Voy a hacer un recado y tomo el metro pero, al salir de la tienda, decido regresar a casa caminando. Es un largo paseo. Hay que atravesar una glorieta, recorrer interminables aceras y grandes avenidas, cruzar muchísimas calzadas, esquivar las innumerables obras y socavones de la ciudad. Antes que el metro, prefiero las caminatas para estirar las piernas, tomar aire y tropezarme con escenas curiosas. Es una opción sana. La mañana está fría y, en los atascos, los conductores aporrean el claxon como si le estuvieran partiendo la cara al tipo que provocó el último caos circulatorio. Atisbo un poco de todo: hombres y mujeres que van a la compra, policías que salen de sus coches, trabajadores con la fatiga impresa bajo los ojos, ejecutivos con maletín y el aire en el pelo a causa de sus andares veloces y estresados, prostitutas hablando en corro, docenas de mendigos. Tengo los ojos en alerta, por si pudiera capturar alguna sabrosa imagen antes de entrar en casa. Recuerdo, entonces, que en la tarde anterior vi, en zona céntrica, a un individuo de barba negra y cabello revuelto que conversaba con una motocicleta aparcada. Han leído bien: conversaba con la moto, o estaba a mitad de monólogo porque dudo que el vehículo le respondiera. La trataba como tratamos a una mascota que acaba de orinarse en un lugar inconveniente; como si le hablara a un perro que acaba de mear en el sofá, en su intento de regañarle o de convencerle de algo. Le decía: “Vamos a ver… ¿de quién es la moto? ¿Eh? ¿De quién es la moto? ¿Eh?” Los transeúntes se quedaban mirando. No alcancé a oír más, porque absorbo esta clase de situaciones con suma discreción. Pero el hombre siguió soltando su discurso.
Digo que voy con los ojos en alerta. Y, al cruzar una calle cuando el semáforo está en verde, oigo un vozarrón, fastuoso en carrasperas y antiguas borracherías (y ustedes perdonen la blasfemia): “¡Mecagoendiós, eso son piernas, y no lo de David Beckham!” Se lo han dicho a una chica con falda que cruza por el paso de cebra. El autor del comentario esboza sonrisa de granuja. Y su estampa es la pepita de oro que andaba buscando: va montado en una vespa antigua. El vehículo ostenta como dos millones de adornos y florituras. A la distancia desde la que miro, no soy capaz de distinguir qué es lo que le cuelga a la moto: parece una mezcla confusa y abigarrada de chapas, pegatinas, pins, colgantes y baratijas. Imaginen los adornos más barrocos de una tienda de antigüedades, y pónganlos juntos y apretados en una vespa, en los manillares, en los espejos. El nota usa casco, y el casco enmarca una cara con una barba que parece una tempestad, y uno juraría que de ella incluso asoman los cangrejos y las botellas con mensaje dentro. Es mofletudo y de mediana edad, y ríe tras haber soltado la frase en voz alta. Un cromo, oiga. La gente se detiene a mirarlo.
Apenas unos minutos después, otra escena. Háganse el cuadro. Acera estrecha. Con cafeterías, un bar, un establecimiento de kebab, un teatro, tres o cuatro portales, un garaje, una discoteca. En medio de un tramo de esa acera, dos ciudadanos y dos policías hacen corro. Al pasar, veo lo que ven. Es un hombre tirado en el suelo. Boca abajo. Uno de sus brazos parece servirle de almohada. Al principio creo que es un borracho descansando la curda. Pero advierto dos detalles únicos: viste la chaqueta azul de una empresa de limpieza, con las letras bordadas en la espalda; y, cerca de la mano, hay una espátula. El hombre estaba trabajando. Pero esboza una sonrisa, en su sueño. La pregunta es: ¿Estaba currando y se desmayó? O, ¿estaba bebido en el trabajo y decidió echarse una siesta? Me alejo, pensando: Prefiero no saberlo.