Alguna que otra mañana me siento desganado para la acción. La acción, en mi caso, significa darle al teclado del ordenador. Y los lamentos del perro de los vecinos del edificio frente a la habitación donde trabajo no ayudan. Al perro lo dejan solo a menudo, y se dedica a aullar, asomado al balcón. Esos aullidos distraen, pero no puedo ponerme los tapones de goma para los oídos porque no oigo si el cartero llama al timbre ni la música que me acompaña. La escritura es un oficio solitario; demasiado solitario, a veces. Mientras desarrolla la jornada literaria uno no puede comentar con nadie una anécdota, un párrafo de un libro, una canción, una escena clásica que le viene a la memoria, una noticia; comentarlo por teléfono o meterse en un chat no es lo mismo: perdemos la intimidad que propicia la cercanía y la consecuente espontaneidad. Así que entonces, solitarios y silenciosos, nos ponemos a escribirlo, a contarle al papel y a contarnos a nosotros mismos nuestros recuerdos, nuestras emociones, nuestros gustos, nuestras opiniones, nuestras ficciones plagadas de personajes que no existen o se inspiran en seres reales. Ese es uno de los secretos del oficio.
Estamos solos, ahora, mientras escribo esto, el perro y yo. Separados por la calle por cuyas piedras baja la corriente de las lluvias. Él, con sus aullidos y lamentos; yo, con mi silencio y mi reflexión. Poco antes, desesperado por esa inapetencia, por ese malestar del que quiere escribir pero no acaba de concentrarse, he ido a tomar un café. No a la cafetería más próxima, sino a la cocina. Dicen que el ser humano nunca cambia, pero sí pueden mudar sus costumbres. Antes no desayunaba nunca. Luego, me dio por el té. En la actualidad tomo un par de tazas, como siempre, pero también un poco de café. La razón es que me ha dado por desayunar galletas, y la galleta mejora su sabor si la empapas en un café solo y azucarado. Durante el café, mojando cada galleta, he esperado la chispa, las ganas. He aguardado, al probar la galleta húmeda, a que me llegara el chispazo proustiano con la prontitud de esa botella con mensaje que las olas acercan a la playa. No ha habido suerte. No siempre la hay. E incluso esa desgana se da con mayor frecuencia en otros oficios. A veces te lo dice un amigo: que esta mañana está en la oficina y que no tiene ganas de nada y que la jornada no parece acabar nunca. Al menos nosotros, los esclavos de la soledad matutina, el silencio, la reflexión, la palabra y el teclado, contamos con una ventaja: si la cosa no funciona podemos salir a dar un paseo, o tumbarnos en el sofá con un libro entre las manos. No obstante, se pierde el tiempo asignado a las tareas, y eso resulta imperdonable.
En las mañanas de verano, quienes molestan a uno con sus chillidos y sus juegos y sus berrinches son los niños. En invierno los mandan al colegio o cierran las ventanas, para que no entre la helada. Afuera, orvalla. La lluvia fina moja el lomo del perro, que estira el cuerpo para apoyar las patas delanteras en el enrejado del balcón y ver mejor la calle. Si uno abre la ventana, no oye el ruido de las escaramuzas porque los parias, con lluvia, no se pelean: sólo se refugian en la entrada de los cajeros automáticos. Pero sí alcanza a escuchar los sonidos de la mañana laboral: las cajas que algún tipo descarga de un camión, el vuelo de las palomas inquietas por la humedad, el motor de un coche. A veces se dan estas raras mañanas de inapetencia. Y es sólo eso: inapetencia, acaso provocada por el frío y el orvallo. Ganas de nada. Pero, cuando uno quiere darse cuenta, ya ha escalado su propia montaña: es decir, que ha llegado andando y sin sobresaltos y con felicidad hasta la última línea de este artículo.