lunes, octubre 31, 2005

Máquinas destripadas (La Opinión)

La primera vez que observé un ordenador abierto me pareció una imagen obscena. Cuando digo “ordenador abierto” me refiero a la torre que cobija los discos duros, los ventiladores y tarjetas gráficas, el laberinto de cables. Recuerdo el momento, aunque ocurrió hace años: entré en un cyber de Zamora en el que nos reuníamos los amigos. La gente estaba frente a las pantallas, matándose virtualmente y en red en videojuegos violentos y entretenidos. Encima de una mesa estaba la torre de un ordenador, y supuse que era un aparato del propio local, cuyo funcionamiento se habría detenido. Lo habían tumbado sobre el mueble, de lado, y le faltaba la carcasa. Junto a la mesa unos cuantos muchachos conversaban acerca de los síntomas del paciente. Entre todos, deduje, están realizando el diagnóstico para, más tarde, entrar a matar y operar a corazón abierto. Aquellos médicos informáticos no eran técnicos ni expertos ni trabajaban en ningún taller de reparaciones de ordenadores, porque en estos tiempos los niños nacen ya sabiendo cómo resolver los estropicios en la informática.
La torre seguía ahí, enferma y seguramente desangrándose a causa de los virus o del polvo o de una explosión diminuta o de algún cable suelto, aguardando a que le metieran las manos entre las tripas y resolviesen su problema o le dieran pasaporte al chatarrero. Me pareció, insisto, obscena, pues nunca antes había visto un ordenador sin su armadura y esperando en la camilla a que lo interviniesen quirúrgicamente. Ahora ya no me asusta ni me confunde. Pero al principio sí: nos ocurre cuando vemos por primera vez los engranajes, los misterios, los mecanismos de un objeto. En el fondo, el interior de un reloj o de un ordenador o de un coche no son tan distintos del interior de un ser vivo: simplemente funcionan a la perfección, hasta que un día dejan de funcionar. La diferencia es que el ser humano posee la inteligencia y los sentimientos, y de ellos se vale para crear a los anteriores y dotarlos de una vida efímera. No es mi intención comparar, pero las operaciones de personas que salen en la tele me provocan el mismo asco que cuando atisbo, por primera vez, las profundidades de los objetos. Con el tiempo, sin embargo, se acostumbra uno a ver aparatos en talleres de reparación, pero no seres humanos encima de un quirófano.
Volvamos al ordenador abierto en canal: me pareció sublime el momento en que los muchachos se aproximaron al aparato para intervenirlo. Conocían los secretos: dónde estaba el cerebro del pc, dónde esos pulmones con forma de ventilador que alivian las calenturas de la máquina tras el encendido, dónde se refugia la memoria del bicho y qué válvulas conectan unas cosas con otras. Del mismo modo que nos fascinan los médicos y sus lecturas del cuerpo humano, y los veterinarios y sus escrutinios en nuestras mascotas, a mí además me maravilla el modo en que los técnicos (o, en el caso que nos ocupa, los chavales que se las saben todas) leen los recovecos de los vehículos, de las televisiones, del vídeo, y de cualquier cachivache doméstico que vuelva nuestra vida más confortable. Cuando se estropean hay varias formas de solucionarlo: tratar de arreglarlo por nuestra cuenta, y que no funcione; llevarlo a un técnico y que, de un vistazo, aconseje deshacerse de él y comprar uno nuevo; o que ese mismo técnico lo destripe, lo explore y lo sane, y salgamos maravillados de allí, igual que salimos encantados de la consulta cuando el doctor nos dice que no nos preocupemos, y que todo se solucionará con un medicamento o llevando una vida saludable. Las máquinas: qué misteriosas, tan llenas de complejidades.

domingo, octubre 30, 2005

Efecto dominó (La Opinión)

Hay ocasiones en las que una tontería, un accidente o un equívoco desencadenan las consecuencias más trágicas. Un encuentro fortuito, un simple despiste, activan una maquinaria de efectos que se nos escapan de las manos y terminan convirtiéndose en un monstruo, igual que las bolas de nieve que van aumentando en velocidad y tamaño cuando ruedan por una pendiente, o la ficha de dominó que cae y derriba a su paso al resto de las fichas del juego. Partiendo de esa premisa (una decisión errónea, un tropiezo inesperado, un revés) hemos leído magníficas novelas y visto estupendas películas. En el primer caso me vienen a la cabeza los libros de Paul Auster, donde una llamada de teléfono o la noche triste de un viudo que ve en la tele a un cómico del cine mudo propician todas las consecuencias de la trama, como si, una vez pasado ese punto, ya no hubiera retorno posible a la placidez previa. En el segundo caso ahí están “Un plan sencillo”, “Fargo”, “Giro al infierno”, “El efecto dominó”, o “Amores perros” y “21 gramos”: tipos que toman una decisión equivocada al quedarse un dinero que no es suyo, hombres que eligen un camino y tienen un accidente de coche, perdedores que planean el secuestro de su esposa para sacar pasta a su suegro… Vidas, en definitiva, que cambian por completo en un segundo, en un giro de la suerte.
En Vilafranca del Penedés (Barcelona), hace unos días, sucedió una de esas historias. La hemos leído con asombro en la prensa, conscientes de que a menudo la vida y los periódicos nos proporcionan cuentos increíbles. Por si acaso alguien no la conoce, la cuento. Un hombre conducía su grúa cuando embistió el coche de una chica. Salieron de sus vehículos para intercambiar los papeles. Pronto el individuo le dijo que se había olvidado el seguro en el taller de desguace, y pidió a la joven que la acompañara a buscarlo. Una vez allí, el hombre de la grúa reconoció no tener seguro, y propuso a la chica poner en el parte del accidente que no la había embestido una grúa, sino un coche del que poseía el seguro. Dado que ella no accedió, al fulano le atacaron los nervios, extrajo una pistola, apuntó a la mujer y la amordazó y ató en una silla. Seis horas más tarde al nota, al parecer, le entraron ganas de fumar. Así que la introdujo en el coche y fueron a una gasolinera a por tabaco (sic). Suponemos que estaba ganando tiempo para decidir cómo resolvía la situación. Al volver de la gasolinera se le ocurrió estrangularla. Ella perdió el conocimiento y él creyó que estaba muerta. Cuando volvió en sí, el hombre volvió a apuntarla con el arma y disparó, errando el tiro (los periódicos no se aclaran sobre si falló adrede o si andaba mal de puntería). Luego le dio la venada más extraña: arrepentido, ofreció a la chica la pistola y dijo que acabara con su vida. Ella tomó el cañón y lo convenció de que la llevara a un hospital. El hombre lo hizo y hoy duerme en la cárcel. No tenía antecedentes psicológicos.
Encuentros fortuitos de ese calibre pueden cambiar una vida. La chica, que padece un choque nervioso, necesitará probablemente y en lo sucesivo algunas sesiones en el psiquiatra y muchos tranquilizantes. Esto, intuye uno, hará que a partir de ahora desconfíe de cualquier desconocido, tenga la pinta que tenga y suceda lo que suceda. Y, pondría la mano en el fuego, estará fabulando sobre lo que hubiera ocurrido si aquel día no hubiera cogido el coche, o no hubiera torcido por esta o aquella calle. Cuando un accidente o un tropiezo desencadenan una pesadilla, uno repasa los minutos y las horas previas. ¿Pude evitarlo?, se dice uno. ¿Y si hubiera tomado otra decisión? Hay mañanas en que es mejor no levantarse de la cama.

Menú con bufanda (La Opinión)

Algunos establecimientos cuelgan unos letreros y unos carteles, ya sean escritos a mano o a ordenador, tan extraños que, de verlos en una obra de ficción, no nos los creeríamos. En el barrio en el que vivo hay una especie de sobredosis de estos carteles. Los encontramos de diversas clases, y todos conservan algo entrañable, como si sus dueños, además de provocarnos la risa, fuesen una especie de artesanos medio chiflados de los que uno siente piedad. Una de las clases se refiere a los carteles que han sobrevivido a las modas y al tiempo, es decir, los mensajes manuscritos que suelen colgar los dueños de las tabernas y cafés más antiguos de Madrid. Por ejemplo, en una de las calles próximas a casa hay un bareto de buena fama en el que su dueño y camarero escribe frases o poesías a mano, con su caligrafía retorcida y temblorosa, y los cuelga bajo cada botella de vino que coge polvo en los estantes. De manera que, cuando uno entra, antes de verse absorbido por la verborrea del hostelero, se queda prendado de la pared de detrás del tipo, llena de botellas y sembrada de papeles cortados en los que se vislumbran las inscripciones. En esta clase se incluyen los rótulos gigantes, esos nombres de las tiendas en los que brilla cierta sabiduría para titular. Uno de los más emotivos es ése en el que, encima de un comercio ubicado en una esquina, pone “Comestibles finos”. Ese nombre exquisito recuerda un tiempo lejano que los de mi generación no hemos vivido. “Comestibles finos”: ya no hallamos ninguna de esas palabras en los supermercados y grandes superficies actuales.
También están los menús y letreros escritos en español por los inmigrantes que han instalado sus negocios en el barrio. Un día inauguraron un restaurante hindú y me acerqué a ver la carta puesta en la fachada. Había dos o tres palabras mal escritas, y esto me hizo mucha gracia: daba la impresión de que los nombres de los platos los había escrito un niño pequeño. No faltan letreros de chinos o de árabes en los que localizamos errores que, lejos de incomodar, hacen reír a uno, la misma gracia que haría yo con mi pronunciación y mi manejo del idioma si me fuera a vivir a Londres y abriera un café. Los hay mal escritos y los hay bien escritos y, también, muy ocurrentes. La otra noche entramos en un establecimiento a cenar un kebab y, pegado al cristal de la puerta, vi un folio blanco en el que sus dueños escribieron, a ordenador, en letras grandes, lo siguiente: “Por la compra de un menú le regalamos una bufanda de lana”. No me digan que no es un cartel sabroso... A nadie, en principio y en su sano juicio, se le ocurre juntar en la misma frase “menú” y “bufanda de lana”. Nos pusimos a imaginar cómo sería que te regalasen una bufanda cuando vas a comer, y salir hecho un señor, con tu bufanda enroscada al cuello y flotando al viento. Supongo que les vendieron barata una partida de esas prendas y tuvieron que darle salida. El caso es que dicha oferta logra que vayas a cenar y salgas con la garganta abrigada.
Una tercera clase es la de los mensajes escritos en las pizarras de los cafés y los garitos de comida casera. Ponen la pizarra en la calle, en la misma acera, o la cuelgan de la pared. Hace tiempo conté aquí lo de “Hay desayunos para los poco madrugadores”, que vi en la puerta de un bar cutre. Cada vez que paso por allí han cambiado el mensaje. Muchos de ellos son cachondos. Suelo acordarme, cuando leo tantos letreros, de Tomás Sánchez Santiago, quien recoge algunas muestras, entrevistas en sus paseos, en sus libros. La pena es que no suelo llevar boli encima para apuntarlos. Así que, en lo sucesivo, iré anotando.

viernes, octubre 28, 2005

Recomendación: Mi vida en rose, de David Sedaris



David Sedaris tuvo en Estados Unidos los empleos más disparatados (por ejemplo, fue elfo en unos grandes almacenes). Cuando empezó a contar sus experiencias en la radio saltó a la fama. A partir de ahí escribió su vida a través de relatos.

Mi vida en rose es uno de los libros más divertidos que se pueden encontrar en una librería. Son relatos autobiográficos que se dividen en dos partes: en la primera asistimos a sus devaneos por Estados Unidos; en la segunda se muda a Francia con su nuevo novio. Sedaris era homosexual, pero no un homosexual de esos que utilizan sal gorda en su humor, sino todo lo contrario: sus observaciones siempre son de una finura maestra, muy a lo británico, y, si por algo destaca su prosa, es precisamente por el sabio manejo de la ironía.

Podría destacar dos de esos relatos, muy distintos entre sí: en Grandullón, Sedaris ha sido invitado a una merienda en casa de unos amigos; se levanta y dice que le disculpen, va al lavabo, donde encuentra, flotando en el váter, "el zurullo más grande que he visto en mi vida"; pero tira de la cadena una y otra vez y no se va; a partir de ahí, no sabe cómo cargarle el muerto a otro ni deshacerse del problema, y sus reflexiones son de lo más hilarante. En A oscuras en la ciudad de la luz, relata su vida en París: se pasa las horas en los cines, viendo en pantalla grande clásicos en versión original, y es dentro de esas salas donde empieza a amar la ciudad y sus ventajas.

Indigente y cronista (La Opinión)

Tal y como estaba previsto y conté ayer aquí, al final un amigo vino a sacarme las castañas del fuego. Se puso ante el ordenador averiado y consiguió, al menos, instalarme otra versión de windows. Pero el sistema operativo andaba ya tan chocho que tuvimos que formatear el disco duro. Lo importante, desde luego, lo salvé: conviene hacer copias de seguridad cada poco tiempo para poner a salvo los documentos necesarios y de cosecha propia, los trabajos, todo aquello que uno va recopilando. Sin embargo, perdí todas las direcciones de correo electrónico, excepto unas cuantas que conservaba apuntadas en correos alternativos. Pero acabaré recuperando la mayoría: cuando la gente advierta que hace siglos que no escribo mails, y me envíe correos para regañarme, entonces apuntaré de nuevo sus direcciones.
De modo que he vuelto a ponerme frente a mi teclado. Aunque esto no conlleva la misma emoción que andar a la carrera y tener que acudir a un cyber para hacer la columna entre gente que fuma, chatea y habla, dándose prisa para que la broma no cueste tan cara. Pero, bien pensado, me quedo con la tranquilidad de teclear en casa. Justo cuando salía de aquel cyber con hilo musical hindú, comprendí que no es tan difícil (no tanto como uno creía) escribir artículos en uno de esos locales. Aunque concentrarse requiere conocimientos zen. Como soy muy imaginativo, al salir del cybercafé e ir camino de casa me puse a pensar en un articulista convertido en vagabundo, un articulista al que pagaran lo justo para alimentarse una vez al día. Uno de esos indigentes con la barba zarrapastrosa, prematuramente envejecido. Por las mañanas, tras despertarse en un banco, aturdido por la intemperie y la resaca del vino peleón de tetrabrik, iría a conseguirse algo para desayunar. Si no encontraba monedas en la acera ni la compasión de nadie, acudiría al banco a retirar algo de efectivo. Luego entraría en uno de esos cafés con internet y se sentaría ante las teclas. Tendría mucho que contar: cómo mendiga en la calle para reunir más dinero, cómo convive con otros vagabundos, cómo necesita el vinazo para anestesiarse y olvidar por las tardes el acoso de la realidad, cómo siente el cuerpo sin una ducha, ni un jergón, ni un váter a mano. En el cyber bebería una taza de café y acabaría, con suerte, el artículo en media hora, ya que jamás echaría vistazos a la prensa ni querría estar informado de las noticias del mundo. En total: menos de un euro. Luego los familiares y amigos, conmovidos por lo que cuenta en sus textos, trataría de buscarlo por la ciudad para invitarlo a comer, llevarlo a casa, prestarle una manta, regalarle una botella de vino.
Luego pensé que la historia hacía aguas por todas partes. Principalmente porque, con el tiempo, el tipo se volvería tan loco que no habría dios que descifrara los enigmas de su escritura. Loco de vivir en la calle, de dormir en el suelo, de la malnutrición, del trasiego excesivo de vino de baja calidad, de buscar colillas en las aceras. Recordé, además, una película de dvd que había visto unos días antes, “El secreto de Joe Gould”, dirigida por Stanley Tucci y basada en el libro homónimo de Joseph Mitchell, basado a su vez en sus artículos para The New Yorker, basados a su vez en la investigación que hizo sobre Joe Gould, un vagabundo que iba por Nueva York contando que escribía un libro de historia oral con miles y miles de páginas. Y era cierto que escribía a mano, en viejos cuadernos, y que incluso algún editor estuvo interesado en publicar aquello que nadie había leído. Pero los cuadernos nunca aparecieron y los pocos que Mitchell logró leer contenían un claro ingrediente de desequilibrio.

jueves, octubre 27, 2005

Agarrado a mi timón (La Opinión)

Tengo el ordenador hecho una auténtica piltrafa. Esto se debe, en parte, a que es un ordenador anciano. Seis años, para un chisme de estos, supone toda una vida. Larga y fatigosa. En las empresas, por lo general, suelen cambiar los equipos cada dos años o menos. Por eso el mío camina, como si dijéramos, con cacha. A veces el disco duro y los ventiladores emiten unos sonidos propios de un hombre de ochenta años que haya consagrado su vida al tabaco negro. Suelo mirar a la torre del aparato con misericordia, pero también deseando que su ritmo continúe, que su respiración no se apague. Es curiosa la relación que llegamos a mantener con nuestras herramientas de trabajo y con nuestros objetos más preciados. Empieza uno a garabatear a lápiz o a bolígrafo y se pasa a la máquina de escribir, pero pronto la reemplaza por los ordenadores de los amigos, de los familiares o de la novia, hasta que por fin adquiere el suyo. Después, llegada la hora de jubilación de cada herramienta, se siente uno un poco extraño.
El lunes decidí apaciguar a mi pc de sus achaques, y para ello hice lo que hay que hacer en estos casos, a saber: arrojar archivos viejos a la papelera, desinstalar programas que no se usan, etcétera. En otras palabras: sacar la basura. Claro que, lince informático como soy, ignoro a estas alturas si me cargué un archivo esencial o me entró uno de esos virus de escalofrío, igual de terroríficos que las criaturas clásicas del género de horror. El caso es que, al día siguiente, es decir, el martes, activé el antivirus y la cosa petó: windows se colgó a mitad de scan. Para quienes no hayan usado un ordenador en su vida, la traducción aproximada sería ésta: el ordenador se desmayó. Pero, a partir de entonces, mis esfuerzos por reanimarlo fueron inútiles. No los voy a contar porque, para quienes desconozcan el funcionamiento informático, podría constituir un verdadero jaleo incomprensible. Han pasado desde entonces muchas horas, creo que, exactamente, veinticuatro, de las cuales consagré cinco a dormir. El resto del tiempo (salvo las lógicas actividades de rutina: comer, beber té y café, cenar, ducharse) he estado a los mandos del ordenador, sujeto a la silla, amarrado a las teclas como esos capitanes de barco antiguo que no soltaban el timón aunque el naufragio y la muerte durante la tormenta fuesen seguros. ¿De qué ha servido esa inversión de tiempo en la que apenas me sostengo en pie, me duelen los ojos y he abusado de la cafeína? Seré sincero: para nada. Todos mis intentos de reanimar al bicho de windows han sido en vano. En los últimos años he salvado a mi ordenador de espías, robots, virus y demás ataques terroristas. Al final uno aprende solo, por el método de ensayo y error. En estas horas he tratado de reinstalar el dichoso windows, pero todo eran reinicios, “cuelgues”, comprobaciones absurdas y reparaciones infructuosas. Cuando el reloj marcó las tres de la tarde del miércoles y vi que no había hecho otra cosa salvo el tonto, decidí bajar a escribir todo este rollo en un cyber del barrio de Lavapiés.
Mientras espero a que un amigo venga a repararme el ordenador, al que en una o dos semanas voy a dar la jubilación definitiva, he bajado a ese cybercafé. Es el local desde el que, justo cuando me mudé a Madrid, enviaba mis columnas, ya que tardaron un mes en instalarme internet en casa. Pero ahora es distinto. Ahora me toca escribir aquí, rodeado de gente joven de diversas razas, en un teclado de botones como piedras, algo sucios o grasientos de los dedos de los usuarios de las horas previas. Lo único que saca uno en claro de esta adversidad es la terapia tan eficaz que supone ejercer la escritura: este rato ha sido el mejor desde hace veinticuatro horas.

Mal gusto (La Opinión)

He llegado a sospechar que son clones de una misma persona. Pero no puede ser. Se trata de hombres con unas características físicas idénticas o muy parecidas, a quienes veo cuando camino por la ciudad. Aun a estas alturas, cuando me los tropiezo, dudo si son chiflados envejecidos, alcohólicos a quienes se les nota poco el desequilibrio propio de la ebriedad, o, simplemente, perdedores que han extraviado el norte. Es difícil calcular su edad, sobre todo teniendo en cuenta que soy malísimo para calcular la edad de una persona, como dice mi familia. Según mis cálculos, con probabilidad erróneos o disparatados, estos individuos que vislumbro y que en breve describiré rondarán los sesenta años. Pero, en mi descargo, debo apuntar que son hombrecillos muy flacos, entecos y apergaminados, espigas andantes, y cuando un adulto está muy delgado o muy gordo resulta tarea complicada hacer cálculos de ese tipo.
Estos hombres, que veo multiplicados por Madrid como si fuesen clones perdidos de la manada entre el laberinto de calles de la urbe, son iguales o muy parecidos. Ya hemos apuntado su edad, y su fisonomía de junco. Bastarán unas cuantas pinceladas para redondear el retrato. Empecemos por los pies: acostumbran a calzar zapatos pasados de moda o mocasines feos. No es raro verles los calcetines. Suelen ir de traje. Traje y chaqueta, y una corbata tan ancha que les ocupa la estrechez de su pecho al completo. El traje y la corbata no son, precisamente, de esos que se pondrían Richard Gere o George Clooney. Debajo llevan camisa blanca de cuellos demasiado amplios para el gusto actual (no confundir con los cuellos almidonados y subidos hacia arriba que utilizan los más modernos); y alguno, también, camisa de colores rancios. Con el traje, casi siempre limpio, quiero señalar que no se trata de vagabundos e indigentes. Poseen un rostro entreverado de arrugas, y esos pliegues no parecen todos ser consecuencia lógica de la edad. Ninguno de ellos rehúsa el bigote. Son bigotes finos, desmadejados, más extraños que el que se dejó crecer Charles Bronson en su madurez de justiciero ficticio. La cara resulta cadavérica. Los ojos apenas son visibles, pues usan gafas con cristales de millones de dioptrías (quizá en este punto haya exagerado un pelín, pero sé que me lo perdonarán). De las comisuras de los labios no es raro que les asome un pitillo; lo dejan ahí colgado, y fuman sin quitárselo, aspirando por un lado de la boca y soltando el humo por el otro. El gesto de esas caras está a medio camino entre la burla y la satisfacción. Y el pelo. El pelo es otro cantar: raya a la izquierda, flequillo largo y apelmazado, con sobreabundancia de caspa y de grasa. Son, en una palabra, fulanos cuyo mejor amigo podría ser Torrente.
No llaman la atención de los transeúntes, sin embargo, por sus rasgos o por sus ropas: al fin y al cabo guardan cierta apariencia elegante, aunque trasnochada. No. La gente se fija en ellos porque tienen la costumbre de armar jaleo en plena calle. No se lo arman a nadie. No dirigen sus diatribas contra ningún ser de carne y hueso. Tampoco se dirigen a la pared. Sólo están en la acera, o a la puerta de una cafetería, o en medio del asfalto, gritando imprecaciones a los cuatro vientos y con peligro de que un conductor los atropelle. No se les entiende una palabra. No creo que sean vagabundos ni locos. Son, creo yo, tipos con mal gusto que acaban de meterse entre pecho y espalda un tintorro de más. Quizá en la tasca no los aguantan o no escuchan sus filosofías de barra y salen a la calle, a disparar palabras y saliva al aire. Se les ve hacer aspavientos con los brazos. Algo sí se les entiende: un exceso de tacos.

martes, octubre 25, 2005

Faltas (La Opinión)

Encuentro en la prensa el siguiente titular: “Los chicos de once años cometen una falta de ortografía cada dieciséis palabras escritas”, con el subtítulo: “Un estudio entre ochocientos noventa alumnos señala que más de la mitad de los fallos se debe a los acentos”. A priori uno podría escandalizarse por los anteriores datos, y más si a estas revelaciones añadimos el hecho de que un alto porcentaje de ellos utilizará en sus exámenes ese lenguaje mutilado de los móviles, repleto de abreviaturas, palabras inventadas y símbolos. Pero no es tan preocupante si echamos un vistazo a la gente a nuestro alrededor. Me refiero a los adultos. Hoy día no son necesarias las encuestas para saber que casi todo el mundo que ha terminado sus estudios y tiene un empleo comete brutales faltas de ortografía, tan brutales que, a quienes estamos acostumbrados a trabajar con la palabra, nos provoca urticaria visual.
Es cierto que a un tipo que se dedica a echar argamasa en los ladrillos igual no debemos exigirle que conozca las reglas elementales de ortografía, pues no tirará demasiado de bolígrafo salvo para elaborar facturas. Me estoy refiriendo más bien a adultos en cuyo trabajo el cuidado de la palabra es fundamental. Por ejemplo: hay carátulas de dvd en las que he visto faltas de ortografía garrafales; son de esos errores que, de alguna manera, sabemos que no se deben a duendes de imprenta, sino a la impericia del encargado de redactar las sinopsis. Es el caso de esas palabras que llevan “uve” donde deberían llevar “be” y viceversa: es evidente que ahí no estamos ante un caso de duendes de imprenta. He visto demasiados ejemplos para saber de qué hablo. O el caso de periodistas que aún no tienen claro dónde acentuar. O personas que deben realizar informes en la oficina y aparecen plagados de faltas de ortografía, tan abundantes que uno se deprime. Lo comprobamos en los mensajes de los foros de internet, y hasta en los blogs y en los chats, y en los correos de algunos amigos: la acumulación de palabras sin acentos y de faltas de ortografía alcanza un nivel tan grande que parece que quien las escribe haya pasado de manera fugaz por la escuela. No se pide a nadie que sea un experto en la materia (incluso quienes trabajamos a diario y de continuo con la palabra dudamos, o nos equivocamos, porque nadie se sabe todas las palabras del diccionario). Tampoco se pide un rigor excesivo, pero sí algunas normas elementales, sencillas, como no confundir “a” con “ha”. Por ahí he visto numerosas veces los siguientes errores: “Voy ha ir contigo” y “Él lo a hecho”.
Todo esto parece culpa de los niños. Para subsanar este desastre en los textos se les recomienda mucha lectura y algo de memoria visual. Sin embargo, no es culpa de ellos: en la actualidad si alguien se confiesa lector habitual de libros se le mira como si fuera un bicho raro; la gente compra libros, distinto es que los lea. Además, e ignoro los motivos, los alumnos salen del colegio, del instituto y de la carrera universitaria, dando patadas al diccionario, haciéndose un lío con las “bes”, “uves” y acentos. Esto era especialmente doloroso en la facultad donde uno estudió: alumnos que, al terminar la carrera y salir a buscar empleo, llenaban de tropelías sus textos. Gente que se había licenciado en periodismo y redactaba tan mal como un trapero. No había más que leer el periódico aquel que salió en Zamora durante un año: jamás vi tantas faltas juntas en una misma página. El nivel educativo está a la altura del betún, en España. Tal vez si la educación en este país tuviera un nivel más alto, tal vez si la gente leyera libros, las cosas cambiarían. Pero es difícil ser optimista en ese aspecto.

lunes, octubre 24, 2005

Recomendación: Smoke & Blue in the face, de Paul Auster


Buen momento para comprar y leer (o releer, como es mi caso) este libro de Paul Auster, ahora que está en edición de bolsillo por un precio económico.
Smoke & Blue in the face es un canto a Broklyn, al tabaco y a las carambolas del azar.
¿Qué contiene? Pues contiene fotografías, una entrevista con el autor (en la que desvela algunos pormenores de los proyectos, luego convertidos en películas por él y Wayne Wang), el guión de Smoke, el Cuento de Navidad de Auggie Wren que lo inspiró todo, las notas que Auster dio a los actores antes de rodar Blue in the face sin guión, y la transcripción final de esta última película. Puro Auster.

Internet (La Opinión)

Mañana, día veinticinco de octubre, es el Día de Internet. Si les digo la verdad, no sé en qué momento nombraron a este día como tal. Pero me trae sin cuidado. Hoy a casi todo se le dedica un día, excepto, que uno sepa, el Día del Hombre. La mayor parte de las veces es una excusa para que compremos. Que sea Día de Internet nos permite reflexionar, como están haciendo esta semana los periódicos. En alguno de ellos se pregunta a la gente en qué medida ha cambiado su vida con internet.
Esa es una de las grandes cuestiones de la actualidad. Conozco a mucha gente que jamás se ha asomado a internet y no usa ordenador. Tengo para mí que se pierden un mundo casi imprescindible, no por la cantidad (enorme, infinita, imposible de imaginar) y calidad (mala, regular, buena, saludable, perniciosa) que ofrece la red, ese laberinto de links y portales, sino porque ayuda a mantener las comunicaciones. A mí internet sí me ha cambiado la vida. Me permite leer la prensa del mundo entero con un solo clic de ratón, conversar con amigos en un chat privado, abrirme paso a través de una jungla de documentos, conocer en un segundo qué novedades cinematográficas y literarias aparecen en USA, Argentina o Francia, acceder a la lista de ganadores de los premios más importantes, leer las noticias frescas de mi provincia ahora que estoy lejos de allí, adentrarme en los contenidos que ofrece una empresa, un servicio o una persona, ver a las actrices más famosas e idolatradas en cueros (y quien lo niegue peca de cretino e hipócrita), mirar ofertas, precios y sinopsis de libros, descargarme programas que facilitarán mi trabajo, conocer la opinión de los internautas, asomarme a esa mirilla extraña que son los blogs o bitácoras personales...
Pero, para mí, la gran revolución de internet, lo que cada día compruebo con puntualidad casi británica, es el correo electrónico. Y a él se suman un par de blogs. Hay días en que uno no lee la prensa, o no consulta la Imdb, el mayor archivo de datos de cine, ni las novedades literarias. Pero siempre es necesario mirar el correo. Otra cosa es que uno tenga tiempo para responder a los mails con la frecuencia que debería, pues la rutina suelen entorpecerla otras actividades. El correo, si la otra persona está conectada y tiene abierta la bandeja de entrada, será una herramienta más rápida y barata que el teléfono. Gasto muchísimo menos, pues navegue o no navegue tendré que pagar la misma cantidad de dinero al mes por mi conexión, y puedo adjuntar documentos, fotografías y textos. Pondré un par de ejemplos respecto a los blogs, el chat y los mails, y espero que quien no conozca la jerga no se abrume o crea que manejar la red es complicado. Un joven escritor con el que he charlado en persona dos o tres veces se ha ido a Nueva York. Nos enviamos mails. Mientras se adentra en esa aventura de comenzar una nueva novela escribe, también, sus desventuras y reflexiones en un blog. De ese modo, con un clic del ratón, puede uno estar al día de cuanto le sucede y piensa. O ese amigo que vive en Turín (a punto de regresar a España, donde sin duda tendrá una vida menos glamourosa pero más divertida y amigable): ambos solemos tener abierto el correo y un chat. De modo que, en cualquier momento, interactuamos compartiendo consejos, opiniones, lecturas de artículos, chistes. Uno al lado del otro, pero sin vernos las caras. El único inconveniente es la imposibilidad de emborracharnos juntos alguna vez. Sí, internet, bien usado como herramienta (no sólo para hacer el idiota), puede cambiar la vida. Lo único que hay que saber es dosificar el tiempo de conexión. Y eso no tarda en aprenderse.

domingo, octubre 23, 2005

Cuento: En busca de los sabores perdidos


Mi cuento En busca de los sabores perdidos, incluido en el libro de Varios Autores Un rato del mundo y otros relatos, puede adquirirse en http://www.editorialcelya.com/fichalibro.asp?ID=90
El relato, sobre un chiquillo que se despierta convertido en un viejo, comienza así:
"Una hermosa mañana de verano, Leopoldo Vetusto, un adolescente de quince años, se despertó convertido en un anciano de ochenta y cinco otoños, con todas las consecuencias que dicha metamorfosis implica. El primer síntoma lo constituyó la ausencia de ese furor sexual y matutino de la pubertad y la juventud, esa resurrección de las profundidades del sueño manifestada en rebeliones carnales casi ajenas a la voluntad de su propietario. Luego arribaron la pesantez desalmada del cuerpo y el acoso impertinente del reuma, impidiendo que se produjera un habitual salto circense del colchón al embaldosado. Las molestias de la próstata le urgieron a visitar el baño sin tiempo para remolonear entre las sábanas".

No debe aplaudirse (La Opinión)

Ocurrió en los días posteriores a la muerte de Jaime Campmany, y está ocurriendo ahora con la muerte de Eduardo Haro Tecglen. Ambas desapariciones parecen ser la excusa de casi todos los españoles para sacar a relucir la división entre las dos Españas. Muchos lectores radicales de izquierdas se alegraron de la muerte de Campmany, igual que ahora muchos lectores radicales de derechas celebran la muerte de Haro. Esto puede comprobarse acudiendo a bitácoras, foros y chats. Lo peor que esconde el ser humano, lleno de vilezas, mala baba y contradicciones, aparece por ahí. Primero, porque en internet el usuario tiene la ventaja de la máscara, o sea, el nombre falso y la ocultación de la identidad. Segundo, porque el anonimato propicia que algunos personajes vuelquen sus frustraciones en alguna parte; de lo contrario, tenderían a reventar por algún sitio. Son pocos quienes le echan huevos al asunto: no se ocultan bajo máscaras, no se acobardan, no disimulan su identidad.
Reconozcamos que, como escritores de periódicos, Campmany y Haro eran precisos en lo suyo y nos abordaban en la prensa con una prosa llena de flechas que dejaban herida a sus enemigos: en el caso de Haro, más sutil; en el caso de Campmany, más exacerbado. Reconozco que los leía a ambos cuando me era oportuno o cuando el tema llamaba mi atención. Otra cosa es que estuviese de acuerdo. Ambos eran drásticos en sus ideales y posturas: uno muy de derechas, el otro muy de izquierdas. No debería compararlos, pero son, de nuevo, dos caras de una moneda. Hubo un momento en que abandoné la lectura de Campmany, harto de juegos de palabras e insultos; traté de volver a Haro, que solía aburrirme un poco. Recuperé sus artículos cuando su familia le puso una página web. El problema, me daba cuenta, no estaba en el fondo, sino en la forma: El País le dio a Haro un espacio tan escondido en el periódico, una columna tan delgada y larga que se hacía dificultosa la lectura. Para mí, leerlo en aquella sección era igual que leer una novela con caracteres pequeños con sólo la ayuda de una vela que se apaga; o, también, como estar relegado en una fiesta multitudinaria a la cocina (lo cual, por otra parte, contiene algunas ventajas: proximidad con las bebidas, una nevera a mano y alacenas con la comida de repuesto). De los dos, me quedo con Haro.
Lo que me ha reventado de ambos casos ha sido la mala baba vertida por sus respectivos enemigos. Es de mal gusto reírse de los muertos, básicamente sabiendo que somos mortales y que todos iremos a dar con nuestros huesos al hoyo, al mar o al fuego (o a los laboratorios de los científicos, pues Tecglen ha donado a la ciencia sus restos). También es de mal gusto reírse de los muertos, o insultarlos, porque casi todos dejan familia. Lo más duro en los entierros, para uno, es mirar a los ojos a los familiares y amigos que se deshidratan tras soltar tanta lágrima. En España debería existir un respeto por los muertos. Otra cosa es deshacerse del verdugo, del fulano que estaba a punto de darte pasaporte. “Mejor tú que yo”, decía el soldado vivo de “Full Metal Jacket” al soldado muerto. Pero en nuestro país los fallecimientos se aprovechan para sacar el escalpelo y recordar quién es de izquierdas y quién de derechas. Observen, si no, los informativos: en cuanto ocurre una tragedia los partidos políticos no se juntan para buscar soluciones, sino para atacarse unos a otros. Se arrojan los cadáveres y escupen mala sangre, que es lo típico en España, cuna de caínes y de odiadores. Campmany y Haro eran extremos, pero grandes escritores, y hay que respetar su muerte y no aplaudirla. No debes aplaudir porque tú serás el siguiente, amigo.

sábado, octubre 22, 2005

Galeón (La Opinión)

Una mañana subí en el metro hasta la Glorieta de Bilbao. Había comprobado en internet que, en una librería de viejo sita en una de las calles que desembocan en ella, guardaban un título raro de encontrar. La librería se llama El Galeón, y su interior es difícil de describir (y sólo contiene libros). Es como un barco que hubiese encallado en los arrecifes de una isla, mezclándose todo dentro. Al principio no lograba localizarla. Iba mirando el número de portal y entonces vi una entrada angosta y llena de guías y manuales de oferta, dispersos en tenderetes frágiles y protegidos con plásticos sujetos con pinzas. Parecía la puerta hacia una especie de hura en la que hay que estar muy flaco para meterse. Di los primeros pasos y observé lo que había alrededor: en realidad aquello era la pesadilla de un ama de casa o de un amante del orden doméstico. A los lados del estrecho hall había vitrinas, que albergaban ejemplares teñidos de polvo. Pero flanqueando estos escaparates repletos de saldos habían colocado varias torres de más libros. Tuve la impresión de que, si cogía uno para echarle los ojos encima, el museo de papel se vendría abajo, causando una polvareda.
El interior era aún más caótico. Era un local rectangular, con las paredes cubiertas hasta el techo de anaqueles llenos de libros y manuales, en los que no cabía ya ni la sombra de un alfiler. El resto lo ocupaban mesas y muebles con baldas: se apilaban los libros, se amontonaban, en una especie de desorden brutal. Había volúmenes en los estantes, en las mesas, y en el suelo formando torres irregulares y como a punto de derrumbarse. El librero estaba al fondo, casi enterrado en su propia mercancía, detrás de una mesa con ordenador, atendiendo a un cliente. Para llegar hasta ellos no pude avanzar de frente, sino de lado, para no derribar con los codos los libros de ambos lados (los que había en las torres que partían del suelo, junto a las estanterías y las mesas), y también para evitar darle una patada a los ejemplares del suelo. Mi impresión inicial fue la del barco. Cuando caminé entre tanto papel y cubiertas de varios tipos y colores albergué la segunda impresión: encima de allí alguien había acuchillado los vientres de varias librerías, dejando caer su contenido en aquel almacén. La tercera impresión la contaré un poco más tarde.
Al ver al librero me pareció una especie de criatura devorada por su creación. El local era un monstruo de cultura que iba comiéndose el terreno, zampando el espacio a su paso, formando trincheras, castillos, torres, muros de letras y papel. Luego, una vez consultado al librero y mientras abandonaba la tienda, reparé en que había allí eso que suelen llamar desorden ordenado. En el centro se apilaban las novedades. En éste o en aquel rincón, unos cuantos saldos. En los estantes, los libros habían sido divididos por editoriales. Pero esta vez, debo confesarlo, me agoté. Quien está acostumbrado a depositar su mirada sobre filas y filas de libros acaba cansándose. Me ocurre, por ejemplo, en esas ferias del libro antiguo en las que, tras una hora de buscar aquí o allá, termino físicamente exhausto, como si hubiese corrido por un bosque. Al salir tuve, por fin, la tercera impresión: aquel local, ese galeón escorado en los arrecifes, tan caótico, no se parecía a mi biblioteca (ordenada con pulcritud), sino al interior de mi cabeza. Sabemos que el cerebro funciona con la precisión y solvencia de un ordenador. Pero a veces se amontona la información. El resultado es un desorden ordenado, un jaleo de nombres, personajes y títulos: mi cabeza. Es raro meterse en la cabeza de uno mismo; recuerda a “Cómo ser John Malkovich”.

viernes, octubre 21, 2005

Recomendación: Cómo hacer el amor..., de Jenna Jameson y Neil Strauss



Cómo hacer el amor igual que una estrella del porno es, pese a lo que su título de manual de autoayuda indica, la autobiografía de la actriz Jenna Jameson, la más famosa de todos los tiempos en el llamado "cine para adultos".

La prosa de este libro no es de Faulkner, ya lo sabemos. Pero constituye una sorpresa (el tipo que la ha ayudado a escribirlo trabaja para New York Times y Rolling Stone: sabe lo que hace). Una sorpresa, primero, por la manera utilizada para contar unos años de vida escandalosa y difícil: mediante narración, entrevistas, fotografías, viñetas de cómic, consejos y transcripción de diálogos, con lo cual la lectura se vuelve muy amena; segundo, porque leerse la vida de cualquier estrella del cine porno supone subirse a una montaña rusa de emociones y peligros: hay asesinatos, drogas, violaciones, rodajes cutres o caóticos... Es, en definitiva, como si estuviéramos leyendo Boogie Nigths o Wonderland o Dentro de Garganta Profunda.

La infancia, adolescencia y juventud de la actriz supone un camino duro, con más espinas que rosas. Así, conocemos sus enfermedades, sus depresiones, sus caídas y recaídas en el alcohol y las drogas y los tranquilizantes, sus relaciones sexuales con macarras (tatuadores, vagos, actores y directores de porno) y estrellas (Marilyn Manson, Tommy Lee), sus desplantes a famosos (Wesley Snipes, Sylvester Stallone o Bruce Willis, quien la besa a quemaboca durante tres segundos), las violaciones a que la sometieron, su promiscuidad, su determinación de alcanzar el estrellato, el mamoneo de los actores y cantantes de rock, la sordidez del mundo del espectáculo, su bisexualidad, su descenso a los infiernos, sus tumbos de aquí para allá...

Es uno de esos libros que te dejan algo deprimido. Se cerciora uno de que entrar en el mundo del porno (a pesar del dinero y del éxito) es una opción directa a una especie de infierno donde, social, física y mentalmente, estás condenado para siempre.

Transcripción nocturna (La Opinión)

Transcripción del pequeño escándalo nocturno y de naturaleza esperpéntica en la madrugada del miércoles al jueves (nota: se añaden observaciones del narrador, desde su puesto de escucha, para comentar el cotarro y que no todo sea diálogo; dicho diálogo aparece, en lo sucesivo, entrecomillado):
Voz de hombre: “¡Yo a ti te mato, guarra! Eres una puta”. Voz de mujer (con un fuerte acento, probablemente caribeño): “¡No se te ocurra acercarte, no me toques!” Otras dos voces, pertenecientes a hombres diferentes: “Venga, tío, pasa del tema. Venga, quieto”. El narrador se despierta con estos gritos. Se revuelve en la cama, pero aumentan de tono e intensidad: es imposible dormir. Las personas están en la misma calle, quizá bajo su ventana o a unos metros de distancia del portal. Voz de hombre (conciliadora): “Venga, anda, estate quieto, tío”. El narrador asoma la nariz entre las cortinas de la ventana. En efecto: están a unos metros del portal, pero sólo ve, desde su punto de observación, un par de codos y un cogote de añadidura. El hombre que gritaba se da la vuelta y se va, acompañado de otra mujer. Luego se gira, sin dejar de caminar, y, apuntando a la chica del acento, grita: “¡Eres una puta barata!” El tipo no parece peligroso y es joven, y todo queda como muy cinematográfico. Pero, a juicio del narrador, debió añadir a la frase un “Nena”. Ejemplo: “Eres una puta barata, nena” Le hubiese quedado más en consonancia con el cine negro. El narrador, con un sueño brutal agolpándosele bajo los ojos, continúa atisbando. Ya que no puede dormir, al menos quiere disfrutar del espectáculo. Un cantautor famoso y vecino suyo se asoma a su balcón, pero después vuelve adentro. Voz de mujer (la misma de antes, con un fuerte acento y tono de tiradilla, que en lo sucesivo será la única fémina de la transcripción): “Sois muy peligrosos. Mucho. Sí, muy peligrosos. No me toquéis. Sois peligrosos”. Voz de hombre (incrédulo): “¿Nosotros?” Respuesta de ella: “Sí, vosotros. ¡Fuck you, bitch! Yo he leído libros. He leído muchos libros. ¡Fuck you! Sois peligrosos. Sois muy peligrosos. ¡Terroristas! ¡Terroristas árabes!” Voz de hombre (con acento muy español): “Señora... me parece que se está usted confundiendo. No sabe usted lo que dice. Mire: yo soy del norte. Concretamente, de León. Y éste es de Guadalajara”.
El narrador, llegados a este punto, ha abandonado la preocupación inicial y, literalmente, se desternilla. Si no fuera tan tarde, ni tuviera tanto sueño, iría a hacerse unas palomitas en el microondas. Pero decide tumbarse de nuevo. Desde la ventana no se ve gran cosa, y es más cómoda la horizontal. Voz de mujer: “¡Fuck you, bitch! Sois peligrosos. He leído libros. ¿Sabes qué te digo? En Francia, sí, en Francia, prohibieron en la escuela el velo a las mujeres árabes. Y a mí me parece muy bien... ¡yo estoy con Francia! ¡Viva Francia! ¡Viva Francia! ¡Viva Francia! ¡Viva Francia! ¡Fuck you, bitch!” Las voces se oyen ahora lejanas. Voz de mujer: “Dame un cigarro. ¡Que me des un puto cigarro! Te voy a matar, hijo de puta, vuelve a tu país, terrorista árabe. ¡Fuck you!” Voz de hombre (el de León): “¿Pero qué dice?” El otro: “Anda, vámonos”. Ella: “¡Viva Francia! ¡Fuck you! ¡Viva Francia! ¡Viva Francia! ¡Viva Francia! ¡Vuelve a tu país, árabe terrorista! ¡Vete a tu país! ¡Viva Francia! ¡Viva Francia! ¡Viva Francia! ¡Viva Francia! ¡Te voy a matar! ¡Viva Francia!” Los españoles se alejan. El narrador, muerto de risa, hace su reflexión: “Una extranjera caribeña, quizá chiflada o bebida, acusando en la noche a dos españoles de ser terroristas árabes, en suelo español y en una calle en la que viven infinidad de árabes y españoles. ¡Qué gran comedia!”

jueves, octubre 20, 2005

La furgoneta (La Opinión)

Cuando atravieso la Plaza de Lavapiés siempre hay alguien que me susurra lo mismo: “Chist, chist, chocolate”. Si lo repitiera cuatro o cinco veces seguidas parecería una canción de los Oompa Loompa de Willy Wonka. En otras ocasiones lo que oigo es: “Hachís”, pero no lo pronuncian tal como se escribe, sino así, arrastrando las palabras: “Hassshís”. No miento si reconozco que me suelen dar ganas de volverme hacia el tipo y decirle: “¡Jesús!” Perdonen el chiste malo, pero es lo que siempre quiero espetarles. Quienes lo venden suelen ser jóvenes árabes que andan todo el santo día de trapicheo. Y se lo ofrecen a fulanos de mi catadura, a saber: pelo algo largo y juventud crepuscularia. Aunque la otra tarde, de lejos, dos chicas muy jóvenes, muy pijas, creo que me ofrecieron lo mismo. Yo ni siquiera les miro, o les echo un fugaz vistazo como diciendo: “No me interesa”.
Una noche, de regreso a casa, vi a uno de esos camellos de esquina haciendo equilibrios junto a una furgoneta aparcada a la puerta del edificio. Los equilibrios eran de este pelo: estaba agachado, con los pies en el borde de la acera y la espalda medio apoyada en un costado trasero del vehículo. Como, justo tras la rueda trasera de la furgoneta, había una boca sucia de alcantarilla, pensé una de dos cosas: o el individuo está buscando con la mano algún objeto que se le ha caído a la cloaca y, por misterios de su comportamiento, es contorsionista y prefiere buscar de espaldas, o sea, a ciegas; o, por el contrario, le ha entrado un apretón de vientre y se prepara para defecar. Esta segunda suposición me dio mucho asco. Principalmente porque pasaba al lado del fulano cuando lo vi (háganse cargo: era de noche y la furgoneta y algún arbolillo manchaban de sombras la pared, emboscando la labor de los faroles). Luego pensé otra cosa: “Este está robando en la furgoneta”. Pero no se me ocurrió qué se puede robar debajo de una furgoneta, pues entiendo menos de mecánica que de jardinería de bonsáis, de la que no sé nada. Tampoco llegué a sopesar que estuviera rascándose la espalda contra el vehículo: conocí a un tipo que se rascaba así la columna, restregándose con las esquinas y las paredes, imitando el movimiento de sube y baja de cuando vas subido en un tiovivo. Me dijeron que el nota aquel, con toda probabilidad, estaría recogiendo alguna pequeña entrega. En ocasiones, según parece, así lo hacen, para que si llega la policía no pille al vendedor con las manos en la masa. Lo dejan en los bajos de algún vehículo que saben no va a moverse en unas horas y mandan al comprador allí. Es un buen sitio: si aparece alguien, y pregunta, puedes argumentar que se te ha caído una moneda; la excusa para buscarla de espaldas, a ciegas, ya no se me ocurre.
Dicha furgoneta, por cierto, tiene tantas meadas encima que cualquier día se le caen las ruedas o se le descompone el chasis. Vuelves a casa por la noche y no es raro ver a alguien apretado contra un lateral del vehículo. Evitas pasar por la acera, que es angosta, por si acaso. Por si acaso está sucediendo alguna de estas acciones: que el individuo esté dando un achuchón excesivo a una individua, que un caco de poca monta esté hurgando en la cerradura para mangar en la furgoneta, que se esté liando un canuto en las sombras. Pero no: siempre es alguien aliviándose la vejiga. Lo sabes por el sonido del orín calle abajo. También lo saben los vecinos porque no es raro ir por ahí y encontrarse la vomitiva imagen de un chalado con el falo fuera. Así que esa furgoneta hace las funciones de vehículo, mingitorio de hombres, váter de palomas y escondite de alijos. Por suerte estos días el dueño se la ha llevado.

miércoles, octubre 19, 2005

Ciudad de vacaciones... tranquilas (La Opinión)

Estamos convirtiendo Zamora en una variante seca de Marina D’Or, Ciudad de Vacaciones (para ancianos), o sea, una especie de enorme residencia, pero sin playas ni demasiadas actividades para pasar el tiempo. Cada vez que uno vuelve por allí, alegre por los reencuentros y por la caminata por entre sus rincones favoritos, se le cae el alma a los pies y se hace pedazos. Poco a poco, sin que apenas lo advirtamos, esto avanza hacia un parque temático para jubilados y para viudas de la tercera edad. Por lo general, la historia del zamorano es así: va al colegio en su barrio, estudia la carrera en las ciudades vecinas, se licencia y hace la maleta y emigra, trabaja y tiene hijos en otras urbes, vuelve a su tierra cuando se ha jubilado.
Ya no son sólo la falta de infraestructuras, de inversiones y de empresas, las pocas oportunidades de empleo y el ninguneo, sino el diseño de la ciudad y el repudio hacia todo cuanto huela a joven. Los apestados parecen ser los jóvenes. Y no nos damos cuenta de que luego esos mismos jóvenes son los que se van y hacen buenos trabajos en otras regiones. Sólo hay que observar para cerciorarse del enorme potencial de quienes crecieron en la ciudad y se han ido: pintores, ingenieros, actores, poetas, reporteros, músicos, deportistas, directores de cine. La lista es larga y no acaba ahí. Basta propinar un par de patadas al tejido de otras ciudades (principalmente en Madrid) y salen zamoranos valiosos hasta de debajo de las piedras. Yo siempre he creído que esto no tiene nada ver con la sangre o el aire helado de nuestros larguísimos inviernos, sino con el hecho de que el ciudadano suele aburrirse por la escasa oferta y las exiguas posibilidades que algunas temporadas ofrece la ciudad y, así, como quien no quiere la cosa, va especializándose en lo suyo, en lo que le interesa y para lo que ha nacido. Lo que sucede es que ese potencial, dado el futuro negro de la provincia durante años, se escapa por donde puede. Y “por donde puede” significa carretera y manta.
Mencionaba el diseño de la ciudad y el repudio hacia la juventud. En el primer caso sólo hay que observar los parques, las calles, ciertos barrios, y los proyectos que están a punto de convertirse en realidad. Son ideales para alguien que no necesita más que tranquilidad, reposo y sentarse en un banco a verlas venir. Es la ciudad adecuada para dar de comer a las palomas sin que nada ni nadie las asuste, mirar el cielo lleno de cigüeñas y pasear en medio de los silencios. Y punto. Pero no es suficiente. El repudio hacia la juventud empieza por el acoso a los que hacen botellón y el cierre de los bares y termina en la prohibición de hacer conciertos y la censura de cuantas cosas hagan los jóvenes. He contado ya aquí que un amigo mío tuvo un cyber en donde se reunían los chavales a conversar y a jugar a videojuegos y que los vecinos consiguieron que lo cerraran. He contado cómo en algunos conciertos de rock al aire libre, donde las nuevas bandas zamoranas tratan de darse a conocer, ha aparecido la policía a mandar que bajaran el volumen cuando ni siquiera eran las diez de la noche. Esto no sólo afecta a la juventud: la otra noche iba a La Cueva del Jazz y llegó la poli a ordenar el cierre. La Cueva no es un lugar de chavales: allí la clientela hace siglos que se afeitó por primera vez, y algunos sólo reclamamos nuestro derecho a disfrutar de la madrugada tomando una cerveza. Estuve conversando con el dueño. Yo sabía que hace tiempo que no le dejan celebrar conciertos. Pero pude oírlo de sus labios. Y así vamos barriéndolo todo: los espectáculos, los conciertos, el derecho a los botellones, los bares de madrugada, los parques de verdad, la música, la juventud.

martes, octubre 18, 2005

Nancho Novo en Zamora (La Opinión)

El sábado por la noche, en Zamora, el actor, dramaturgo, cantante, cómico y compositor Nancho Novo causó un auténtico revuelo, igual que días antes su colega de profesión, Armando del Río. O, mejor, un triple revuelo: su aparición en la calle de Los Herreros, su papel en “Sinfín” y su tour de force en el Teatro Principal con el monólogo “Defendiendo al cavernícola”, escrito por Rob Becker. A Novo lo admira uno no sólo por tratarse de un hombre polifacético, sino sobre todo por sus personajes a las órdenes de Julio Medem en “La ardilla roja”, “Tierra” y “Los amantes del Círculo Polar”. Desde entonces no ha dejado de crecer como intérprete, y se nota en los registros humorísticos de su último filme, donde realiza la parodia de una especie de Keith Richards a quien el matrimonio y los hijos hubieran atrapado en una vida nada rebelde.
La función fue el sábado a las nueve de la noche, en el Teatro Principal. No es necesario decir que estaba lleno, gracias a la jugosa programación que cada temporada prepara su director, Daniel Pérez. “Defendiendo al cavernícola” es un monólogo que yo desconocía, de alrededor de una hora y media de duración, que Novo interpreta sin un descanso, sin una pausa, con una fuerza que va aumentando a medida que el espectador descubre las costuras de su personaje. Durante esos noventa minutos se convierte en un auténtico showman: imita voces masculinas y femeninas, cuenta historias tristes y graciosas, desvela algún cuento, grita y susurra, establece complicidad con el público, se disfraza y disfruta. Para quienes no conozcan el texto ni hayan asistido nunca a su representación hay que apuntar que “Defendiendo al cavernícola” es una obra que habla de hombres y mujeres, de sus diferencias y similitudes, de los equívocos del amor y de la vida en pareja, de las complejidades del ser humano, de sus virtudes y flaquezas. El texto, y por ende la interpretación del actor que carga sobre sus espaldas toda la responsabilidad (obvio, tratándose de un monólogo), supone para el espectador una válvula de escape porque le hace reír constantemente. Reconozco que salí, en el sentido literal de la palabra, agotado de soltar carcajadas, sudoroso por el humor que desprende el soliloquio. Reír demasiado hace sudar, libera endorfinas y rejuvenece. Los dictadores no tienen fama de reírse. Durante la representación se produjo, además, una escena que resumió el espíritu de la obra (a saber: que las mujeres son detallistas y prácticas y los hombres son descuidados y realistas). El personaje dobló una toalla, algo que sólo hacía, dijo, desde su matrimonio. Algunas mujeres del público apuntaron que estaba mal doblada. Había algo allí que las mujeres veían y que a los hombres se nos escapaba. En ese instante desapareció el personaje y emergió Nancho Novo, preguntando perplejo por qué la toalla estaba mal doblada. Una espectadora respondió, más o menos, esto: “Está mal porque debe ponerse al revés para que se vea por fuera lo bonito”; lo bonito era la puntilla. Aquello resumió la obra y casi nos morimos de la risa.
Al terminar le pedí a Daniel Pérez, hombre siempre amable y solícito, que me presentara a Nancho Novo a la salida de los camerinos. Lo había visto en Madrid, en el Kinépolis, y entonces no me había fijado en que es un hombre de estatura imponente. Estrechamos las manos y lo felicité. Horas después algunos zamoranos lo llevaron al bar Popanrol, uno de mis refugios favoritos de madrugada. Pronto lo envolvió una nube de chicas que se le presentaban y pedían hacerse fotos con él. También hubo hombres que se le acercaron y yo volví a saludarlo. No tuvo ni un gesto hosco, ni una mala palabra para nadie. Atendió con sonrisas a todo el mundo.

lunes, octubre 17, 2005

Pitonisa de madrugada (La Opinión)

La programación televisiva en horario de madrugada combina lo mediocre y lo malo con lo bueno y lo educativo. Predomina lo mediocre. Depara algunos ratos de risa si el programa en cuestión es una de esas basuras que les endiñan a los insomnes, como si por ser insomnes no tuvieran derecho a un poco de calidad. Yo me imagino padeciendo unos insomnios brutales, incurables, y haciendo una pasada por los canales, y deprimiéndome con lo que ponen. Sin embargo, me entusiasma llegar a casa, después de una juerga, y encender la tele, a ver qué echan. La mayor parte de las veces lo que dan es horrendo, y por esa razón me divierto sobremanera. Cuando venden cuchillos de cocina y aparatos de formas ortopédicas o cuando demuestran las maneras de adelgazar aquello se me antoja una comedia. Los doblajes, los caretos, el aspecto cutre de la puesta en escena, la caída en el abismo de actores de segunda fila, lo ridículo de las mercancías que venden... Los llamados infocomerciales hacen reír los primeros minutos de visión, pero inmediatamente nos asiste el bostezo.
También son frecuentes esas brujas de madrugada y esas echadoras de cartas con indumentaria hortera y pedrería falsa y barata, con un fondo de paredes de color pastel y adornos kitsch, excesivos hasta la náusea. Pero nunca hasta ahora me había dado por detenerme unos minutos en esos consultorios telefónicos con la Bruja Fulanita soportando el eterno plano fijo. Una noche me dio por ahí, me puse a ver a una señora mal maquillada, con grandes bolsas en los ojos, papada kilométrica y un peinado horrible, como si en el pelo teñido le hubieran vertido los restos de una fritura de patatas y huevo hilado. Admiré, debo reconocerlo, su capacidad para soportar el plano fijo durante media hora o quizá una hora, o lo que duren esos espacios. El resto fue penoso. Todas las personas que llamaban eran mujeres, de edades diferentes. Se preocupaban, en un alto porcentaje, por el amor, o sea, por su futuro en el amor. Dos o tres se interesaban por el trabajo. La pitonisa, a partir de la irrupción de cada voz en el plató, se las ingeniaba más o menos para sortear las dificultades y devolverle una respuesta a cada pregunta. Las preguntas eran siempre idénticas o de índole parecida: “¿Cuándo encontraré el amor?”, “¿Mi pareja me quiere de verdad?”, “Me gusta un chico, ¿crees que en el futuro me hará caso?” La Bruja Fulanita, por escoger un nombre que no existe, hacía sus preguntas y luego barajaba las cartas, unas cartas de un tamaño aproximado al de un folio. Lo que me reventó es que todas parecían tragarse aquello, la sarta de generalidades y vaguedades que la adivinadora (aunque debería decir estafadora) les enchufaba por todo el morro. Colgaban despidiéndose, agradeciendo mucho el repaso a sus respectivos futuros, contentas de haber aclarado las cosas.
Entiéndaseme bien: la cuestión no es que no crea en las cartas y en sus posibilidades proféticas. Más de una vez he visto hacer esos juegos de baraja entre amigas y a veces acertaban. La cuestión es que estas brujas de madrugada preguntan a quien llama si tiene pareja, y mediante esa respuesta saben el resto. No es difícil: si la chica tiene pareja, la bruja especula sobre su relación; si no la tiene, suele anunciarle que en breve hallará el amor. Si el tono de voz de la chica con pareja es de pesadumbre, la pitonisa le dirá que las relaciones están fatal, pero que ve cambios buenos en el horizonte. Si el tono de la chica con pareja es alegre, la bruja le dice una de dos: o que va a conocer a otro, o que en el trabajo ascenderá. Es así de simple. Se me cayó la cara de vergüenza ajena por esa gente estafada y triste.

domingo, octubre 16, 2005

Recomendación: La tumba del león, de Jon Lee Anderson


La tumba del león. Partes de guerra desde Afganistán es un libro difícil de conseguir en España (su traducción fue publicada en Argentina por Emecé), salvo si uno acude a librerías de viejo. Este libro está en Madrid a unos tres euros.
Jon Lee Anderson, periodista hoy de actualidad por La caída de Bagdad, en Anagrama, y por sus reportajes en El País, acudió a Afganistán unos días después de los atentados del once de septiembre.
El resultado es una serie de crónicas en las que analiza la situación del país, la búsqueda de Bin Laden o el asesinato del líder Shah Massoud. Anderson se entrevista con la gente, con líderes, soldados y civiles, y nos ofrece un fabuloso perfil de los mujaidines, los talibanes y el ambiente bélico. Imprescindible para saber más sobre un tema siempre polémico y actual.

La prensa como bazar (La Opinión)

Antaño los periódicos se compraban para mirar las noticias, leer algunos artículos de opinión, aventurarse por exhaustivos reportajes o hacer el crucigrama tras analizar la programación televisiva y el horóscopo. Todavía existe alguna gente, poca, que compra un periódico o varios y se los lee. O gente que no se gasta un céntimo en ellos, pero va a una cafetería, se toma un café con leche y abre el diario para aprenderse los contenidos de todas las secciones. La mayoría de las personas de la tercera edad estudian el periódico como si fuese la lección. Eso me gusta.
La costumbre de comprar periódicos para leerlos se va agotando. No porque en la actualidad muchos leamos la prensa en internet, sino porque hoy hemos inventado cien excusas para que, cuando uno acude al kiosco, compre éste o aquel periódico por el material externo que incluye. A saber: novelas, libros de historia y cocina, películas de dvd, primeros capítulos de algunas series de televisión, tableros de parchís, compactos de música, fascículos, suplementos, coleccionables, miniaturas, cómics, fotografías de archivo, documentales, enciclopedias, pasatiempos, cuentos infantiles, guías de viaje, medallas, vajillas, cuberterías, botellas de vino, patines y hasta cruasanes. Incluso dicen que hay compradores que adquieren el tinglado completo y tiran el periódico a la papelera de la esquina sin abrirlo ni mirarlo. Especialmente los domingos la mayoría de la prensa casi te la venden por kilos. Cada kilo incluye un dvd, un suplemento, una cucharilla de plata, etcétera. Sale uno con las manos vacías y vuelve cargado hasta los sobacos, como si viniera de aprovisionarse en un hipermercado. Que no se entienda esto como una crítica de las promociones y los abundantes coleccionables (yo mismo cojo, algunas veces, un periódico sólo para que me salga barata una película), sino como nostalgia de otro siglo, cuando un señor iba a comprarse el periódico para desayunar con sus contenidos y no le hacía falta que le metieran cachivaches en sus páginas. Dicen que siempre hubo regalos y ofertas con la prensa, pero se ha disparado. El periódico es, en la actualidad, para toda la familia: los hijos pequeños se quedan con los tebeos, el adolescente con las películas, la mujer con los libros, y en ese plan. Sólo el padre y el abuelo se llenan los ojos con la tinta de las linotipias. El padre y el abuelo saben. Suele acusarse a los chinos de haber montado en España miles de tiendas donde todo es barato aunque de calidad regular, pero cuando voy a por un periódico salgo más atiborrado de objetos que si viniera de hacer compras en un bazar chino.
Esto, supongo, viene de la competencia entre la prensa, y de las nuevas tecnologías. Hoy la gente se lee los periódicos en internet y hay que ofrecer algún cebo a los lectores para que salgan a la calle a por el diario. Ya que no se interesan por los contenidos impresos, que compren aunque sea por llevarse a casa la cubertería y el mamotreto de viajes; pero que compren. La verdad es que uno pilla un periódico en domingo y va hecho un señor: puede leer libros, escuchar música, conocer las noticias frescas, comenzar una videoteca, desayunarse un bollo y contentar a la familia. Cuando el padre llega a casa los domingos, con todo el lote bajo el brazo, parece Papá Noel. A mí, insisto, me parece muy bien, y a veces hasta adquiero la prensa por los añadidos (y, eso sí, luego la leo). Pero me incomoda que el común de los lectores no recuerde los periódicos por lo que son: esas criaturas de papel y tinta que, igual que las flores, tienen una vida efímera en cuanto son arrancadas. En este caso no son arrancadas de la planta, sino de la imprenta y posteriormente del kiosco.

Llaves (La Opinión)

Hay mercancías en El Rastro que uno no alcanza a comprender por qué están allí expuestas. Pero, si están a la venta, será porque existe, al menos, una mínima demanda. O puede que suceda lo contrario: que la gente compre cuanto ve, ya sea de valor o no, ya sea un objeto útil o un objeto inútil; que sea el vendedor quien se arriesgue y decida que todo es susceptible de ponerse en el mercado. Es sabido que en El Rastro existen cajas desportilladas y sucias que albergan un montón de fotografías en sepia, desordenadas, con las esquinas rotas, imágenes de gente que ya ha muerto, estampas de vidas ajenas y lejanas que alguien abandonó en algún vertedero o arrojó a la calle. Aunque esas fotos todavía tienen algún valor: siempre hay alguna curiosa, debido a la pericia del fotógrafo o a las inscripciones escritas al dorso en caligrafía antigua. Igual que tienen alguna utilidad unos guantes destrozados, o un mueble que podría servirle a alguien tras algunas reparaciones y una capa de barniz, o una prenda vieja, o hasta un objeto decorativo, o incluso, si me apuran, esos zapatos sin sus parejas que vemos amontonados en el suelo, y que despachan al peso. Dijo el escritor Richard Brautigan en su último libro: “¿Por qué será que cuando la gente ve cerca un zapato desparejado se siente incómoda si su par no está cerca?”
Pero la otra mañana, paseando por aquella almoneda gigante y dominical, vi algo curioso: un fulano había desplegado sobre la acera una fila de llaves. Eran llaves antiguas, grandes, oxidadas, de esas que había antes en las viviendas y que aún se utilizan en algunos pueblos y en las casas viejas de los barrios bajos (en la casa de mis abuelos, cerca del Duero, eran así las llaves que se utilizaban para abrir puertas enormes, recias y de goznes poco engrasados). Y allí estaban, en el suelo: llaves de puertas que posiblemente han dejado de existir, pero en el caso de que existan esas puertas, y las casas tras ellas, nadie lograría encontrarlas, ni en una ciudad grande ni en una pequeña. Jonathan Safran Foer, por cierto, ha construido su última novela sobre la idea de un niño cuyo padre muere en el atentado de las Torres Gemelas y deja una misteriosa llave que el hijo se empeñará en averiguar qué puerta abre. Tengo pendiente de lectura el libro e ignoro cómo lo resuelve Foer, pero en este caso el protagonista parte de una base: la llave perteneció a su padre. Las llaves que venden en El Rastro, sin embargo, fueron de gente que nunca conoceremos, y son misterios cuya resolución nos será vedada para siempre. También las venden en puestos donde las cuelgan en racimos, como si fuesen uvas.
Quizá piensen que las llaves del Rastro estaban en el suelo solitarias e ignoradas, salvo por los curiosos que, como yo, echan un vistazo sin arrodillarse. Pues no: frente a la fila de llaves oxidadas, enormes y antiguas, vi a un par de tipos, de rodillas, mirándolas con detenimiento y tal vez eligiendo una o dos para llevarse. Puede que existan los coleccionistas de llaves antiguas, pues hay coleccionistas de todo, incluso de los objetos más dispares. Quizá las compran por su belleza, que sin duda la tienen, y luego las enganchan en la pared, junto a otras cosas olvidadas por sus dueños y sin uso, como formando parte de una especie de morgue de objetos inútiles y repletos de jugoso pasado. O las utilizan de amuleto, colgadas al cuello: algunas personas se cuelgan cualquier cosa, desde abrebotellas y muelas hasta chapas del ejército. O las eligen por su misterio: todas esas llaves, allí colocadas, sin dueños, sin puertas que abrir, contenían misterios que nadie podrá desentrañar.

viernes, octubre 14, 2005

Una excusa para divagar (La Opinión)

Estuve aguardando toda la mañana de ayer hasta que anunciaron el nombre del Premio Nobel de Literatura. Al menos esta vez me sonaba. Al británico Harold Pinter, a quien ha otorgado la Academia Sueca de la Lengua el galardón, es un poco difícil leerlo en España: apenas hay un puñado de sus obras dramáticas traducidas al castellano (y a estas alturas ya estarán peleando las editoriales por los derechos de las mismas, fieles a su condición de aves carroñeras y oportunistas). Conozco su nombre porque está ligado al cine. Pinter cocinó los guiones de “El placer de los extraños”, “La mujer del teniente francés” o “El último magnate”, siempre adaptando textos suyos o textos de otros escritores, de Kafka, Ian McEwan, John Fowles o F. S. Fitzgerald.
Pero tampoco este año he leído nada de este Nobel. Seguro que ni Pinter se lo esperaba. Me siento, como casi siempre, algo decepcionado: uno tiende a hacer su propia quiniela, basada, desde luego, en las quinielas que hacen otros y que aparecen en la prensa. Yo apostaba por los norteamericanos Don DeLillo, Cormac McCarthy, Philip Roth y Bod Dylan, o por Mario Vargas Llosa y el polaco Ryszard Kapuscinski. Éste último era una de las apuestas más firmes, pues la Academia había ampliado las posibilidades de premiar a autores que no sólo cultivaran la literatura y la poesía, sino el teatro o el periodismo. Kapuscinski, quizá el periodista más famoso del planeta, ha escrito durante años unas crónicas esenciales para comprender el funcionamiento del mundo en el que vivimos. En cuanto empezó la movida de las vallas en Melilla me apresuré a leer “Ébano”, que integra varias crónicas del reportero polaco. Kapuscinski ha vivido en diversos países de África, recorrido ciudades, aldeas y desiertos, y conversado no sólo con sus dirigentes, sino también y sobre todo con la gente de a pie, los hombres y mujeres que no poseen nada y recorren el continente a la búsqueda de una oportunidad. Gracias a este libro entiende y conoce uno mejor a estos africanos desarraigados que ninguna posesión tienen (si acaso, algún cuenco para comer o un pellejo relleno de agua), y por ello nada tienen que perder, excepto sus vidas, siempre sometidas al hambre, a los caprichos e inclemencias del desierto, a las guerras locales, a la miseria, al nomadismo, a la falta de un techo fijo sobre sus cabezas.
Otro periodista célebre por sus crónicas es Jon Lee Anderson, algunas de cuyas crónicas leo estos días en otro libro. Pero ni siquiera estaba en las quinielas. A Anderson lo traducen y publican ahora en El País. Meses atrás hablé en estas columnas de un título suyo que podía descargarse de internet en pdf: no está en papel ni en las librerías. A raíz de la lectura de ese documento me enganché a sus crónicas. Algunas de ellas, las que escribió unos días después del once de septiembre en Afganistán, están recogidas en “La tumba del león”. Lo estuve buscando, pero sólo lo habían publicado en Argentina. Y ahora viene lo curioso: la otra tarde fui a una especie de librería almacén para encontrar un par de libros que el dueño al final anotó para pedirlos, pues no los tenía en ese momento. Salí de allí e iba a entrar en una boca de metro cuando vi otra librería que anunciaba saldos. En el piso superior sólo había ofertas de títulos malos. Luego bajé al sótano. Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que “La tumba del león” y otros libros, sólo editados en Argentina y que había buscado hasta la saciedad, estaban allí, olvidados y polvorientos. Tres euros por pieza. Una ganga y una sorpresa absoluta. Y ya leo con placer esas crónicas de Anderson. Lo que más me gusta del Nobel, cada año, es que me sirve de excusa para divagar sobre otros autores.

jueves, octubre 13, 2005

Jess y Berlanga (La Opinión)

Subía por una cuesta que desemboca frente a la Filmoteca de Madrid cuando vi que salía un grupo de gente, caminando despacio, en dirección a un coche aparcado. Lo primero que noté fueron canas, y alguna marcialidad de movimientos, como si esos señores fueran importantes. Y lo eran. Lo son: vaya si lo son. Unas cuantas personas salían de algún acto de la Filmoteca y entre ellas estaban dos míticos del cine: Luis García Berlanga y Jess Franco, aunque debería ponerles a ambos el don delante, y quitarme el sombrero. Berlanga y Franco son las dos caras de la moneda de la historia del cine español: el conocido por el gran público y el conocido por el público minoritario (o sea, el gran desconocido), el celebrado y el proscrito, el que ha estrenado sus obras en los grandes festivales y el que ha estrenado en salas de barrio y en círculos restringidos, el que esquivó la censura y el que la sufrió como un golpe de azada en la nuca de la creatividad. Pero, sobre todas las cosas, ambos convergen en que son dos raros, dos criaturas míticas, dos hombres que están por encima del bien y del mal y cuyos nombres no dejan de asomar en homenajes, retrospectivas y ciclos.
Sólo une a estos dos directores de cine tan distintos, me atrevería a decir, la pasión cinéfila y el gusto por la mujer, que en ninguno de ellos es guarrería (contrariamente a lo que piensen algunas personas), sino celebración del sexo débil que en realidad es el fuerte, de la mujer como símbolo, como amiga, madre, amante, compañera... Sólo hay que leerse los recuerdos de Jess o Jesús Franco, que recomendé en Radio Zamora hace tan sólo quince días: “Memorias del tío Jess”, en las que, a pesar de haber rodado algunos títulos emblemáticos del erotismo y del porno, Jesús Franco nunca habla de la mujer con machismo ni como si fuera un mero objeto decorativo, sino con un respeto, un amor y una devoción hacia las mujeres en general, y hacia la suya en particular, que vuelve su figura mucho más venerable. Jess Franco da lecciones en ese libro suyo, memorialista y ácido: lecciones de cine y de jazz y de viajes por el mundo, pero principalmente da lecciones de tolerancia y respeto por el género femenino, algo que habrá sorprendido a las feministas, pues Franco dirigió numerosos largometrajes de sexo y fetichismo. Pero me desvío del tema: apuntaba que son distintos, sus filmografías son radicalmente opuestas, e incluso en persona no hay entre ellos ninguna similitud, salvo las canas. Berlanga es alto, imponente, erguido y majestuoso, como si caminara desafiando al mundo con la barbilla, igual que un Don Quijote al filo de su cansancio; lo vi ataviado con gabardina de detective, y señorial en sus andares. Franco es bajito, encogido, algo más robusto pero menos ancho de hombros, y usa gafas de culo de vaso que le aumentan los ojos achinados y le dan un toque de Fu Manchú intelectual, pues sobre tal personaje hizo algunas películas. Son las dos caras de la moneda. Precisamente será por eso que se llevan tan bien. Como los escritores y muy amigos Fernando Arrabal y Michel Houellebecq, que acaban de reunirse en León, tras recibir el segundo un premio entregado por el primero, y donde Arrabal manifestó que les separa todo. Salvo, añado yo, el amor por la literatura y el gusto por la polémica.
Al ver a Jess y a Berlanga salir de la Filmoteca recordé que el primero acaba de escribir un libro sobre el segundo. Ambos han conversado numerosas horas y el fruto es “Bienvenido Mister Cagada. Memorias caóticas de Luis García Berlanga”, que he visto en las mesas de novedades de las librerías. Si el volumen es sólo la mitad de divertido que la autobiografía de Jesús Franco habrá que leerlo.

miércoles, octubre 12, 2005

Recomendación: Una mujer infortunada, de Richard Brautigan


Estamos ante uno de los libros más extraños que uno haya leído. Pese a su aspecto de novela (no es novela, ni ensayo, ni una recopilación de cuentos) su autor nos cuenta, en sus propias palabras, una mapa cronológico de la caída libre y los avatares de un hombre: Brautigan viaja y mantiene encuentros con amigos y relaciones con mujeres y lo va anotando todo en una especie de diario. La mujer infortunada del título apenas aparece, pero su fantasma deambula por el corazón de libro: de ella sólo conoce el lector que era alguien que se ahorcó en una casa en la que termina viviendo, por alguna razón desconocida, el escritor.
Brautigan no es el clásico viajero: sus observaciones se refieren a cosas como los encuentros que le hubiera gustado tener con chicas en los supermercados, o la descripción de un solitario zapato de mujer en un cruce de carreteras; cuando va a islas exóticas nunca aterriza en las playas ni habla del sol y el turismo, sino que visita los cementerios. Lo que al final queda es un diario raro en el que un hombre relata lo poco que le sucede, pero sobre el libro planean siempre las sombras de la soledad, la muerte y el suicidio: la desaparición de la suicida, la soledad terrible del protagonista, la muerte próxima de una amiga que se consume de cáncer.
Richard Brautigan, uno de los iconos de la contracultura de los sesenta en Estados Unidos, se suicidó un año después de terminar la escritura de Una mujer infortunada.

Plátanos verdes (La Opinión)

De vez en cuando entro en una frutería regentada por hindúes. Las fruterías de los extranjeros suelen tener el doble de productos, y también brilla en sus cajones cierto exotismo que le hace a uno la boca agua. En sus cajas y en sus cestos se apilan piezas que uno nunca antes había visto. Ello obedece a que, de ese modo, no sólo venden la fruta que suele comprar el español medio (naranjas, manzanas, kiwis, limones, uvas, sandías...), sino además la fruta que suelen comprar quienes proceden de su tierra (mangos, papayas, aguacates, plátanos verdes, limas...). A veces me detengo ante un cajón y escudriño el género, y compro algún ejemplar para llevarlo a casa y comer su pulpa. Entre esos cajones abundan unos plátanos verdes gigantes, casi tan grandes como bates de béisbol. También los he visto en el supermercado. Son tan largos como un antebrazo. Un día compré uno, por la magnificencia de su verdor, ya que detesto casi toda la fruta madura. Lo dejé en la nevera veinticuatro horas porque lo notaba, al tacto, demasiado verde. Pero vi que seguía siendo una roca. Aguardé, pues, unos cuantos días. Al final, harto de esperar, traté de abrirlo, para lo cual tuve que emplear un cuchillo y algo de fuerza. Le arranqué un pedazo minúsculo. Aquello sabía a rayos, como roer virutas de madera muy seca. Días después tuve que tirarlo.
Lo anterior es lo que nos sucede cuando no queremos preguntar ni informarnos. Una semana después entré en una pequeña tienda de comestibles que me caía de paso. Iba a comprar aguacates. Entonces volví a ver esos plátanos verdes. Resulta que la vendedora era sudamericana. Le pregunté cómo demonios se empleaba aquello en la cocina, si cocido o hervido o con alguna preparación especial, ya que había intentado comer uno crudo y fue inútil. Me dijo que era costumbre prepararlo así: eran plátanos verdes que deben partirse en rodajas con un cuchillo. Las rodajas deben ser finas, pero más gruesas que el canto de una moneda. Después se echan en una sartén con abundante aceite y se fríen hasta que estén bien doradas. Se añaden pellizcos de sal y, si a uno le gusta el picante, se espolvorea pimienta por encima. Yo conocía el clásico plátano frito y dulce que sirven en el arroz a la cubana, pero ignoraba esta receta.
El invento salió bien. En otros países hacen maravillas con la fruta: la fríen, la hierven, la cuecen, la mezclan, le añaden de todo. Pero mi intención no era comer esas rodajas a palo seco, por lo que preparé unas tortillas mejicanas y las metí dentro, añadiendo todo lo que me parecía digno de añadirse a esa especie de cucurucho: pollo, pimientos y cebolla fritos, alguna hoja de lechuga, unos trozos de aguacate, salsas varias. Últimamente me ha dado por inventarme platos mientras cocino. Dado que la cocina, en principio, me aburre, al menos así me distraigo. Lo de las tortillas mejicanas, o burritos, por supuesto no lo he inventado; lo que suelo hacer es experimentar: por ejemplo, echándole rodajas de plátano con sal y pimienta a una receta que no incluye ese ingrediente. Otra noche me preparé un bocadillo de lomo adobado y quise meterle, además de queso en lonchas, unas rodajas de tomate, que pues así lo he comido en los bares de mi tierra. El tomate se había acabado. Entonces vi por ahí una pera triste, solitaria y olvidada, y la desmenucé en filetes y se la endosé al bocadillo. No hace falta decir que aquello sabía a gloria. La fusión de lo salado y lo dulce, ya saben, es una de las claves culinarias. Por otro lado, no soy de esas personas que sólo gustan de la comida con la que se criaron, y aborrecen y detestan probar un menú árabe, hindú, mejicano. Y no serlo, sin duda, beneficia al paladar.

martes, octubre 11, 2005

Top manta literario (La Opinión)

Un fenómeno típico de algunos países sudamericanos empieza a dar en España sus primeros pasos. Me refiero al top manta de libros. Sin embargo los libros que he visto en la calle, al contrario de lo que al otro lado del charco sucede, no están fotocopiados, pirateados, sino que son las copias originales. Imagino que a un precio reducido.
El sábado me dirigía a una Feria del Libro Viejo y Antiguo, obsesionado con la búsqueda y captura de una novela de Paul Theroux. Por la mañana había estado merodeando por la Fnac, la Casa del Libro y la sección de libros de El Corte Inglés, los tres lugares donde albergan mayor número de volúmenes y donde ese tipo de búsquedas resultan más fáciles. Pero la novela no estaba en ninguno de ellos. Así que decidí ir a esa feria. Caminando por Atocha vi, en las aceras, dos pasillos paralelos de hombres que mercaban allí sus productos, más o menos ordenados encima de lienzos y mantas, en el suelo. Al principio detuve el paso para fijarme, aunque no soy comprador del top manta (no por recelos de índole moral, sino por temor a que me timen). Unos vendedores mostraban películas pirateadas, otros vendían los discos más actuales. Entonces observé, con sorpresa, que algunos de ellos exponían libros: los libros que acababan de aparecer en las librerías, en todos esos establecimientos que yo había recorrido en mi persecución de la novela de Theroux. Cierto es que también se vendían algunos volúmenes viejos, pero en su mayor parte eran novelas de reciente aparición. No pregunté los precios, aunque luego me picó la curiosidad por conocer la diferencia entre lo que se vende en las librerías y en la calle. Uno de los vendedores sólo ofrecía un único libro, colocado encima de un pequeño lienzo en la acera. Estaban el tipo y el libro: un vendedor y un solo producto. El título era “El viajero”, una novela que andan ya anunciando como uno de los futuros best-seller de la temporada y que salía a la venta ese mismo fin de semana. Yo no lo había visto en ninguna de las mesas y anaqueles de la Fnac, la Casa del Libro y El Corte Inglés (no es mi intención comprarlo, pero suelo fijarme en todos y cada uno de los volúmenes que aparecen en la sección de novedades). Pero allí estaba: en la calle antes que en el comercio. También encontré el puesto, por llamarlo de alguna manera, de un individuo que había ordenado en el suelo algunos de los títulos de la colección de novela negra que el diario El País vendió hace meses. Me sorprendió comprobar que había un título que llevaba buscando tiempo, sin encontrarlo: “Yo, el jurado”, de Mickey Spillane. Pero no lo compré: a diferencia de los libros de las demás mantas, este ejemplar estaba tan manoseado, tan sucio y con las esquinas tan dobladas, que opté por buscarlo en la feria o en la Calle de los Libreros. No niego que, además, prefiero comprarle una novela a un librero que a un fulano de la calle que igual ni sabe leer ni conoce lo que vende.
En la feria no pude conseguir las novelas de Theroux y Spillane, no estaban. Me fui frustrado, con la intención de acercarme otro día a Libreros, donde a veces puedes dar con el libro perdido (no siempre tienen lo que uno busca, contrariamente a su popularidad de sitio donde todos los libros van a parar). Pero en estas casetas siempre ocurre algo curioso: uno suele ir buscando determinado título y no lo halla, pero acaba topando por casualidad con libros cuya búsqueda había dado por finalizada. Me sucedió con “Jazz blanco”, la cuarta historia del Cuarteto de Los Ángeles de James Ellroy. La única que me faltaba y la que ya creía imposible de encontrar.

lunes, octubre 10, 2005

El beso del tiempo, de Braulio Llamero

Desatadas a una todas las iras de los elemen­tos; res­quebra­ja­da la oscuridad de la noche por una tormenta que la reco­rría a destellos dando imprevistas zancadas de luz; po­seídos los truenos por una inten­sidad que rebasaba la capaci­dad de un oído tomado a traición; cegado por los re­lámpagos cualquier caminan­te que no hubi­ese hallado un cobijo seguro y a tiem­po: la cama ante Lena diríase que empezaba a bambo­learse al viento y que adquiría, con cada rayo y tras cada trueno, a cada soplo y ven­tisca, el osado carác­ter de una altí­sima construc­ción de paredes móviles y venta­nas con tímpa­nos; y diríase que ella, sin llorar, sollo­zaba y que en el silencio a­grietado de la habitación le fue al fin com­pren­sible que en aquel otro lado la lluvia era más que lluvia (her­mosa es el agua que baja can­tando, canta­ban a veces desde la aldea cerca­na), acertando a intuir la imposi­bili­dad de un vien­to que estuviera dotado del músculo de los hura­canes y que aullase, como lo hacía en el exterior, con el des­garro de una mana­da de lobos sin presa. De modo que se dejó acunar en el duer­mevela que encoge los ánimos y repliega los ojos, y si­tuada ya infe­liz­mente dónde quería va­gar, se en­redó en la pregunta de si todas las furias a la vez libera­das estarían gi­miendo por lo mismo que ella; y en ese lo mismo colocó el dolorido pai­saje de un viejo que entreabría los párpados y la mira­ba como queriendo,
-Tente firme y aguanta, Aldara, mi abue­lo...,
empa­parse de ella, de su ima­gen -joven y ter­sa- y de sus ojos tan vivos, antes de ren­dirse al largo combate que, sin armas ni ayes, durante noches y noches, lleva­ba li­brando contra ese fenómeno que llama­mos la muer­te...
(Inédito: este fragmento pertenece a la próxima novela de Braulio Llamero, ganadora del II Premio de Narrativa "Mago Merlín" 2005. Cedido por el autor a este blog. Más información en http://www.llamero.net/)

Un lavado de cara (La Opinión)

En el barrio en el que ahora vivo han comenzado las actuaciones de eso que llaman Plan de Acción de Lavapiés de la Comunidad de Madrid. Se trata de lavar la cara a esta zona céntrica de la ciudad, demasiado repleta de tiendas al por mayor, de trapicheos, de suciedad y de tráfico. Leo que empiezan por las tiendas de mayoristas, muchas de ellas desprovistas de licencias y poco cumplidoras de las normas. En Lavapiés hay más de trescientas tiendas que venden sus productos al por mayor. De ellas, ciento ochenta y seis carecen de licencia (el resto incurre en infracciones leves): son precisamente las que van a cerrar, que están cerrando ya. A simple vista uno se puede alarmar por el número de comercios de ese pelo que pueblan el barrio, pero no es tan descabellado: basta con dar una vuelta por una de las calles angostas y comprobar que casi todas las tiendas son de venta al por mayor, regentadas en un alto porcentaje por los chinos. Una vez escuché que a muchos compradores de esas tiendas los atracan al salir de esos establecimientos con sus compras.
Dicho Plan de Acción contiene un amplio paquete de medidas, según compruebo en el documento en formato pdf que puede uno descargarse de la red: seguridad, acción social, medio ambiente, comercio y consumo, y participación ciudadana. Al poco de mudarme aquí supe que el Ayuntamiento pretendía devolver a Lavapiés su antiguo brillo, cuando gozaba de fama de pintoresco e imprescindible. Creo que sigue siendo ambas cosas, pero reconozco que abundan los alcohólicos, los vendedores de droga, las tiendas sin licencia, la mugre y los objetos abandonados en plena acera, los vagos y el tránsito de coches y camiones de descarga que hacen imposible dar una vuelta por allí montado en un auto (hay que resignarse a las colas, a las largas esperas mientras sacan las mercancías de las furgonetas, a la locura para encontrar un sitio libre para aparcar el coche). Dentro de ese paquete de medidas habrá, según cuenta el informe, mayor presencia policial, incluso durante las veinticuatro horas y excepcionalmente por las noches. Sin duda será beneficioso, ya que la policía sólo aparece por el barrio a veces, para pedir la documentación a los mirones y a los camellos de la plaza. Habrá inspecciones sanitarias y de seguridad en los comercios, disminución del tráfico, zonas exclusivamente peatonales, control de la delincuencia, un programa que prevenga la exclusión social de los inmigrantes de entre dieciocho y veinte años que recalan por aquí sin adultos, eliminación del exceso de ruidos y de contaminación, fomento de actividades de integración, más medidas de limpieza...
A priori no está mal. Se trata de ordenar un poco esto para que mejore la calidad de vida de los vecinos del barrio, pero sin convertirlo en Disneyworld. Según el documento para la revitalización de Lavapiés los problemas que han empujado al barrio a esta especie de degradación son: el tráfico, la masiva afluencia de inmigrantes, la masificación de los comercios mayoristas. Hace poco me fijé en que el autobús no pasa por la mayoría de sus calles: son demasiado estrechas, las furgonetas incluso encuentran dificultades para maniobrar en algunas vías. Cuando uno vive aquí no tiene ciertos problemas (robos, ataques, amenazas), pero sufre otros (ruidos nocturnos, suciedad, peleas, trapicheos en cada esquina). No se siente uno amenazado. Sin embargo, quien pone los pies por vez primera en el barrio (me ocurrió a mí los primeros días) sí se vuelve temeroso: ve a los parados, a los borrachos, a los inmigrantes que venden hachís y cree que van a robarle la cartera o a agredirle.

domingo, octubre 09, 2005

Una costumbre obscena (La Opinión)

Se ha convertido en moda enseñar cadáveres en los informativos de televisión, en los libros, en los periódicos, en los documentales. Al principio bastaba con apartar la vista: viendo un telediario, en el que informaran sobre alguna guerra, miraba uno hacia otro lado sospechando que iban a mostrar fiambres. Con suerte, sólo veía una imagen de la que trataba de alejarse, pero el fogonazo permanecía en las retinas, igual que sucede cuando miramos directamente a una luz y luego cerramos los ojos. Es una manera veloz, y la única (salvo que uno se niegue a ver los informativos) de esquivar los cadáveres, que cada día tratan de meternos hasta en la sopa. En los periódicos, de vez en cuando, solemos asistir a brutales fotografías: hombres quemados y linchados por el pueblo en algún país de Oriente Medio, niños moribundos en África, víctimas de guerra, etcétera. El mundo nos sirve un postre demasiado amargo y nos toca tragárnoslo. Si uno mira todos los días un cuerpo muerto, puede que al final logre acostumbrarse, como sin duda se acostumbran los forenses y unos cuantos policías y detectives y demás agentes encargados de velar por el orden. Por eso nunca encuentro explicaciones a por qué insisten en que los veamos. Tal vez arguyan la necesidad de que el ciudadano medio debe concienciarse respecto a lo que sucede en lugares del planeta donde hay hambre, guerras y homicidios. Pero sospecho que al final, por un exceso de esas imágenes, la conciencia desaparece, y entonces sólo vemos a los muertos con la misma serenidad que cuando observamos un tanque en la tele. Nos hemos curado de espanto, y eso resultará, si no peligroso, sí inmoral.
En estos días he tenido que vislumbrar cadáveres en todas partes (por suerte, no en persona, sino a través de las imágenes). En algún telediario mostraron un “pastel” y tuve que apartar la vista. La noche siguiente me dispuse a ver en la tele un estupendo documental sobre Robert K. Ressler, el criminólogo de Ciencias de la Conducta del FBI que fue pionero en los perfiles de los asesinos en serie, y de cuyos libros he escrito aquí un par de veces. En dicho documental introdujeron imágenes y detalles y fotografías de algunos de los muertos a manos de los más célebres serial killers de Estados Unidos. Eso sólo nos sirve para asumir que los policías y los forenses deben tragar tanta basura al día, tanta sangre y tantas mutilaciones, que lo normal es que en la noche sólo se alimenten de sueños poblados de pesadillas. Unos días después compré un libro que se titula “Caso cerrado”, y en el que Philip Gourevitch analiza las investigaciones de un policía de Nueva York para atrapar a un asesino que llevaba en libertad más de veinte años tras sus últimos asesinatos. Está escrito a la manera de “A sangre fría”: un reportaje novelado. En sus páginas van apareciendo fotografías del poli, de la escena del crimen, del careto del fugitivo. Hasta que uno se topa con sendas imágenes de los dos hombres, muertos por aquel a tiros. Por fortuna las fotos son pequeñas y una de las víctimas está bocabajo. Sin embargo, advertí que ya no me aparto de las fotos como si quemaran. Tampoco las miro con morbo. Al final, tras tanto cadáver entrevisto en los medios de comunicación, va uno acostumbrándose.
Existe una costumbre obscena de exponer en los medios los cadáveres, igual que si fuesen mercancía inmoral pero necesaria para el ciudadano. La sociedad está envuelta en sus propias contradicciones: hay gente que no se asusta o no se escandaliza al ver a un hombre despedazado por una bomba, pero se alarma si en televisión aparecen contenidos relacionados con el desnudo y con el sexo.