Tal y como estaba previsto y conté ayer aquí, al final un amigo vino a sacarme las castañas del fuego. Se puso ante el ordenador averiado y consiguió, al menos, instalarme otra versión de windows. Pero el sistema operativo andaba ya tan chocho que tuvimos que formatear el disco duro. Lo importante, desde luego, lo salvé: conviene hacer copias de seguridad cada poco tiempo para poner a salvo los documentos necesarios y de cosecha propia, los trabajos, todo aquello que uno va recopilando. Sin embargo, perdí todas las direcciones de correo electrónico, excepto unas cuantas que conservaba apuntadas en correos alternativos. Pero acabaré recuperando la mayoría: cuando la gente advierta que hace siglos que no escribo mails, y me envíe correos para regañarme, entonces apuntaré de nuevo sus direcciones.
De modo que he vuelto a ponerme frente a mi teclado. Aunque esto no conlleva la misma emoción que andar a la carrera y tener que acudir a un cyber para hacer la columna entre gente que fuma, chatea y habla, dándose prisa para que la broma no cueste tan cara. Pero, bien pensado, me quedo con la tranquilidad de teclear en casa. Justo cuando salía de aquel cyber con hilo musical hindú, comprendí que no es tan difícil (no tanto como uno creía) escribir artículos en uno de esos locales. Aunque concentrarse requiere conocimientos zen. Como soy muy imaginativo, al salir del cybercafé e ir camino de casa me puse a pensar en un articulista convertido en vagabundo, un articulista al que pagaran lo justo para alimentarse una vez al día. Uno de esos indigentes con la barba zarrapastrosa, prematuramente envejecido. Por las mañanas, tras despertarse en un banco, aturdido por la intemperie y la resaca del vino peleón de tetrabrik, iría a conseguirse algo para desayunar. Si no encontraba monedas en la acera ni la compasión de nadie, acudiría al banco a retirar algo de efectivo. Luego entraría en uno de esos cafés con internet y se sentaría ante las teclas. Tendría mucho que contar: cómo mendiga en la calle para reunir más dinero, cómo convive con otros vagabundos, cómo necesita el vinazo para anestesiarse y olvidar por las tardes el acoso de la realidad, cómo siente el cuerpo sin una ducha, ni un jergón, ni un váter a mano. En el cyber bebería una taza de café y acabaría, con suerte, el artículo en media hora, ya que jamás echaría vistazos a la prensa ni querría estar informado de las noticias del mundo. En total: menos de un euro. Luego los familiares y amigos, conmovidos por lo que cuenta en sus textos, trataría de buscarlo por la ciudad para invitarlo a comer, llevarlo a casa, prestarle una manta, regalarle una botella de vino.
Luego pensé que la historia hacía aguas por todas partes. Principalmente porque, con el tiempo, el tipo se volvería tan loco que no habría dios que descifrara los enigmas de su escritura. Loco de vivir en la calle, de dormir en el suelo, de la malnutrición, del trasiego excesivo de vino de baja calidad, de buscar colillas en las aceras. Recordé, además, una película de dvd que había visto unos días antes, “El secreto de Joe Gould”, dirigida por Stanley Tucci y basada en el libro homónimo de Joseph Mitchell, basado a su vez en sus artículos para The New Yorker, basados a su vez en la investigación que hizo sobre Joe Gould, un vagabundo que iba por Nueva York contando que escribía un libro de historia oral con miles y miles de páginas. Y era cierto que escribía a mano, en viejos cuadernos, y que incluso algún editor estuvo interesado en publicar aquello que nadie había leído. Pero los cuadernos nunca aparecieron y los pocos que Mitchell logró leer contenían un claro ingrediente de desequilibrio.