Estamos convirtiendo Zamora en una variante seca de Marina D’Or, Ciudad de Vacaciones (para ancianos), o sea, una especie de enorme residencia, pero sin playas ni demasiadas actividades para pasar el tiempo. Cada vez que uno vuelve por allí, alegre por los reencuentros y por la caminata por entre sus rincones favoritos, se le cae el alma a los pies y se hace pedazos. Poco a poco, sin que apenas lo advirtamos, esto avanza hacia un parque temático para jubilados y para viudas de la tercera edad. Por lo general, la historia del zamorano es así: va al colegio en su barrio, estudia la carrera en las ciudades vecinas, se licencia y hace la maleta y emigra, trabaja y tiene hijos en otras urbes, vuelve a su tierra cuando se ha jubilado.
Ya no son sólo la falta de infraestructuras, de inversiones y de empresas, las pocas oportunidades de empleo y el ninguneo, sino el diseño de la ciudad y el repudio hacia todo cuanto huela a joven. Los apestados parecen ser los jóvenes. Y no nos damos cuenta de que luego esos mismos jóvenes son los que se van y hacen buenos trabajos en otras regiones. Sólo hay que observar para cerciorarse del enorme potencial de quienes crecieron en la ciudad y se han ido: pintores, ingenieros, actores, poetas, reporteros, músicos, deportistas, directores de cine. La lista es larga y no acaba ahí. Basta propinar un par de patadas al tejido de otras ciudades (principalmente en Madrid) y salen zamoranos valiosos hasta de debajo de las piedras. Yo siempre he creído que esto no tiene nada ver con la sangre o el aire helado de nuestros larguísimos inviernos, sino con el hecho de que el ciudadano suele aburrirse por la escasa oferta y las exiguas posibilidades que algunas temporadas ofrece la ciudad y, así, como quien no quiere la cosa, va especializándose en lo suyo, en lo que le interesa y para lo que ha nacido. Lo que sucede es que ese potencial, dado el futuro negro de la provincia durante años, se escapa por donde puede. Y “por donde puede” significa carretera y manta.
Mencionaba el diseño de la ciudad y el repudio hacia la juventud. En el primer caso sólo hay que observar los parques, las calles, ciertos barrios, y los proyectos que están a punto de convertirse en realidad. Son ideales para alguien que no necesita más que tranquilidad, reposo y sentarse en un banco a verlas venir. Es la ciudad adecuada para dar de comer a las palomas sin que nada ni nadie las asuste, mirar el cielo lleno de cigüeñas y pasear en medio de los silencios. Y punto. Pero no es suficiente. El repudio hacia la juventud empieza por el acoso a los que hacen botellón y el cierre de los bares y termina en la prohibición de hacer conciertos y la censura de cuantas cosas hagan los jóvenes. He contado ya aquí que un amigo mío tuvo un cyber en donde se reunían los chavales a conversar y a jugar a videojuegos y que los vecinos consiguieron que lo cerraran. He contado cómo en algunos conciertos de rock al aire libre, donde las nuevas bandas zamoranas tratan de darse a conocer, ha aparecido la policía a mandar que bajaran el volumen cuando ni siquiera eran las diez de la noche. Esto no sólo afecta a la juventud: la otra noche iba a La Cueva del Jazz y llegó la poli a ordenar el cierre. La Cueva no es un lugar de chavales: allí la clientela hace siglos que se afeitó por primera vez, y algunos sólo reclamamos nuestro derecho a disfrutar de la madrugada tomando una cerveza. Estuve conversando con el dueño. Yo sabía que hace tiempo que no le dejan celebrar conciertos. Pero pude oírlo de sus labios. Y así vamos barriéndolo todo: los espectáculos, los conciertos, el derecho a los botellones, los bares de madrugada, los parques de verdad, la música, la juventud.