viernes, octubre 31, 2014

Parece que cicatriza, de Miguel Sanfeliu


Acababa de cumplir diecinueve años, vivía en un piso viejo y descolorido, sin ascensor, y tenía un año por delante gracias a la pequeña asignación económica que había pactado con mis padres, tiempo suficiente para la creación y publicación de una gran obra si me ponía a trabajar en serio, tiempo para demostrar que podía alcanzar mis metas. Dejaría de ser un escritor que no escribe para pasar a entregarme a la constante y disciplinada persecución de una historia. Olvidaría el futuro y me entregaría a elaborar mi presente. Sería un escritor de éxito y el público esperaría cada novela mía con avidez. Lloverían las críticas elogiosas y las entrevistas en radio y televisión.

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Y pensando en todo esto le pasan las horas. Cuando se da cuenta se está acabando la mañana y todavía no ha escrito ni una línea, no ha leído ni una página: no ha hecho nada de nada. Se agobia de nuevo. Abre un libro, empieza a leer, luego observa la pantalla del ordenador y suplica a las musas que le ayuden a encontrar una frase, un comienzo.

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Roberto se queda un rato con el teléfono en la mano. En estos casos no sabe cómo explicarle a la gente que quiere estar solo, que no quiere que le visiten, que es un insociable. Queridos amigos, entiéndanlo de una vez, escribir no es un hobby, escribir es mi vida.

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Cuando era joven soñaba que la literatura sería como un transatlántico de lujo, pero ahora resulta que no es más que un simple salvavidas. Escribe para limpiar la conciencia, escribe porque lo necesita, para no saltar desde la terraza del edificio. A eso se reduce todo: escribir para sobrevivir. La rubia locutora que le entrevista en directo jamás saldrá de sus sueños. Mira los libros que se amontonan a su alrededor, que le arropan y que son los culpables de que se le forme un nudo en el estómago. Se pregunta si se escribe porque no se está satisfecho con la propia vida.


[Talentura Libros]

Próximamente: Trayecto en Noche Cerrada


De Daniel Bernabé. En Ediciones Lupercalia.

miércoles, octubre 29, 2014

Próximamente: Sueños de trenes


De Denis Johnson. En Random House.

Al borde del camino, de Seumas O'Kelly


Festus Clasby no habría desentonado en ningún puesto importante en la vida; sus hombros habrían llevado con dignidad la cadena dorada del cargo de alcalde de una ciudad apreciable; en la sesión de investigación de un magistrado forense habría sido un perfecto presidente del jurado; como jefe del piadoso gremio de una iglesia podían llegar a confundirlo con las figuras de las vidrieras de colores; marchando al frente de una banda de metales habría representado al héroe conquistador; como encargado de una funeraria lo habría reconciliado a uno con la muerte. Forjado a la perfección como cofre humano no había confianza técnica que los hombres no hubiesen depositado en él. En la práctica, Festus Clasby cumplía con dignidad la más fatal de todas las ocupaciones sin perder su tremenda ilusión de respetabilidad.
[Del relato "La lata con la marca del diamante"]

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Detrás de aquella puerta había barrido un puñado de recuerdos que ahora no eran más que dolor porque la llave había soltado un chasquido en la cerradura. Detrás de la puerta quedaba la historia de su vida y de las vidas de sus hijos y de los hijos de sus hijos. ¿De qué servía –podía haberse preguntado– echarles la culpa ahora? ¿Cómo habían terminado marchándose todos, desperdigados, dejándola allí sola y destrozada? ¿Acaso la llave no había soltado un chasquido en la cerradura? En aquel chasquido estaba el final de todo; en la casa vacía quedaban los fantasmas de su niñez, su juventud, su maternidad, su vejez, sus luchas, sus éxitos, su habilidad para llevar la pequeña tienda, su coraje para afrontar una borrasca familiar tras otra. La llave había soltado un chasquido en la cerradura. Bajó por la calle silenciosa, con delicadeza para que no la vieran los ojos de los vecinos, criatura vacilante y rota arrimada a los muros desdibujados, que elegía las calles secundarias que llevaban a la casa oscura en las afueras del pueblo. Ya se lo había dicho a ellos: "No seré una carga para vosotros". Y, en efecto, no lo fue.
[Del relato "Entierro al borde del camino"]


[Sajalín Editores. Traducción de Celia Filipetto]

martes, octubre 28, 2014

lunes, octubre 27, 2014

Jota Erre, de William Gaddis


En líneas generales, Jota Erre (J R en su versión original) va sobre un muchacho que monta un negocio empresarial sólo con llamadas de teléfono, la lectura de algunos manuales y una madeja en la que acaba enrollando a un montón de personas. En realidad el muchacho es un cabrón de 11 años que se aprende al pie de la letra lo que le han contado en una charla, y así lo explica él mismo:

-¡Vale, y qué quieres que haga! –dio una patada a un montón de hojas que había delante de él, se detuvo ahí para cambiar de brazo su carga–, o sea, ¿que me dedique a vender esas muestras cosméticas gratis, con las cajitas de cerillas esas, los zapatos esos que son enormes?, ¿o, o sea, la cosa esa que tengo en casa de una emocionante carrera trabajando en un motel o las importaciones y exportaciones en la intimidad de tu propia casa? O sea, los ratos divertidos esos, mi madre siempre está trabajando, cómo sé yo cuándo va a volver, o sea, es como lo de los bonos y las acciones esas, no ves a nadie, no conoces a nadie, sólo por correo y por teléfono, porque así es como lo hacen, nadie tiene que ver a nadie, puedes tener una pinta rarísima y vivir en un retrete, ellos qué saben, o sea, es como los tipos esos de la bolsa de valores donde se venden acciones unos a otros. No les importa una mierda de quién son, sólo venden y compran para una voz que se lo dice por teléfono, por qué les va a importar una mierda si tienes ciento cincuenta años, lo único que les…

La última oración es una de las claves de la novela. El muchacho se escuda en eso: en que lo que importa es que al otro lado del teléfono haya una voz que te asegure los beneficios y que sepa sumar las cifras, que oigamos promesas y el dinero siempre esté presente aunque no se pronuncie la palabra. Lo que el niño hace, pero multiplicado por cien, es lo que hacía Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) en esa escena de la película El lobo de Wall Street en la que, yendo a parar a una oficina habitada sólo por perdedores y pobres diablos, decide inventarse por teléfono propiedades que en realidad no existen o no son tan exquisitas como pregona, pero con cuya promesa engatusará a los clientes que, poco a poco, lo van a convertir en millonario. En esa mentira, en esa trampa, en ese cebo para incautos con ansias de invertir, se sostiene todo un sistema hueco mediante el que unos se enriquecen y otros se arruinan, logrando el equilibrio capitalista en el que vivimos.

Aunque, en líneas generales, aquel sea el hilo conductor del libro, la novela va mucho más allá de lo que cuentan las sinopsis: con esos elementos y muchos diálogos (es una "novela dialogada", en la que a veces hay narración que sirve de transición entre unos pasajes y otros o entre unas conversaciones y otras o entre un monólogo y otro), William Gaddis monta una sátira sobre el sistema económico y sobre la estructura de poder norteamericana: Dice que tu dinero tiene que trabajar para ti, tú dile que el truco es conseguir que el dinero de otra gente trabaje para ti, ¿entendéis?, apunta un personaje en una de esas charlas gozosas e interminables. Jota Erre Vansant es un crío que ha tratado de seguir esos códigos que les explicaron a él y a sus compañeros de clase, y a partir de ahí se dedica a comprar y vender, a adquirir empresas fantasma y a liar un embrollo monumental, hasta un punto en que sabe que no puede detener esa maquinaria de farsas y productos que se van amontonando en el piso donde las guarda:

-¡No, pero eso es lo que se hace! O sea, lo que decían, ya que jugamos el partido, juguemos a ganar, pero, o sea, ¡incluso aunque ganes tienes que seguir jugando! Como los corredores de bolsa esos, los agentes de seguros esos, los bancos esos, cualquier cosa que hagas, alguien se lleva un porcentaje para ellos, una comisión, unos intereses, que todos se conocen entre ellos, así que arreglan las cosas dándote unos consejos, que ellos son unos expertos muy importantes, ¡cómo voy a parar yo todo eso!

A lo largo de unas 1133 páginas, Gaddis disecciona ese entramado de compras y ventas y artimañas capitalistas que nos han empujado a la situación actual. Por eso la novela fue, está siendo, de alguna manera, premonitoria. Pero también porque, al elegir una estructura de diálogos larguísimos y muy divertidos, con apenas acotaciones que nos aclaren muchas veces quién está hablando (aunque el autor suele ofrecer pistas tarde o temprano para que el lector no se pierda del todo), la narración acaba siendo un circo de voces y ecos y ruidos que a mí me recuerdan a las redes sociales, en concreto a Facebook, en esos debates extenuantes que montan los usuarios y donde al final falla la coherencia (salvo casos contados, al menos desde mi experiencia como lector). La gran diferencia es que Gaddis siempre nos ofrece perlas como ésta, pronunciada por un personaje: […] si quiere hacerse millonario, no tiene que entender de economía, lo que tiene que entender es los miedos de la gente a la economía, eso es lo fundamental […].

Creo que ya lo señalé en otro post: Gaddis tenía un oído prodigioso para detectar el lenguaje del ciudadano, fuera éste un profesor, un economista o un crío que va al colegio; para detectarlo y reproducir sus tics, sus muletillas, sus frases entrecortadas (W. G. nos muestra tal y como hablamos, con lo que sus diálogos, aunque sean de ficción, se aproximan más a la realidad, a lo que oiríamos en un documental de entrevistas). En Jota Erre destaca el lenguaje de los peces gordos y de los empresarios, algunos de los cuales suelen ser tipos cabreados con traje y estrés, muy duchos en soltar maldiciones hilarantes ("hijo de putas", suele proferir uno de los personajes), que a mí me traen a la memoria a esos gloriosos secundarios, viejos zorros con corbata, del cine de los Coen (véanse El gran salto, Crueldad intolerable o Quemar después de leer). Que el traductor, Mariano Peyrou, logre conciliar toda la prosa y hacérnosla comprensible es digno de un premio.

Podría extenderme hasta el cansancio del lector de este blog, desentrañando aún más los pormenores y los miles de detalles del libro, pero es conveniente adentrarse en esta novela como si fuera territorio virgen, perdiéndose en la jungla de su rico idioma, dejándose llevar. Una advertencia: uno debe amar mucho la literatura para disfrutar de Jota Erre, incluso aunque al final te fatigue un poco su extensión (porque es una novela compleja y al mismo tiempo fácil de leer por su abundancia de diálogos). Os dejo, como broche, lo que dice un personaje, que se ajusta perfectamente al propio William Gaddis:

Siempre protestando por algo, ésa es la única razón por la que se hacen escritores, joder […].


[Sexto Piso. Traducción de Mariano Peyrou]

Próximamente: La hoguera pública


De Robert Coover. En Pálido Fuego.

sábado, octubre 25, 2014

Próximamente: Soy Yo, Édichka


De Eduard Limónov. En Marbot Ediciones.

miércoles, octubre 22, 2014

Próximamente: Vinalia Trippers. Duelo al sol


De Varios Autores. En Vinalia Trippers.

martes, octubre 21, 2014

La espada de los cincuenta años, de Mark Z. Danielewski


Por fin tenemos aquí otro libro de Mark Z. Danielewski tras La casa de hojas. Lo primero que debemos destacar es su edición, el cuidado con el que se han seguido las ideas y las obsesiones estéticas del autor, un hombre al que le fascina el libro como objeto, como continente en relación al contenido, como herramienta que cuenta una historia junto con las palabras. La edición, por tanto, se presenta con colores, relieves, ilustraciones y diversas fuentes de letra. Es un volumen nacido para exponerse en una vitrina, y es de agradecer que los editores (Pálido Fuego & Alpha Decay) hayan cuidado hasta el último detalle para no adulterar la obra original. Eso en cuanto a la factura estética y la maquetación que, insisto, también cuentan la historia.

En cuanto al contenido: se trata de una novela corta, o más bien de un cuento breve con toques fantásticos que a mí me recuerda a lo que hace Neil Gaiman. Si se pretendiera comparar este libro con House of Leaves, evidentemente La espada de los cincuenta años perdería: no es una obra tan ambiciosa, tiene algo menos de 300 páginas y el texto sólo aparece en las páginas de la izquierda, y está escrito de una manera que recuerda a la poesía de verso libre. Seguro que los enemigos de estos presupuestos estéticos la atacan; sin embargo, hay que centrarse en la narración, en lo que cuenta el autor. Véanse los elementos con los que juega: un grupo de huérfanos, un siniestro cuentacuentos, varios narradores, una costurera, una fiesta de Halloween y un Hombre Sin Brazos que fabrica espadas, espadas que no sólo matan gente, sino también países o ideas, dependiendo de la función para la que hayan sido creadas. Puro goce, pura fantasía. Mark Z. Danielewski ha encontrado un camino que se sitúa en un territorio extraño en el que confluyen el cuento infantil, la novela gótica, la poesía e incluso el cómic.


[Pálido Fuego & Alpha Decay. Traducción de Javier Calvo]

lunes, octubre 20, 2014

Próximamente: Una infancia


De Harry Crews. En Acuarela & A. Machado.

Indies, hipsters y gafapastas, de Víctor Lenore


La intención de este libro no es reivindicar la pureza original de la "cultura alternativa", soñando con volver al momento anterior a que llegaran las grandes corporaciones a corromperla y vaciarla de sustancia.

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Uno de los estereotipos más potentes relacionados con la escena indie o alternativa es el gafapasta. La expresión alude al cinéfilo, que adora Lost In Traslation pero detesta las comedias románticas de Tom Hanks y Meg Ryan, aunque no haya grandes diferencias entre ambas. O quien rechaza por completo el discurso político del director de cine Michael Moore porque ha cometido el imperdonable atentado estético de usar voz en off.

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Lo que calificamos como hipster, cultureta o gafapasta no está tan lejos de la "mentalidad del señorito" de toda la vida. Páginas web como Jod Down, subtitulada "Contemporary cultura magazine", muestran a la perfección ese tono altivo del licenciado en periodismo que sabe más inglés que la media y no está dispuesto a que lo olvidemos en ninguno de sus párrafos.

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Es sensato celebrar la democratización de los medios para producir arte, pero no la epidemia de "yoísmo" que conlleva. Cada menor de cincuenta años se ha convertido en programador de radio, curador de fotografía y crítico cultural (aunque sea escogiendo nuestros filtros favoritos, compartiendo nuestras listas de reproducción musical y manejando nuestros blogspots). Andy Warhol dijo que en el futuro cualquiera podría ser una celebridad durante quince minutos. Twitter, Facebook e Instagram han conseguido algo parecido: que todos seamos famosos para quince personas.

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Que el cine más "especial" se utiliza como mecanismo de distinción es algo que se puede deducir de las entrevistas de los propios directores de culto. Por ejemplo, de esta respuesta de Isaki Lacuesta, cineasta muy respetado por los "modernos": "Con Los condenados, por ejemplo, lo vi muy claro. Cuando se proyecta en las salas de cine no va nadie. Luego, a la semana siguiente, se pasa en un festival o en un museo de arte contemporáneo, cobrando el mismo precio de entrada que la sala de cine, y se llena, o incluso se queda gente en la calle". Las lógicas del "evento" mandan en el público hipster tanto como en la industria cultural mainstream.

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¿Por qué nos hacemos hipsters?
Antes de responder a la pregunta que titula este capítulo, hay que solventar una cuestión previa: ¿cómo es posible que siga triunfando la cultura hipster en un país asolado por el empleo precario y con un paro juvenil del 53 por ciento? La respuesta es que estamos ante una opción de vida elitista, pero no tan cara como parece. Si tienes conexión a Internet en casa, servicios musicales tipo Spotify te salen gratis, además de que puedes consultar las webs de tendencias y bajarte todas las películas y series que te apetezcan desde cualquier servicio de intercambio de archivos.

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Evgeny Morozov, especialista en política y tecnología, explica que el régimen actual es una mezcla de 1984 (George Orwell) y Un mundo feliz (Aldous Huxley). Para las cuestiones cruciales (austeridad, orden público…) rige un estricto autoritarismo, mientras para todo lo demás se ofrece hedonismo participativo, siempre regulado por el mercado. Las estampas las tenemos delante todos los días: partidos del Mundial entre cargas policiales, festivales cool a dos kilómetros de protestas sociales y raperos del gueto como Jay-Z convertidos en iconos del turbocapitalismo, mientras en los barrios negros pobres estallan las revueltas.


[Capitán Swing]