Tras dar un paseo, regreso a casa. Son las nueve de la noche y por las calles camina la multitud. En el barrio, delante de mí y bajando por una cuesta, van tres moros adolescentes. Pinta de camellos y de chulos. Flacos y veloces. Andan deprisa, calle abajo, y parecen estar drogados hasta las cejas. El que parece el jefe, o al menos el más envalentonado, hace burla a los transeúntes que pasan y circula por el centro de la calzada de baldosines. Sus colegas o compinches van por la acera. El jefe, que se tapa la cabeza con un gorro de lana, insulta en español al personal. Son provocaciones. Pero nadie responde. Los ciudadanos que regresan a casa desde el trabajo o desde sus compras no pueden exponerse a entrar en un lío en el que brillen las pipas o las navajas. El tipo, el que parece el jefe, continúa por la carretera. Una furgoneta se aproxima y, en lugar de apartarse hacia la acera, el chaval se detiene allí en medio. Sí, exactamente como en las películas, cuando el malo se para ante los coches y a los conductores les toca frenar y luego les saca un revólver de la sobaquera y les obliga a salir. Sólo que este no saca nada. Pero allí, quieto, desafiante, chulesco, colgado de alguna sustancia, obliga al conductor, un hombre blanco que parece estar terminando el trabajo con su furgoneta, a parar el vehículo. Cuando el marroquí ha logrado lo que quiere, se aparta y pasa cerca de su ventanilla y mira hacia adentro, con esa expresión de matón en plan “Si no llegas a parar, te la buscas”. El hombre de dentro, que lo podría tumbar de una hostia, prefiere morderse los labios y arrancar de nuevo.
Acto seguido, el muchacho se envalentona aún más. Y, de un salto circense, se planta en el capó de un coche. Lo abolla un poco. Por suerte, no está el dueño, porque entonces hubiera comenzado el polvorín, y los polvorines estallan por cosas como ésta, por provocaciones callejeras y actos vandálicos. Pisa con fuerza por el capó, el techo del coche y la parte trasera. Los transeúntes que vamos detrás miramos; la gente no da crédito. Al bajar del coche, le dice algo a un chico que pasa. Estoy alerta, por si las moscas. Por si el siguiente soy yo. Pero no es así, por fortuna. Sus provocaciones siguen calle abajo, pero los pierdo de vista porque tuerzo por el atajo diario que me lleva a casa. Probablemente terminen el trayecto en el kiosco que regentan dos chinas a las que los adolescentes moros y camellos acorralan a diario. Veo la situación cada fin de semana, cuando entro a comprar una bolsa de hielos o una botella de refresco. Entran, torean a las chinas, las llaman “Chino, eh, chino” y a veces “China”, cogen lo que se les antoja y casi nunca pagan. Salen a la puerta y obstaculizan el paso ofreciendo mercancía. Y allí se plantan el día entero. La última vez que entré, las chinas habían colocado un palo bajo el mostrador de cristal, bien visible. Supongo que habrán tenido que utilizarlo. En la puerta de ese kiosco algunos esnifan pegamento. Lo cogen del establecimiento, lo vierten en un pañuelo, se lo colocan en la nariz y aspiran. Cuando se pegan entre ellos, en sus cabreos tiran los contenedores de basura, pisan los coches, dan patadas a sus puertas. Orinan en cualquier lado y a la luz del día: en las aceras, en las ruedas de los vehículos, en las esquinas de los portales. Y son racistas.
Los inmigrantes que llegan aquí suelen trabajar. Los chinos abren bazares y restaurantes. Los negros, tiendas exóticas, y también curran en el andamio. Los turcos, locales de kebab. Los hindúes regentan videoclubes, restaurantes y fruterías. Los árabes abren teterías, y el problema son los cachorros de éstos, cachorros dedicados al pillaje, al robo, al trapicheo y a arrasar con todo. Así están las cosas.