro junto al de la barba y el labio triangulado, o sea, Mariano Rajoy. Al parecer, en la biografía se deslizan algunas críticas a Gallardón, ese antagonista y a la vez colega de partido con el que siempre anda a la greña. Probablemente ella también desmentirá esto, o lo suavizará, y entonces concluiremos que el libro es una invención absoluta de la biógrafa. No deja de ser extraño que eligiera a Gallardón para presentar un libro en el que él sale retratado con luces poco favorecedoras. El alcalde de Madrid reúne muchos aspectos negativos, pero no es tonto. Por eso ha dicho que no abrirá su ejemplar hasta después de las elecciones. Lo de las luchas internas y las contradicciones en el seno del PP viene siendo habitual. En el partido se ponen la zancadilla a sí mismos. Lo acabamos de ver en esta nueva disensión entre Aguirre y Gallardón y en el vídeo que han difundido para acusar al PSOE de la delincuencia en las calles. Como sabrán a estas alturas, las imágenes del vídeo pertenecen a la etapa de Aznar como presidente. Volviendo al libro, sea verdad o mentira lo recogido en la biografía, lo cierto es que estas rencillas públicas no benefician a nadie, salvo a la oposición, que aprovecha la coyuntura con facilidad; el propio PP logra que los ciudadanos contemplemos a estos dos políticos como si fueran clowns de un circo al que se le desmantela la carpa.
Esperanza Aguirre, hay que reconocerlo, sabe morder en la yugular. No se calla. Siempre está en el punto de mira de los medios. Corrigiendo a quienes trabajamos en los periódicos. Chupando cámara. Al menos, es una mujer guerrera, y no una mosquita muerta. Lo habrá aprendido de Aznar, que era fiero a su manera, no tenía piedad y estaba en boca de todos con sus atrofiadas declaraciones. Ya me veo a ambos, Aguirre y Aznar, firmando ejemplares en la Feria del Libro. Literatos, ellos.

jueves, noviembre 23, 2006

Hogueras en la llanura


Esta es la portada del libro del que hablo en el artículo de abajo (Hambre, soledad y locura). Por cierto, su editorial (Libros del Asteroide) acaba de recibir el Premi Llibreter 2006 de Narrativa, que otorgan los libreros de Cataluña, por la publicación de El quinto en discordia, primera entrega de la Trilogía de Deptford del canadiense Robertson Davies.

Hambre, soledad y locura (La Opinión)

Una de las sorpresas más agradables del año pasado, en el panorama literario español, fue el nacimiento de la editorial Libros del Asteroide. En su breve pero intensa andadura han ido cumpliendo los parámetros de rigor, calidad e independencia que se impusieron. En su página web leemos esta declaración sobre su línea editorial a seguir, frase que nos devuelve la felicidad a muchos lectores: “Se tratará en su mayor parte de libros inéditos en nuestro país aunque también se recuperarán títulos no disponibles o descatalogados”. Gracias al Asteroide hemos podido rescatar las obras de autores cuyos libros ya eran difíciles de encontrar, como “En busca del barón Corvo”, de A. J. A. Symons, o, simplemente, títulos inéditos en castellano, como “Los inquilinos de Moonbloom”, de Edward Lewis Wallant, “Vinieron como golondrinas”, de William Maxwell, o el que nos ocupa en este artículo: “Hogueras en la llanura”, del japonés Shohei Ooka. Cada libro, además, incluye un prólogo de un reconocido autor: Rodrigo Fresán, Soledad Puértolas, José Jiménez Lozano, entre otros.
Shohei Ooka, inédito hasta ahora en nuestro país, es un escritor de quien dijo Kenzaburo Oé que podrían haberle dado el Premio Nobel de Literatura. Nacido a principios del siglo pasado, falleció en el año ochenta y ocho. Atraído por la literatura francesa, estudió en la Universidad Imperial de Tokio, lo que le permitió dedicarse al periodismo y a la traducción. Hasta que en el cuarenta y cuatro fue enviado como soldado a la isla de Mindoro, en Filipinas, a participar en la Segunda Guerra Mundial. Más tarde sería capturado por las tropas norteamericanas y hecho prisionero. Ooka conoció las miserias de la guerra y de la derrota, y su experiencia le sirvió para escribir su novela más célebre, considerada un clásico: “Hogueras en la llanura”. Fue llevada al cine por Kon Ichikawa.
El soldado Tamura, narrador en primera persona, desvela su situación en la isla de Leyte, en Filipinas, desde el momento en que contrae tuberculosis. El alto mando lo envía al hospital. Pero allí sólo lo aceptan durante el tiempo que dura la comida que trae consigo. De un lado para otro, finalmente Tamura se marcha y vaga en soledad por la isla. Aunque su objetivo es sobrevivir, en realidad ya está preparado para afrontar la muerte, ese honor del soldado japonés. En la isla tropieza con otros compañeros de armas, enfermos y abandonados a su suerte, divisa a lo lejos las hogueras en la llanura que hacen los filipinos, subsiste alimentándose de batatas, raíces y sanguijuelas, duda de su creencia en la cruz y en Dios, que de niño le fascinaron, para luego, de adulto, abandonar esa fascinación. Un elemento tan básico y elemental para nosotros como la sal se convierte en el libro en moneda de cambio y en símbolo de energía, algo muy apreciado por quienes merodean por la jungla. Ooka muestra una preocupación constante por la naturaleza y por las descripciones (muy bellas y minuciosas) de los parajes, lo cual recuerda a otras novelas posteriores como “El húsar en el tejado”, de Jean Giono, o “Todos los hermosos caballos”, de Cormac McCarthy. Los primeros capítulos abundan en esas descripciones y en los vagabundeos hambrientos de Tamura. Pero, más adelante, el autor nos asesta el golpe mortal: el soldado conoce no sólo el hambre, sino también el asesinato, el delirio, el horror, la intemperie, la soledad más profunda, el misterio de la carne transfigurada, el canibalismo y, por supuesto, la locura. Una novela impecable sobre la condición humana y los subterráneos de horror a los que el hombre es capaz de descender cuando está solo y derrotado.

miércoles, noviembre 22, 2006

Citas. 14


Nada impedirá a un hombre escribir a menos que ese hombre se lo impida a sí mismo. Si un hombre desea verdaderamente escribir, lo hará. El rechazo y el ridículo no harán más que fortalecerle. Y cuanto más tiempo se le reprima, más fuerte se hará, como una masa de agua que se acumula contra una presa. No hay derrota posible en la escritura; hará que rían los dedos de tus pies mientras duermes; te hará dar zancadas de tigre; te encenderá los ojos y te pondrá cara a cara con la Muerte. Morirás como un luchador, serás honrado en el infierno.
Charles Bukowski, El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco
[Nota: en El Lector Sin Prisas puedes leer ya mi nueva reseña, sobre Luces de neón, de Jay McInerney]

Este jueves, poesía

“Este jueves, poesía”

Jueves 30 de noviembre
20:30 horas, Aula Magna
Facultad de Filosofía y Letras
Zaragoza

“poesía y vida”

David Castillo
Vicente Muñoz Álvarez

Entre la timidez y el miedo (La Opinión)

Si uno se interna por las calles más concurridas y multiculturales del barrio en el que vivo, no tarda en encontrar numerosos restaurantes hindúes. A la puerta de cada uno de ellos suele haber un hombre joven que sonríe enseñando mucho los dientes e invita a los transeúntes blancos a entrar al interior del establecimiento, para que cenen. Siempre argumentan que hay mesas libres. Supongo que eso aumenta el negocio: la posibilidad de que te avisen de que, aunque a simple vista el restaurante parezca lleno, al fondo tienen una o dos mesas libres que no se divisan desde la calle. Hacía mucho que no iba a uno de estos locales donde sirven biryani, pollo al tandoori, batido de mango y un té adobado de especias y tan aromático que uno quisiera comerse el vapor que despiden las tazas y las teteras. Así que, una noche, entramos.
Es un restaurante de reciente apertura. Las mesas son redondas y pequeñas, y a su alrededor sólo pueden sentarse unas pocas personas. El lugar parece acogedor y está limpio y bien iluminado. Los asientos son de piedra y están adosados a la pared, y sobre ellos han colocado cojines. Nos atiende un hindú joven, amable y tímido. Nos extiende las cartas con el menú. Unos minutos después, cuando le hago una seña para que se aproxime, voy diciéndole lo que vamos a pedir. Enumero los entrantes, los platos, los postres. El hombre va a anotar el pedido en una libreta, pero luego se lo piensa mejor y decide memorizarlo. No sé cuántos platos pido (son pequeños, y por eso se requieren varios), y suelto palabras que no sé pronunciar en un idioma que desconozco. El hombre asiente. Habré pedido unas diez cosas, más una botella de vino. Cuando se va, apuesto a que se le olvidará la mitad de ellos. Pero no. Lo único que se le olvida es el vino, quizá porque he optado por una marca española y, lógicamente, memorizará mejor las palabras de su idioma que las del mío. Los hindúes le añaden mucho picante y muchas especias a los platos, sabrosos y exóticos, y al final el comensal acaba lleno. Cada vez que llamo al chico por alguna razón (recordarle la botella de tinto, pedir la cuenta…), se acerca con una expresión a medio camino entre la timidez y el miedo. Esa mezcla la he visto en otros camareros inmigrantes: chinos, hindúes, africanos. Tengo una teoría al respecto, y por supuesto podría equivocarme: existe un alto porcentaje de comensales españoles que disfruta con la fanfarronería. He visto demasiadas veces a fulanos reírse de los camareros chinos, burlarse de los hindúes, hacer chistes y mofas o regañar a quienes tienen otro color de piel y han cometido algún error al servirles. Es sabido que al hombre blanco le gusta esclavizar, y quizá cuando ven a un camarero oscuro aprovechan para darle con el látigo metafórico, o sea, el de las palabras y los chistes. Es obvio: estoy generalizando. Pero es cierto: los camareros extranjeros que le atienden a uno en los restaurantes madrileños parecen caminar hasta las mesas con temor a que uno los abronque o tal vez se burle de ellos. A mí suelen atenderme bien, aunque siempre se les olvida algo: consecuencia del idioma, sospecho.
Para bajar la cena, pródiga en especias, es conveniente dar un paseo o acercarse hasta un pub a tomar un brebaje. Entramos en una coctelería. Dentro veo a un actor español que protagoniza estos días una obra en el Teatro Valle-Inclán. Casi a diario topo con actores por el centro. Pedimos unos mojitos. Hace poco me contaron el secreto del mojito: consiste en machacar sólo el tallo de la hierbabuena que se utiliza, y dejar intacta la hoja. Aún no sé qué camareros son los que hacen los mejores mojitos de Madrid, pero lo averiguaré. Es de suponer que los cubanos.

martes, noviembre 21, 2006

Cómic: 300, de Frank Miller y Lynn Varley


Honor. Deber. Gloria. Combate. Victoria. 300 espartanos, encabezados por el Rey Leónidas, combaten al ejército persa en el paso de Las Termópilas. Mítica batalla, relatada también por Heródoto. La fuerza de sus amplias páginas radica en el dibujo de Miller y en el color de Varley. Lanzas empapadas en sangre, capas rojas, flechas que tiñen el cielo de negro, hombres empalados. Un grupo de guerreros que lucha como una piña. Y la frase de aliento que Leónidas dice a sus hombres antes de la última contienda: Espartanos. Desayunad bien... ¡Porque cenaremos en el Infierno!

El guardián



Si alguien quiere ampliar la información contenida en mi artículo de abajo (Revisión del lenguaje) sobre la edición conmemorativa de El guardián entre el centeno, que pinche aquí: El Mundo.

Revisión del lenguaje (La Opinión)

Entré en el edificio de Fnac. Un domingo por la tarde sólo es posible comprar libros allí. Quería la edición en bolsillo de “Extinción”, los últimos relatos de ese “wonder boy” llamado David Foster Wallace, de quien hace poco me regalaron su tocho, “La broma infinita”. Cogí un ejemplar en la sección de bolsillo, y estaba a punto de irme cuando vi en la mesa de novedades “El guardián entre el centeno”, de J. D. Salinger. En edición de tapa dura. Un libro que he releído ya no sé cuántas veces, que siempre está vendiéndose y que nunca encontrarán en los cajones de saldo ni en las librerías de viejo. Un libro único, un clásico inolvidable. He hablado en varias ocasiones de esta novela, pero lo que hoy quiero contar aquí interesará, estoy convencido, a los miles de seguidores del libro que, como yo, lo releen de vez en cuando. Alianza Editorial cumple ahora sus cuarenta años de existencia. Para festejarlo, ha reeditado los mejores títulos de su colección, en tapa dura, con las portadas originales y a diez euros por ejemplar. Grandes libros, sin duda: “Ficciones”, “La metamorfosis”, “El corazón de las tinieblas”, “El guardián entre el centeno”, etcétera.
Me pregunté si ofrecerían algo nuevo, aparte de servirlos en tapa dura. Y el libro que más me interesaba era el de Salinger. Lo abrí por el principio, en esa página donde figuran copyright, título original, edición y datos postales de la editorial. Entonces lo vi: “Traducción de Carmen Criado, revisada en 2006”. La traductora es la misma de siempre, pero para el aniversario de Alianza ha revisado el texto. Busqué el primer párrafo: “Si realmente les interesa lo que voy a contarles, probablemente lo primero que querrán saber es dónde nací, y lo asquerosa que fue mi infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y todas esas gilipolleces estilo David Copperfield, pero si quieren saber la verdad no tengo ganas de hablar de eso”. Para cotejar las diferencias entre ambos textos, fui a buscar por los estantes de Fnac una edición más antigua de “El guardián…”, y comparé algunos párrafos. El principio de la edición habitual dice, y obsérvense las diferencias: “Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso”. Igual, pero distinto, ¿verdad? Tengo en casa mi edición original de este libro, que me mandaron comprar en clase: data del ochenta y seis. Este ejemplar estaba tan sobado, releído y usado y lleno de manchas (algo muy raro en mis libros), que hace un par de años me compré otro ejemplar para las relecturas. Dejé descansar el viejo, en su estante, y ahora manejo la reedición de 2004. Pero en el volumen actual observé otra diferencia, aparte de las tapas duras y la revisión del lenguaje: la letra no es tan pequeña, lo cual facilita la lectura. Tres razones de peso para comprarlo. Así que me llevé un ejemplar.
Es curioso: tener tres ejemplares distintos de un libro que odié al principio (acaso porque era lectura obligatoria). Y que lo haya releído tantas veces. Luego he buscado información en la prensa y, en efecto, dice Carmen Criado: “Me alarmó mucho un comentario reciente acerca de que la traducción se había quedado anticuada y los estudiantes no entendían ciertas expresiones. Reflexioné mucho sobre ello, me dolía que un libro tan importante para crear afición a la lectura pudiera plantear a los más jóvenes ciertas dificultades y decidí hacer una revisión”. No sé si estaré a gusto con esos cambios. Prefiero no precipitarme y releerlo, antes de opinar.

lunes, noviembre 20, 2006

Libro: El indio más duro del mundo, de Sherman Alexie


Hace muchos años compré y leí un gran libro de relatos titulado La pelea celestial del Llanero Solitario y Toro. Su autor era un indio spokane llamado Sherman Alexie. Hoy ya es uno de los escritores más reputados de Estados Unidos. El indio más duro del mundo recoge nueve cuentos. La voz de Alexie nos habla del indio de la actualidad: los jóvenes ya no viven en reservas, han estudiado, prosperan en las empresas, visten como blancos y se casan con blancas, pero suelen mantener intactas sus largas trenzas y aún quieren ser guerreros; esto último se advierte en los pasajes en que dos indios acaban enfrentados y las mujeres les reprochan su condición bélica. También hay personajes con distintas inclinaciones sexuales: lesbianas, bisexuales, heterosexuales. El indio se casa con blancos, pero luego añora a los suyos y es infiel con ellos: como en los relatos Asimilación y Clase.

Quisiera destacar cuatro de estos relatos, para mí los mejores: El indio más duro del mundo, en el que un conductor spokane que sólo recoge autoestopistas indios lleva en su vehículo a un boxeador indio lleno de cicatrices; en el citado Clase, un abogado cuenta su relación en decadencia con una blanca, su infidelidad con prostitutas y su entrada en un bar de clase baja en el que se verá metido en líos; en Territorio indio, un novelista se ve inmerso en una curiosa situación: una cena en la que un matrimonio indio se niega a que su hija continúe sus relaciones con una chica blanca; y Un hombre bueno, en el que un hombre lleva a casa a su padre, a quien le acaban de cortar los pies en el hospital, y cuyo final es perfecto: Cogí a mi padre en brazos y crucé con él todas las fronteras.

A veces, Alexie habla de la difícil situación del spokane que ha prosperado en relación a los nativos que aún son pobres o viven en reservas. En Clase, la camarera del bar le dice al protagonista: A Junior y a mí -continuó ella- nos preocupa no tener bastante para comer. ¿Qué es lo que te inquieta a ti? ¿Que estás solo? ¿Que tienes una hipoteca? ¿Que tu mujer no te quiere? Que te den por culo. Que te jodan. A mí, lo que me preocupa es no tener bastante para comer.

Desgana (La Opinión)

Alguna que otra mañana me siento desganado para la acción. La acción, en mi caso, significa darle al teclado del ordenador. Y los lamentos del perro de los vecinos del edificio frente a la habitación donde trabajo no ayudan. Al perro lo dejan solo a menudo, y se dedica a aullar, asomado al balcón. Esos aullidos distraen, pero no puedo ponerme los tapones de goma para los oídos porque no oigo si el cartero llama al timbre ni la música que me acompaña. La escritura es un oficio solitario; demasiado solitario, a veces. Mientras desarrolla la jornada literaria uno no puede comentar con nadie una anécdota, un párrafo de un libro, una canción, una escena clásica que le viene a la memoria, una noticia; comentarlo por teléfono o meterse en un chat no es lo mismo: perdemos la intimidad que propicia la cercanía y la consecuente espontaneidad. Así que entonces, solitarios y silenciosos, nos ponemos a escribirlo, a contarle al papel y a contarnos a nosotros mismos nuestros recuerdos, nuestras emociones, nuestros gustos, nuestras opiniones, nuestras ficciones plagadas de personajes que no existen o se inspiran en seres reales. Ese es uno de los secretos del oficio.
Estamos solos, ahora, mientras escribo esto, el perro y yo. Separados por la calle por cuyas piedras baja la corriente de las lluvias. Él, con sus aullidos y lamentos; yo, con mi silencio y mi reflexión. Poco antes, desesperado por esa inapetencia, por ese malestar del que quiere escribir pero no acaba de concentrarse, he ido a tomar un café. No a la cafetería más próxima, sino a la cocina. Dicen que el ser humano nunca cambia, pero sí pueden mudar sus costumbres. Antes no desayunaba nunca. Luego, me dio por el té. En la actualidad tomo un par de tazas, como siempre, pero también un poco de café. La razón es que me ha dado por desayunar galletas, y la galleta mejora su sabor si la empapas en un café solo y azucarado. Durante el café, mojando cada galleta, he esperado la chispa, las ganas. He aguardado, al probar la galleta húmeda, a que me llegara el chispazo proustiano con la prontitud de esa botella con mensaje que las olas acercan a la playa. No ha habido suerte. No siempre la hay. E incluso esa desgana se da con mayor frecuencia en otros oficios. A veces te lo dice un amigo: que esta mañana está en la oficina y que no tiene ganas de nada y que la jornada no parece acabar nunca. Al menos nosotros, los esclavos de la soledad matutina, el silencio, la reflexión, la palabra y el teclado, contamos con una ventaja: si la cosa no funciona podemos salir a dar un paseo, o tumbarnos en el sofá con un libro entre las manos. No obstante, se pierde el tiempo asignado a las tareas, y eso resulta imperdonable.
En las mañanas de verano, quienes molestan a uno con sus chillidos y sus juegos y sus berrinches son los niños. En invierno los mandan al colegio o cierran las ventanas, para que no entre la helada. Afuera, orvalla. La lluvia fina moja el lomo del perro, que estira el cuerpo para apoyar las patas delanteras en el enrejado del balcón y ver mejor la calle. Si uno abre la ventana, no oye el ruido de las escaramuzas porque los parias, con lluvia, no se pelean: sólo se refugian en la entrada de los cajeros automáticos. Pero sí alcanza a escuchar los sonidos de la mañana laboral: las cajas que algún tipo descarga de un camión, el vuelo de las palomas inquietas por la humedad, el motor de un coche. A veces se dan estas raras mañanas de inapetencia. Y es sólo eso: inapetencia, acaso provocada por el frío y el orvallo. Ganas de nada. Pero, cuando uno quiere darse cuenta, ya ha escalado su propia montaña: es decir, que ha llegado andando y sin sobresaltos y con felicidad hasta la última línea de este artículo.

domingo, noviembre 19, 2006

Vuelve Jonathan Franzen

-Por su parte, Jonathan Franzen, el autor de una novela portentosa e irregular, Las correcciones (Seix Barral), ha sacado una colección de crónicas y artículos, The Discomfort Zone, que ha sido recibida con notable frialdad.
-También en este otoño ha vuelto a publicar Jonathan Franzen. Su nuevo libro (La zona menos confortable) reúne una serie de artículos memorialísticos y crónicas de asuntos tan variados como la venta de la casa familiar tras el fallecimiento de los padres, o el sistema de correos norteamericano. No es ni siquiera un libro importante, aunque Franzen siempre tiene momentos extraordinarios, y ha producido una gran decepción en un escritor que había escrito la más tragicómica y brillante historia de la desestructuración de una familia norteamericana de clase media.
[A mí me gustaron mucho estos dos libros de Franzen: la monumental novela Las correcciones y los ensayos recogidos en Cómo estar solo. Espero que no tarden demasiado en traducir este nuevo libro]

Cierre y reapertura (La Opinión)

Fui a comprar un periódico un sábado por la tarde. Estaba en mi ciudad, como ya he contado aquí, y olvidé que los sábados por la tarde no abren los comercios. Tampoco los kioscos, lo cual me disgusta porque el régimen de horarios comerciales hace que el sábado por la tarde se parezca demasiado a un domingo, y los domingos, en principio, le sientan a uno mal; medio país anda deprimido los domingos por la tarde, y no digamos al caer la noche y recordar que a la mañana siguiente hay que levantarse para ir a clase o para ir a trabajar. Pero volvamos al principio: decía que estuve dando unos cuantos paseos por el centro, a la caza de un kiosco o de algún comercio donde pudiera comprar un periódico. Entonces se me ocurrió ir a uno de esos establecimientos abiertos en las galerías; sabía que esa tienda no cerraba ni los sábados ni los domingos. Cuando miré el escaparate me quedé de una pieza: el kiosco ya no existía. Lo habían cerrado para abrir un bazar, creo que chino; en cualquier caso, un bazar con precios baratos, que funcionan ahora mucho porque, así, todos nos compramos las pantuflas, la espumadera, las pilas de repuesto y el destornillador que hace falta cuando uno está montando un armario y el viejo destornillador se ha perdido en algún recoveco de la casa. Estos objetos luego duran dos días, pero mientras tanto vamos tirando.
Recorriendo el centro de la ciudad me ocurrió lo mismo: descubrí que muchos negocios han cambiado de manos. Donde había un kiosco, ahora hay un bazar. Donde había un local de productos informáticos, ahora hay una tienda de lencería. Algunos negocios han desaparecido y otros se han mudado de calle: a veces lo hacen por necesidad estética y, otras, porque los pequeños empresarios han encontrado un alquiler menos caro dos manzanas más allá de donde estaban. La ciudad, en sentido comercial, va cambiando de atavíos y de atrezzo. Tarda uno un mes en volver a Zamora y ya han cerrado cuatro tiendas, pero han abierto otras seis. Leí el otro día que esta circunstancia es importante porque significa que la iniciativa comercial se regenera y está continuamente en activo. Por cada pequeño negocio que muere, aquí suelen nacer dos. No recuerdo con exactitud los titulares, pero venían a decir algo parecido. El comercio, pues, supongo que funciona como nuestra sociedad: si no nacieran varios niños por cada anciano que se muere, nos quedaríamos sin descendencia y a punto de extinguirnos, como en “Hijos de los hombres”.
Por otra parte, permítanme una sospecha. Me da que, en nuestra ciudad, son pocos los negocios que funcionan lo bastante como para perpetuarse. Un colega me ha dicho que él y sus socios van a dejar el bar que tenían alquilado porque no pierden dinero, pero tampoco lo ganan. De ahí que un pequeño empresario desista, cierre su negocio y en seguida le cojan el relevo. Por último, no debemos olvidar que en toda ciudad siempre hay locales con estigma, o locales malditos, o locales con mala suerte. Son ese tipo de inmuebles que cambian de manos una vez cada poco tiempo, el justo para advertir que es imposible sacar beneficios. Ese tipo de local en el que, desde sus inicios, ha habido un bar de tapas, un pub nocturno, una tienda de discos, una papelería, una tienda de ropa, una copistería, un negocio de suministros informáticos y lo que gusten añadir a la lista. Son locales que, nadie sabe las razones, jamás funcionan: pongan lo que pongan sus sucesivos dueños temporales, no se hace caja. Algunos de ellos están en complejos comerciales y en galerías y pasajes, y se han cerrado y reabierto miles de veces.

sábado, noviembre 18, 2006

Citas. 13


Cuando andas con la mujer de la que estás enamorado por las calles de una ciudad desconocida, te parece como si conocieras el lugar desde hace años. Y si paseas con ella por un lugar que conoces bien, te parece hallarte en un paraje fantástico.
Arthur Schnitzler, Aforismos

Fascículos (La Opinión)

En la noche del jueves se proyectaron cuatro cortometrajes de producción española, en la sala grande del Cine Palafox de Madrid. El evento se llamaba “Autosuficientes”. Los cuatro cortos: “Mala sombra”, de Miguel Ángel Escudero; “El cumpleaños”, de Virginia Llera; “Fascículos”, de Oscar Pedraza; y “Días felices de azul”, de Teresa de Andrés. Acudí a este pase especial, de entrada gratuita hasta completar aforo, por dos razones: Pedraza es zamorano y su corto me lo había recomendado la gente del Popanrol. Con eso me bastaba. Reconozco que, a priori, soy algo desconfiado con los cortometrajes: la culpa es de algunos directores, capaces de aburrirte durante tres o cuatro minutos que se hacen eternos. No ocurrió así esta vez. Los cortos seleccionados constituyeron un acierto. Pero debo confesar, y es el motivo de este artículo, que “Fascículos” me cautivó y me sorprendió gratamente. Es un título que hay que ver, que se ha proyectado en algunos certámenes y cuya próxima cita será en el Festival Internacional de Cine de Gijón. Ni siquiera sabía de la existencia de este corto. La gente de mi tierra tiene madera, y esto se demuestra cada día en el cine, la música, el teatro, la pintura, la poesía, la literatura. España, pero sobre todo Madrid, está sembrada de hombres y mujeres de esta provincia con talento en las artes.
El Palafox, con tres salas, está en Luchana, cerca de la Glorieta de Bilbao y de Fuencarral, y muy cerca de varias librerías de viejo bastante recomendables. Estuve en ese cine una tarde del pasado verano, cuando fui a ver una película de dibujos animados. La principal es una sala grande y antigua, en la que aún se descorre el telón unos segundos antes de que se apaguen las luces. En la calle, esperando a que abrieran las puertas, había una muchedumbre. En seguida me encontré con la gente del Popanrol, y vi varias caras conocidas de mi ciudad. Mucho apoyo zamorano, como suele ocurrir cuando salimos fuera a presentar los trabajos. En cuanto apareció Oscar Pedraza supe quién era: su rostro me es familiar de haberlo visto en bares y pubs, pero nunca nos han presentado. Los protagonistas de su corto son Joaquín Notario, Celia Blanco y Cesáreo Estébanez (que, para el público, siempre será el Sargento Romerales de “Farmacia de guardia”). Mientras aguardábamos en la calle, conversando, pasó la bellísima Celia Blanco delante de mí, a un palmo. Más guapa y más delgada de lo que creen. Y espectacular, claro. He leído en una entrevista que quiere abandonar la pornografía y dedicarse al cine convencional. Antes de la proyección, los cuatro directores salieron a comentar en pocas palabras sus trabajos, y a agradecer el apoyo de cada equipo.
“Fascículos” cuenta, en ocho minutos vertiginosos, la historia de un amante de las colecciones de kiosco, y lo que le ocurre a partir de su compra más insólita. Prefiero no desvelar más, para no estropearles las sorpresas de su argumento con un toque fantástico. Esos ocho minutos están aprovechados hasta el milímetro. “Fascículos” es deudor, tanto en la narrativa cinematográfica que emplea como en la estética visual, del cine norteamericano. Y ese, a mi juicio, es uno de los secretos de su éxito. Mientras los otros directores cuentan sus historias a la manera europea, sentimental y pausada, el cortometraje de Oscar Pedraza va directo al grano, con un ritmo envidiable de planos, con guitarras en la banda sonora y diferentes técnicas cinematográficas (zooms, imágenes congeladas, atención puntual al plano de detalle), y un final exquisito con una pincelada sutil de gore. Una sorpresa, lo juro. Destinado al aplauso y a convertirse en pieza de culto. El tiempo me dará la razón.

viernes, noviembre 17, 2006

Visiones, a punto

Recibo esta nota de Mariano Villarreal, seleccionador de Visiones 2006: antología española de fantasía, ciencia ficción y terror:
La antología Visiones 2006 promovida por la Asociación Española de fantasía, Ciencia Ficción y Terror ya está editada y me confirman que es inminente su distribución. En unos días la AEFCFT sacará una nota oficial a publicar en todos los medios a su alcance, distribuirá ejemplares entre socios y distribuidora, y destinará algunos como Servicio de Prensa a diversos medios especializados y generalistas, tanto digitales como prensa escrita. De momento, el libro ha tenido dos presentaciones oficiales, en la AsturCon celebrada durante la Semana Negra de Gijón y la pasada HispaCon de Dos Hermanas.
[Os recuerdo que, en dicho libro, se incluye mi cuento inédito, Violines en el cementerio. Seguiremos informando]

Autosuficientes, en el Palafox


Este es el cortometraje español que vi anoche, en el Cine Palafox, en Autosuficientes, una sesión especial de cuatro cortos. Está escrito y dirigido por un zamorano, Oscar Pedraza. Y me ha sorprendido gratamente. Son unos ocho minutos alucinantes, protagonizados por Joaquín Notario y Celia Blanco (a la que vi en persona, allí en el estreno). Ha pasado ya por varios certámenes, y su próxima parada es el Festival de Cine Internacional de Gijón. Contaré más en el artículo de mañana.

El mágico prodigioso (La Opinión)

El Diablo de esta obra, seductor, mentiroso y sibilino, convence a los espectadores desde el primer minuto en que aparece en escena. En esta versión de “El mágico prodigioso” de Calderón de la Barca, estrenada en Madrid el miércoles por la tarde, el Diablo tiene voz y cuerpo de mujer. Todo un acierto que nos recuerda a ese Lucifer de “La Pasión de Cristo”, interpretado por una mujer de rasgos andróginos y cabeza afeitada al cero. El papel del Demonio en esta obra, con dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente y versión y composición musical del zamorano Daniel Pérez, recae sobre Beatriz Argüello. Ella despunta en un reparto que incluye a Jacobo Dicenta como Cipriano y a Cristina Pons como Justina, además de una breve intervención de Xavier Elorriaga en la piel del Gobernador de Antioquía, entre otros actores. Argüello ofrece una lección interpretativa magistral, y expone todas las caras que atribuimos al Diablo: unas veces, sensual, fascinante y atractivo, desplegando en sus movimientos tanto el erotismo como el engaño; otras, despótico, malvado, aterrador; pero también admirable, poderoso y grandilocuente. El Demonio tienta a Cipriano, un hombre enfrascado en la cultura y en los libros, para que se enamore de Justina. Después, ofrece a Cipriano comprarle su alma a cambio del amor de la muchacha. El mito de Fausto, que siempre da mucho juego, aparece aquí, en la obra de Calderón, envuelto en intrigas de alcoba y amores no correspondidos.
Se estrenó en Madrid el miércoles, como digo. A las ocho y media en el Teatro Albéniz, en el que yo nunca había estado. Me queda a menos de diez minutos de casa, andando. Las primeras personas a las que vi antes de entrar en el Albéniz son amigas y zamoranas: Daniel Pérez, director del Teatro Principal y responsable de la estupenda versión que se ha estrenado, y Mercedes López, con quien antaño compartí la tertulia cultural de Radio Zamora. Dentro del edificio me tocó asiento de entresuelo, en la primera fila, y desde allí pude divisar el patio de butacas. Entre el público estaban los actores Manuel Tejada, María Asquerino y Chete Lera; y el alcalde Antonio Vázquez y el concejal Pedro Roda. Supone un apoyo importante que Vázquez y Roda hayan acudido a ver la obra: hicieron lo correcto y es justo señalarlo.
“El mágico prodigioso”, amén de un texto bellísimo donde uno se quita el sombrero ante la destreza poética de Calderón, incluye una puesta en escena espectacular y repleta de efectos especiales: tormentas con rayos y truenos, cables para alzar a los actores o descender por ellos, telares y carracas, nieblas artificiales, juegos de luces y sombras. El único inconveniente fue la gran mayoría del público. No sé si es que todo el mundo estaba acatarrado o es que los espectadores pertenecían a la tercera edad, pero la frecuencia de las toses terminó por sacarme de quicio. Desde el entresuelo se oyen menos las declamaciones de los actores, y se hacía difícil seguirlo con el personal cediendo a sus ataques de tos. Deberían anunciar, en los teatros, caramelos que suavicen la garganta, o, si no, que la gente resfriada no acuda a ver estas obras hasta que sane. Vi también a un par de fulanos jugueteando con el móvil: ¡Cuánto daño han hecho los teléfonos móviles al cine y al teatro! Por culpa del concierto de toses, a veces me perdía varios versos, e incluso alguna vez perdí el hilo. Que los actores no se salieran de su papel con tanto jaleo de carrasperas me pareció una auténtica proeza. Pero ni siquiera eso pudo con los sentimientos que despierta la obra, y que, en los últimos tramos, emociona como los clásicos saben hacerlo. Enhorabuena.

jueves, noviembre 16, 2006

CineMad' 06


CineMad: XIII Semana de Cine Independiente y de Culto. Del 17 al 25 de noviembre. Entrada gratuita. Aforo limitado.
Descarga el programa aquí.

Citas. 12



No tener una meta es también una meta, y el hecho de buscar es también un objetivo, cualquiera que sea el objeto de la búsqueda.

Gao Xingjian, La Montaña del Alma

Tres momentos de gloria (La Opinión)

No estaba entre mis actores favoritos o, al menos, entre aquellos cuya carrera he procurado seguir de principio a fin. Jack Palance, un actor solvente, tenía un rostro de piedra en cuya piel se podían encender fósforos sin que se inmutara. En su angulosa cara se acentuaba mucho la calavera, y sus facciones eran más propias de una serpiente, como si alguno de sus antepasados hubiera sido un reptil. En un tebeo de Lucky Luke supieron hacerle la caricatura perfecta y, si no me falla la memoria, adjudicarle un papel de villano con pistolas. Pero Jack Palance protagonizó, ya fuera en el cine o en la vida real, tres momentos que a mí me parecen inolvidables. El primero, en su papel del revolucionario Jesús Raza para “Los profesionales”, cinta que vuelvo a ver de vez en cuando para comprobar que quedan pocos tipos duros como los de antaño (ahí estaban Burt Lancaster, Lee Marvin, Robert Ryan, Woody Strode, el propio Palance y la bella Claudia Cardinale, que era dura a su manera femenina). Concretamente, poco antes del final de este western atípico: en un desfiladero, Lancaster y Palance, heridos de bala y ahora enemigos, conversan sobre el significado de la revolución antes de volver a enfrentarse, y Palance dice: “La revolución es como la más bella historia de amor. Al principio, ella es una diosa, una causa pura; pero todos los amores tienen un terrible enemigo”. “El tiempo”, se adelanta su oponente. Y Palance/Raza sonríe y continúa: “Tú la ves tal como es. La revolución no es una diosa, sino una mujerzuela. Nunca ha sido pura, ni virtuosa, ni perfecta, así que huimos y encontramos otro amor, otra causa. Pero sólo son asuntos mezquinos; lujuria, pero no amor; pasión, pero sin compasión. Y sin un amor, sin una causa, no somos nada”. Su soliloquio continúa y él, herido en la pierna, bebe de una botella de tequila para apaciguar los ardores de la bala que le acaban de meter. Nunca estuvo más grande este actor que en ese momento espléndido de derrota y romanticismo.
Mi segundo momento favorito se encuentra en “Cowboys de ciudad”, donde interpretaba a un rudo vaquero llamado Curly y, para asustar a Billy Cristal, decía aquella frase que tanto nos hizo reír: “Mis boñigas son más grandes que las tuyas”. En esta película, los personajes de Cristal y Palance llegan a alcanzar cierto entendimiento, a pesar de sus rencillas y sus personalidades opuestas a lo largo del metraje. Palance, a lomos del caballo, con un pitillo en la comisura, pañuelo rojo al cuello y rostro de granito curtido por el sol de las praderas, le cuenta a Cristal el instante más apasionado de su vida, cuando vio a una mujer de lejos, supo que era su gran amor y se dio la vuelta para siempre. Con este papel, el actor volvía a hacer lo que mejor se le daba: un tipo duro que cobija un corazón de oro. Luego, debido al éxito de “Cowboys de ciudad”, y a que él ganó el Oscar al mejor secundario, se sacaron una secuela de la manga en la que él mismo hacía de su hermano gemelo. No quise verla, porque esas vueltas de tornillo a un guión se me antojan demasiado mediocres.
El tercero ya lo habrán adivinado, porque todo el mundo lo tiene en mente y en los obituarios que le han dedicado estos días en los medios lo rememoraban. En efecto, cuando subió a por su único Oscar y protagonizó una de esas escenas históricas de la vida real: para demostrar que, a pesar de la edad, estaba en perfecto estado físico, se tiró al suelo para hacer unas cuantas flexiones. He vuelto a ver el vídeo y sigo teniendo envidia: no creo que yo pudiera hacer ni la mitad. Alcanzó otros momentos grandiosos, pero estos son los que no olvidaré.

miércoles, noviembre 15, 2006

El Lector Sin Prisas (Blog)


Hoy comienza mi colaboración en El lector sin prisas, junto a los escritores Rafael González y Paco Sanguino, un blog alojado en el Grupo Epi (Grupo Editorial Prensa Ibérica), o sea, la empresa de la que forma parte el periódico en el que escribo artículos diarios: La Opinión de Zamora.

La finalidad es ir colgando, de vez en cuando, reseñas de libros. En palabras de Sanguino, y con su permiso: "No tienen por qué ser comentarios de novedades, el caso es reseñar lecturas que nos hayan deleitado, hace años o hace días. Pretende ser un blog eminentemente colaborativo y estamos abiertos a que cualquier interesado deje su reseña, al estilo de la experiencia de Auster con Creía que mi padre era Dios". Y, dirigido al lector: "Además, si te animas a hacer cualquier reseña de una lectura, te animamos a que nos la mandes. Siempre que sea necesario, seleccionaremos las más interesantes para que se unan a nuestro blog". Espero que os animéis.

He empezado con un comentario sobre Meridiano de sangre.

Figuras de acción (La Opinión)

Me cuesta desprenderme de ciertos objetos. Por ejemplo, de los juguetes. Algunos juguetes. La otra tarde, rebuscando entre mis pertenencias más antiguas, encontré unos cuantos muñecos articulados dentro de una caja de cartón. Se les llama también figuras de acción, y no pienso arrojarlas a la basura. No lo hice antes ni pienso ceder ahora. Son una muestra representativa de los juegos de la niñez. Los despliego ante mí, encima de la mesa del ordenador, para describirlos mientras hago el artículo. Hay tres ejemplares de Madelman. No les veo la fecha de fabricación por ningún lado, quizá porque eran españoles y los españoles somos así de dejados; a juzgar por los pies y otros rasgos, sospecho que son de finales de los setenta. Los tres tienen el mismo peinado de Burt Reynolds en “Deliverance”, y juntos parecen recién salidos de “Acción Mutante”. Al primero le falta el brazo derecho y la pierna izquierda; para colmo, un garfio sustituye a su mano izquierda, porque supongo que su oficio fue el de pirata. Ni siquiera le queda ropa y lleva esos calzoncillos que le ponían a estos muñecos y que parecen pañales de bebé. El segundo viste un mono amarillo y raído, similar al de Bruce Lee en “Juego con la muerte”, que luego homenajeó Tarantino en su “Kill Bill”; el tiempo y el uso le han machacado la cara, y un brazo y una pierna están sujetos gracias a unas tiras blancas de esparadrapo. El tercero es un sheriff sin roturas ni deficiencias. Que se haya conservado entero y limpio se me antoja un milagro.
Encontré asimismo un Big Jim. Varios chavales de mi generación no conocieron esta clase de juguete. Alguna gente, incluso, nunca saca los muñecos de sus cajas. Eso los revaloriza y luego puede venderlos por un pastón, como hacía el protagonista de la comedia “Virgen a los cuarenta”. En eBay, ese gran mercado donde pueden descubrirse innumerables objetos de coleccionista, venden un Big Jack en su caja, sin abrir ni estrenar, por unos sesenta euros. Big Jack era la versión afro de Big Jim, y recuerdo que tuve un ejemplar, con su sombrero, su machete y hasta un trozo de caña de azúcar. Big Jim y su colega Jack eran físicamente agraciados, menos feuchos que el Madelman y con más músculos. De entrada, al blanco lo habían peinado como a Robert Redford en “Dos hombres y un destino”, y eso favorece mucho. Al que encontré el otro día en la caja le falta una pierna. Al Big Jim yo lo torturaba con frecuencia, para que pareciese un héroe forjado en peleas y aventuras: con una cuchilla le hacía cortes en un bíceps y en la cara, ambos de goma, y luego aplicaba rotulador rojo a las heridas. Eso, a los ojos de los chavales, les confería otro empaque, como si fuesen soldados muy fatigados por las batallas. La pena es que, de esta colección, se me han extraviado algunos realmente graciosos, como El Increíble Doctor Acero, un fulano calvo y karateca cuya caja incluía una tabla para romper de un mandoble (la tabla era de plástico y con truco, claro). En eBay te soplan por este bicho unos cien euros. Y atesoré un Jerónimo del que sólo guardo la cabeza, con una melena despeinada y expresión de estreñido. Me gustaban menos los Geyperman, pero por casa hay algún superviviente. El Geyperman era demasiado alto y frío, pelón y artificial.
Me asombra que algunos conservemos durante tantos años estas figuras de acción. Hoy los coleccionistas pagan, como acabo de apuntar, precios desorbitados por estos muñecos. También conservo otros, pero mi norma es no venderlos. Además, los torturé tanto en mis juegos que parecen víctimas de guerra. La mayoría de mis muñecos articulados cumplirá treinta años dentro de unos meses.

martes, noviembre 14, 2006

Citas. 11


Es difícil que las personas inteligentes elogien las dictaduras, por la sencilla razón de que cuando una dictadura se pone en marcha lo primero que liquida es a la persona inteligente.
George Orwell, Orwell en España

Cómic: Batman: El largo Halloween, de Jeph Loeb y Tim Sale


Un asesino en serie siembra el terror en Gotham City: mata a la gente sólo los días festivos, siguiendo la gran tradición de otros psicópatas célebres. San Valentín, El Día de Acción de Gracias, El Día del Padre... Batman, el fiscal Harvey Dent y el comisario Jim Gordon juran unirse para atraparlo. El misterioso tipo se hace llamar Festivo, y suele dejar regalos en el escenario del crimen.
Este cómic por entregas es una puesta al día del género negro: por eso desfilan por sus viñetas los mafiosos y las mujeres que empuñan revólveres entre las sombras, y por eso encontramos ciertos guiños en el guión y en el dibujo a películas famosas. Cuando Festivo asesina, sus autores optan por dejar las viñetas en blanco y negro, con alguna pincelada de color, como homenaje al cine de la mafia. Aunque no me gustó tanto como Batman: Silencio, la historia mantiene al lector en vilo y en sus páginas aparece una galería jugosa de secundarios: El Espantapájaros, Catwoman, Julian Day, Joker, Enigma, Poison Ivy, Sombrero Loco, etcétera.

Volver (La Opinión)

Estuve el fin de semana en Zamora, fiel a mi visita mensual, y salí de farra las dos noches. En los bares, principalmente el sábado, no cabía ni una pulga. Con los amigos con quienes iba de copas, y luego con la gente que me iba encontrando en cada garito, no sé por qué, el tema siempre era el mismo: nuestra ciudad. No fue premeditado. Estábamos en el Avalon y un colega, que ha regresado a la provincia después de unos años viviendo en otros lugares, me dijo que estaba contento de haber vuelto. Quizá dentro de unos años me canse de la ciudad, contaba, pero de momento estoy muy bien. En el Mesón de Piedra salió el tema de Madrid y Zamora y la tortura del viaje entre ambos lugares, muy pesado por culpa del tráfico y las obras. Uno de mis amigos vivió en Madrid durante un año. Volvió a sus orígenes y no quiere saber nada de alojarse de nuevo en Madrid. Su novia tampoco, y su deseo es volver de la capital. Dijimos que las dos mejores ciudades para ir de bares y divertirse son Gijón y Zamora, es decir, urbes pequeñas y en las que no te veas obligado a tomar el metro, el taxi o el autobús nocturno para moverte entre los garitos y para regresar a casa. De hecho, yo mismo salgo de bares en Zamora todo lo que no salgo en Madrid, donde se gasta uno demasiado dinero. Pero lo mejor, y en eso coincidíamos todos, es que, cuando te das una vuelta por Los Herreros o por los pubs próximos a la Plaza Mayor, sueles toparte con caras conocidas y puedes charlar un rato, y eso es un lujo.
Continuamos la ruta: el Popanrol, La Bodeguilla, el Mesón del Chorizo, el Pintón. En el Pintón, un tipo al que hacía tiempo que no veía me contó que estaba encantado con su regreso a casa. Había estado trabajando fuera, en otras ciudades, y ahora tenía otra vez las cosas que antes añoraba: las visitas a su bar favorito de Los Herreros, encontrarse con sus colegas, recorrer la ciudad a pie. Seguimos visitando garitos. Y en el Señor Baco, que ahora regenta uno de mis primos, sucedió algo curioso. Dos de nosotros estábamos conversando junto a la barra y se nos acercó un chico con barba, a pedirnos fuego. No fumamos, así que le dijimos que no podíamos ayudarle. Casualmente, estábamos hablando de las virtudes de la ciudad (que las tiene, a pesar de sus imperfecciones), y el tipo, festivo y achispado, nos soltó: Eh, tíos, Zamora mola un montón. Yo le dije: Mira, precisamente estábamos hablando de eso. Preguntó: ¿De dónde sois vosotros? De Zamora, respondimos. Pero yo vivo en Madrid, añadí, desde hace poco. Y él añadió: Sí, yo soy de Madrid, pero he venido a ver a unos amigos y esto es la hostia, me encanta. Luego nos chocamos las manos, nos dimos palmadas, etcétera. Durante esas dos noches hablé con mucha gente, y a menudo el tema de la ciudad se inmiscuía en las conversaciones. Insisto en que no estaba premeditado, sino que vino dado por la situación. Cuando dos se encuentran y hace tiempo que no se ven, se intercambian las preguntas: ¿Qué tal por Madrid? ¿Y tú por Zamora?
El sábado, de madrugada, volví a casa envuelto en el cobijo encantador de la niebla. Se me helaron los huesos, pero fue un broche de oro. Por fin algunas personas de mi generación comienzan a encontrarse cómodas en la ciudad. Me alegro. Ya no hay tantas quejas, quizá porque, cuando se ha salido y se ha vuelto, como me dijo un colega, advierte uno que la tierra tira mucho. Lo único que puedo añadir es que, si solventas la depresión de las tardes laborables en Zamora, lo demás se lleva bien. Por mi parte, me encuentro cómodo en Madrid (a pesar de sus imperfecciones) porque soy cautivo de la variada oferta cultural que hay aquí; es su virtud.