Una de las sorpresas más agradables del año pasado, en el panorama literario español, fue el nacimiento de la editorial Libros del Asteroide. En su breve pero intensa andadura han ido cumpliendo los parámetros de rigor, calidad e independencia que se impusieron. En su página web leemos esta declaración sobre su línea editorial a seguir, frase que nos devuelve la felicidad a muchos lectores: “Se tratará en su mayor parte de libros inéditos en nuestro país aunque también se recuperarán títulos no disponibles o descatalogados”. Gracias al Asteroide hemos podido rescatar las obras de autores cuyos libros ya eran difíciles de encontrar, como “En busca del barón Corvo”, de A. J. A. Symons, o, simplemente, títulos inéditos en castellano, como “Los inquilinos de Moonbloom”, de Edward Lewis Wallant, “Vinieron como golondrinas”, de William Maxwell, o el que nos ocupa en este artículo: “Hogueras en la llanura”, del japonés Shohei Ooka. Cada libro, además, incluye un prólogo de un reconocido autor: Rodrigo Fresán, Soledad Puértolas, José Jiménez Lozano, entre otros.
Shohei Ooka, inédito hasta ahora en nuestro país, es un escritor de quien dijo Kenzaburo Oé que podrían haberle dado el Premio Nobel de Literatura. Nacido a principios del siglo pasado, falleció en el año ochenta y ocho. Atraído por la literatura francesa, estudió en la Universidad Imperial de Tokio, lo que le permitió dedicarse al periodismo y a la traducción. Hasta que en el cuarenta y cuatro fue enviado como soldado a la isla de Mindoro, en Filipinas, a participar en la Segunda Guerra Mundial. Más tarde sería capturado por las tropas norteamericanas y hecho prisionero. Ooka conoció las miserias de la guerra y de la derrota, y su experiencia le sirvió para escribir su novela más célebre, considerada un clásico: “Hogueras en la llanura”. Fue llevada al cine por Kon Ichikawa.
El soldado Tamura, narrador en primera persona, desvela su situación en la isla de Leyte, en Filipinas, desde el momento en que contrae tuberculosis. El alto mando lo envía al hospital. Pero allí sólo lo aceptan durante el tiempo que dura la comida que trae consigo. De un lado para otro, finalmente Tamura se marcha y vaga en soledad por la isla. Aunque su objetivo es sobrevivir, en realidad ya está preparado para afrontar la muerte, ese honor del soldado japonés. En la isla tropieza con otros compañeros de armas, enfermos y abandonados a su suerte, divisa a lo lejos las hogueras en la llanura que hacen los filipinos, subsiste alimentándose de batatas, raíces y sanguijuelas, duda de su creencia en la cruz y en Dios, que de niño le fascinaron, para luego, de adulto, abandonar esa fascinación. Un elemento tan básico y elemental para nosotros como la sal se convierte en el libro en moneda de cambio y en símbolo de energía, algo muy apreciado por quienes merodean por la jungla. Ooka muestra una preocupación constante por la naturaleza y por las descripciones (muy bellas y minuciosas) de los parajes, lo cual recuerda a otras novelas posteriores como “El húsar en el tejado”, de Jean Giono, o “Todos los hermosos caballos”, de Cormac McCarthy. Los primeros capítulos abundan en esas descripciones y en los vagabundeos hambrientos de Tamura. Pero, más adelante, el autor nos asesta el golpe mortal: el soldado conoce no sólo el hambre, sino también el asesinato, el delirio, el horror, la intemperie, la soledad más profunda, el misterio de la carne transfigurada, el canibalismo y, por supuesto, la locura. Una novela impecable sobre la condición humana y los subterráneos de horror a los que el hombre es capaz de descender cuando está solo y derrotado.