Estuve aguardando toda la mañana de ayer hasta que anunciaron el nombre del Premio Nobel de Literatura. Al menos esta vez me sonaba. Al británico Harold Pinter, a quien ha otorgado la Academia Sueca de la Lengua el galardón, es un poco difícil leerlo en España: apenas hay un puñado de sus obras dramáticas traducidas al castellano (y a estas alturas ya estarán peleando las editoriales por los derechos de las mismas, fieles a su condición de aves carroñeras y oportunistas). Conozco su nombre porque está ligado al cine. Pinter cocinó los guiones de “El placer de los extraños”, “La mujer del teniente francés” o “El último magnate”, siempre adaptando textos suyos o textos de otros escritores, de Kafka, Ian McEwan, John Fowles o F. S. Fitzgerald.
Pero tampoco este año he leído nada de este Nobel. Seguro que ni Pinter se lo esperaba. Me siento, como casi siempre, algo decepcionado: uno tiende a hacer su propia quiniela, basada, desde luego, en las quinielas que hacen otros y que aparecen en la prensa. Yo apostaba por los norteamericanos Don DeLillo, Cormac McCarthy, Philip Roth y Bod Dylan, o por Mario Vargas Llosa y el polaco Ryszard Kapuscinski. Éste último era una de las apuestas más firmes, pues la Academia había ampliado las posibilidades de premiar a autores que no sólo cultivaran la literatura y la poesía, sino el teatro o el periodismo. Kapuscinski, quizá el periodista más famoso del planeta, ha escrito durante años unas crónicas esenciales para comprender el funcionamiento del mundo en el que vivimos. En cuanto empezó la movida de las vallas en Melilla me apresuré a leer “Ébano”, que integra varias crónicas del reportero polaco. Kapuscinski ha vivido en diversos países de África, recorrido ciudades, aldeas y desiertos, y conversado no sólo con sus dirigentes, sino también y sobre todo con la gente de a pie, los hombres y mujeres que no poseen nada y recorren el continente a la búsqueda de una oportunidad. Gracias a este libro entiende y conoce uno mejor a estos africanos desarraigados que ninguna posesión tienen (si acaso, algún cuenco para comer o un pellejo relleno de agua), y por ello nada tienen que perder, excepto sus vidas, siempre sometidas al hambre, a los caprichos e inclemencias del desierto, a las guerras locales, a la miseria, al nomadismo, a la falta de un techo fijo sobre sus cabezas.
Otro periodista célebre por sus crónicas es Jon Lee Anderson, algunas de cuyas crónicas leo estos días en otro libro. Pero ni siquiera estaba en las quinielas. A Anderson lo traducen y publican ahora en El País. Meses atrás hablé en estas columnas de un título suyo que podía descargarse de internet en pdf: no está en papel ni en las librerías. A raíz de la lectura de ese documento me enganché a sus crónicas. Algunas de ellas, las que escribió unos días después del once de septiembre en Afganistán, están recogidas en “La tumba del león”. Lo estuve buscando, pero sólo lo habían publicado en Argentina. Y ahora viene lo curioso: la otra tarde fui a una especie de librería almacén para encontrar un par de libros que el dueño al final anotó para pedirlos, pues no los tenía en ese momento. Salí de allí e iba a entrar en una boca de metro cuando vi otra librería que anunciaba saldos. En el piso superior sólo había ofertas de títulos malos. Luego bajé al sótano. Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que “La tumba del león” y otros libros, sólo editados en Argentina y que había buscado hasta la saciedad, estaban allí, olvidados y polvorientos. Tres euros por pieza. Una ganga y una sorpresa absoluta. Y ya leo con placer esas crónicas de Anderson. Lo que más me gusta del Nobel, cada año, es que me sirve de excusa para divagar sobre otros autores.