Fui a comprar un periódico un sábado por la tarde. Estaba en mi ciudad, como ya he contado aquí, y olvidé que los sábados por la tarde no abren los comercios. Tampoco los kioscos, lo cual me disgusta porque el régimen de horarios comerciales hace que el sábado por la tarde se parezca demasiado a un domingo, y los domingos, en principio, le sientan a uno mal; medio país anda deprimido los domingos por la tarde, y no digamos al caer la noche y recordar que a la mañana siguiente hay que levantarse para ir a clase o para ir a trabajar. Pero volvamos al principio: decía que estuve dando unos cuantos paseos por el centro, a la caza de un kiosco o de algún comercio donde pudiera comprar un periódico. Entonces se me ocurrió ir a uno de esos establecimientos abiertos en las galerías; sabía que esa tienda no cerraba ni los sábados ni los domingos. Cuando miré el escaparate me quedé de una pieza: el kiosco ya no existía. Lo habían cerrado para abrir un bazar, creo que chino; en cualquier caso, un bazar con precios baratos, que funcionan ahora mucho porque, así, todos nos compramos las pantuflas, la espumadera, las pilas de repuesto y el destornillador que hace falta cuando uno está montando un armario y el viejo destornillador se ha perdido en algún recoveco de la casa. Estos objetos luego duran dos días, pero mientras tanto vamos tirando.
Recorriendo el centro de la ciudad me ocurrió lo mismo: descubrí que muchos negocios han cambiado de manos. Donde había un kiosco, ahora hay un bazar. Donde había un local de productos informáticos, ahora hay una tienda de lencería. Algunos negocios han desaparecido y otros se han mudado de calle: a veces lo hacen por necesidad estética y, otras, porque los pequeños empresarios han encontrado un alquiler menos caro dos manzanas más allá de donde estaban. La ciudad, en sentido comercial, va cambiando de atavíos y de atrezzo. Tarda uno un mes en volver a Zamora y ya han cerrado cuatro tiendas, pero han abierto otras seis. Leí el otro día que esta circunstancia es importante porque significa que la iniciativa comercial se regenera y está continuamente en activo. Por cada pequeño negocio que muere, aquí suelen nacer dos. No recuerdo con exactitud los titulares, pero venían a decir algo parecido. El comercio, pues, supongo que funciona como nuestra sociedad: si no nacieran varios niños por cada anciano que se muere, nos quedaríamos sin descendencia y a punto de extinguirnos, como en “Hijos de los hombres”.
Por otra parte, permítanme una sospecha. Me da que, en nuestra ciudad, son pocos los negocios que funcionan lo bastante como para perpetuarse. Un colega me ha dicho que él y sus socios van a dejar el bar que tenían alquilado porque no pierden dinero, pero tampoco lo ganan. De ahí que un pequeño empresario desista, cierre su negocio y en seguida le cojan el relevo. Por último, no debemos olvidar que en toda ciudad siempre hay locales con estigma, o locales malditos, o locales con mala suerte. Son ese tipo de inmuebles que cambian de manos una vez cada poco tiempo, el justo para advertir que es imposible sacar beneficios. Ese tipo de local en el que, desde sus inicios, ha habido un bar de tapas, un pub nocturno, una tienda de discos, una papelería, una tienda de ropa, una copistería, un negocio de suministros informáticos y lo que gusten añadir a la lista. Son locales que, nadie sabe las razones, jamás funcionan: pongan lo que pongan sus sucesivos dueños temporales, no se hace caja. Algunos de ellos están en complejos comerciales y en galerías y pasajes, y se han cerrado y reabierto miles de veces.