Hay mercancías en El Rastro que uno no alcanza a comprender por qué están allí expuestas. Pero, si están a la venta, será porque existe, al menos, una mínima demanda. O puede que suceda lo contrario: que la gente compre cuanto ve, ya sea de valor o no, ya sea un objeto útil o un objeto inútil; que sea el vendedor quien se arriesgue y decida que todo es susceptible de ponerse en el mercado. Es sabido que en El Rastro existen cajas desportilladas y sucias que albergan un montón de fotografías en sepia, desordenadas, con las esquinas rotas, imágenes de gente que ya ha muerto, estampas de vidas ajenas y lejanas que alguien abandonó en algún vertedero o arrojó a la calle. Aunque esas fotos todavía tienen algún valor: siempre hay alguna curiosa, debido a la pericia del fotógrafo o a las inscripciones escritas al dorso en caligrafía antigua. Igual que tienen alguna utilidad unos guantes destrozados, o un mueble que podría servirle a alguien tras algunas reparaciones y una capa de barniz, o una prenda vieja, o hasta un objeto decorativo, o incluso, si me apuran, esos zapatos sin sus parejas que vemos amontonados en el suelo, y que despachan al peso. Dijo el escritor Richard Brautigan en su último libro: “¿Por qué será que cuando la gente ve cerca un zapato desparejado se siente incómoda si su par no está cerca?”
Pero la otra mañana, paseando por aquella almoneda gigante y dominical, vi algo curioso: un fulano había desplegado sobre la acera una fila de llaves. Eran llaves antiguas, grandes, oxidadas, de esas que había antes en las viviendas y que aún se utilizan en algunos pueblos y en las casas viejas de los barrios bajos (en la casa de mis abuelos, cerca del Duero, eran así las llaves que se utilizaban para abrir puertas enormes, recias y de goznes poco engrasados). Y allí estaban, en el suelo: llaves de puertas que posiblemente han dejado de existir, pero en el caso de que existan esas puertas, y las casas tras ellas, nadie lograría encontrarlas, ni en una ciudad grande ni en una pequeña. Jonathan Safran Foer, por cierto, ha construido su última novela sobre la idea de un niño cuyo padre muere en el atentado de las Torres Gemelas y deja una misteriosa llave que el hijo se empeñará en averiguar qué puerta abre. Tengo pendiente de lectura el libro e ignoro cómo lo resuelve Foer, pero en este caso el protagonista parte de una base: la llave perteneció a su padre. Las llaves que venden en El Rastro, sin embargo, fueron de gente que nunca conoceremos, y son misterios cuya resolución nos será vedada para siempre. También las venden en puestos donde las cuelgan en racimos, como si fuesen uvas.
Quizá piensen que las llaves del Rastro estaban en el suelo solitarias e ignoradas, salvo por los curiosos que, como yo, echan un vistazo sin arrodillarse. Pues no: frente a la fila de llaves oxidadas, enormes y antiguas, vi a un par de tipos, de rodillas, mirándolas con detenimiento y tal vez eligiendo una o dos para llevarse. Puede que existan los coleccionistas de llaves antiguas, pues hay coleccionistas de todo, incluso de los objetos más dispares. Quizá las compran por su belleza, que sin duda la tienen, y luego las enganchan en la pared, junto a otras cosas olvidadas por sus dueños y sin uso, como formando parte de una especie de morgue de objetos inútiles y repletos de jugoso pasado. O las utilizan de amuleto, colgadas al cuello: algunas personas se cuelgan cualquier cosa, desde abrebotellas y muelas hasta chapas del ejército. O las eligen por su misterio: todas esas llaves, allí colocadas, sin dueños, sin puertas que abrir, contenían misterios que nadie podrá desentrañar.