Una mañana subí en el metro hasta la Glorieta de Bilbao. Había comprobado en internet que, en una librería de viejo sita en una de las calles que desembocan en ella, guardaban un título raro de encontrar. La librería se llama El Galeón, y su interior es difícil de describir (y sólo contiene libros). Es como un barco que hubiese encallado en los arrecifes de una isla, mezclándose todo dentro. Al principio no lograba localizarla. Iba mirando el número de portal y entonces vi una entrada angosta y llena de guías y manuales de oferta, dispersos en tenderetes frágiles y protegidos con plásticos sujetos con pinzas. Parecía la puerta hacia una especie de hura en la que hay que estar muy flaco para meterse. Di los primeros pasos y observé lo que había alrededor: en realidad aquello era la pesadilla de un ama de casa o de un amante del orden doméstico. A los lados del estrecho hall había vitrinas, que albergaban ejemplares teñidos de polvo. Pero flanqueando estos escaparates repletos de saldos habían colocado varias torres de más libros. Tuve la impresión de que, si cogía uno para echarle los ojos encima, el museo de papel se vendría abajo, causando una polvareda.
El interior era aún más caótico. Era un local rectangular, con las paredes cubiertas hasta el techo de anaqueles llenos de libros y manuales, en los que no cabía ya ni la sombra de un alfiler. El resto lo ocupaban mesas y muebles con baldas: se apilaban los libros, se amontonaban, en una especie de desorden brutal. Había volúmenes en los estantes, en las mesas, y en el suelo formando torres irregulares y como a punto de derrumbarse. El librero estaba al fondo, casi enterrado en su propia mercancía, detrás de una mesa con ordenador, atendiendo a un cliente. Para llegar hasta ellos no pude avanzar de frente, sino de lado, para no derribar con los codos los libros de ambos lados (los que había en las torres que partían del suelo, junto a las estanterías y las mesas), y también para evitar darle una patada a los ejemplares del suelo. Mi impresión inicial fue la del barco. Cuando caminé entre tanto papel y cubiertas de varios tipos y colores albergué la segunda impresión: encima de allí alguien había acuchillado los vientres de varias librerías, dejando caer su contenido en aquel almacén. La tercera impresión la contaré un poco más tarde.
Al ver al librero me pareció una especie de criatura devorada por su creación. El local era un monstruo de cultura que iba comiéndose el terreno, zampando el espacio a su paso, formando trincheras, castillos, torres, muros de letras y papel. Luego, una vez consultado al librero y mientras abandonaba la tienda, reparé en que había allí eso que suelen llamar desorden ordenado. En el centro se apilaban las novedades. En éste o en aquel rincón, unos cuantos saldos. En los estantes, los libros habían sido divididos por editoriales. Pero esta vez, debo confesarlo, me agoté. Quien está acostumbrado a depositar su mirada sobre filas y filas de libros acaba cansándose. Me ocurre, por ejemplo, en esas ferias del libro antiguo en las que, tras una hora de buscar aquí o allá, termino físicamente exhausto, como si hubiese corrido por un bosque. Al salir tuve, por fin, la tercera impresión: aquel local, ese galeón escorado en los arrecifes, tan caótico, no se parecía a mi biblioteca (ordenada con pulcritud), sino al interior de mi cabeza. Sabemos que el cerebro funciona con la precisión y solvencia de un ordenador. Pero a veces se amontona la información. El resultado es un desorden ordenado, un jaleo de nombres, personajes y títulos: mi cabeza. Es raro meterse en la cabeza de uno mismo; recuerda a “Cómo ser John Malkovich”.