En líneas generales, Jota Erre (J R en su versión original) va sobre un muchacho que monta un negocio empresarial sólo con llamadas de teléfono, la lectura de algunos manuales y una madeja en la que acaba enrollando a un montón de personas. En realidad el muchacho es un cabrón de 11 años que se aprende al pie de la letra lo que le han contado en una charla, y así lo explica él mismo:
-¡Vale, y qué quieres que haga! –dio una patada a un montón de hojas que había delante de él, se detuvo ahí para cambiar de brazo su carga–, o sea, ¿que me dedique a vender esas muestras cosméticas gratis, con las cajitas de cerillas esas, los zapatos esos que son enormes?, ¿o, o sea, la cosa esa que tengo en casa de una emocionante carrera trabajando en un motel o las importaciones y exportaciones en la intimidad de tu propia casa? O sea, los ratos divertidos esos, mi madre siempre está trabajando, cómo sé yo cuándo va a volver, o sea, es como lo de los bonos y las acciones esas, no ves a nadie, no conoces a nadie, sólo por correo y por teléfono, porque así es como lo hacen, nadie tiene que ver a nadie, puedes tener una pinta rarísima y vivir en un retrete, ellos qué saben, o sea, es como los tipos esos de la bolsa de valores donde se venden acciones unos a otros. No les importa una mierda de quién son, sólo venden y compran para una voz que se lo dice por teléfono, por qué les va a importar una mierda si tienes ciento cincuenta años, lo único que les…
La última oración es una de las claves de la novela. El muchacho se escuda en eso: en que lo que importa es que al otro lado del teléfono haya una voz que te asegure los beneficios y que sepa sumar las cifras, que oigamos promesas y el dinero siempre esté presente aunque no se pronuncie la palabra. Lo que el niño hace, pero multiplicado por cien, es lo que hacía Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio) en esa escena de la película El lobo de Wall Street en la que, yendo a parar a una oficina habitada sólo por perdedores y pobres diablos, decide inventarse por teléfono propiedades que en realidad no existen o no son tan exquisitas como pregona, pero con cuya promesa engatusará a los clientes que, poco a poco, lo van a convertir en millonario. En esa mentira, en esa trampa, en ese cebo para incautos con ansias de invertir, se sostiene todo un sistema hueco mediante el que unos se enriquecen y otros se arruinan, logrando el equilibrio capitalista en el que vivimos.
Aunque, en líneas generales, aquel sea el hilo conductor del libro, la novela va mucho más allá de lo que cuentan las sinopsis: con esos elementos y muchos diálogos (es una "novela dialogada", en la que a veces hay narración que sirve de transición entre unos pasajes y otros o entre unas conversaciones y otras o entre un monólogo y otro), William Gaddis monta una sátira sobre el sistema económico y sobre la estructura de poder norteamericana: Dice que tu dinero tiene que trabajar para ti, tú dile que el truco es conseguir que el dinero de otra gente trabaje para ti, ¿entendéis?, apunta un personaje en una de esas charlas gozosas e interminables. Jota Erre Vansant es un crío que ha tratado de seguir esos códigos que les explicaron a él y a sus compañeros de clase, y a partir de ahí se dedica a comprar y vender, a adquirir empresas fantasma y a liar un embrollo monumental, hasta un punto en que sabe que no puede detener esa maquinaria de farsas y productos que se van amontonando en el piso donde las guarda:
-¡No, pero eso es lo que se hace! O sea, lo que decían, ya que jugamos el partido, juguemos a ganar, pero, o sea, ¡incluso aunque ganes tienes que seguir jugando! Como los corredores de bolsa esos, los agentes de seguros esos, los bancos esos, cualquier cosa que hagas, alguien se lleva un porcentaje para ellos, una comisión, unos intereses, que todos se conocen entre ellos, así que arreglan las cosas dándote unos consejos, que ellos son unos expertos muy importantes, ¡cómo voy a parar yo todo eso!
A lo largo de unas 1133 páginas, Gaddis disecciona ese entramado de compras y ventas y artimañas capitalistas que nos han empujado a la situación actual. Por eso la novela fue, está siendo, de alguna manera, premonitoria. Pero también porque, al elegir una estructura de diálogos larguísimos y muy divertidos, con apenas acotaciones que nos aclaren muchas veces quién está hablando (aunque el autor suele ofrecer pistas tarde o temprano para que el lector no se pierda del todo), la narración acaba siendo un circo de voces y ecos y ruidos que a mí me recuerdan a las redes sociales, en concreto a Facebook, en esos debates extenuantes que montan los usuarios y donde al final falla la coherencia (salvo casos contados, al menos desde mi experiencia como lector). La gran diferencia es que Gaddis siempre nos ofrece perlas como ésta, pronunciada por un personaje: […] si quiere hacerse millonario, no tiene que entender de economía, lo que tiene que entender es los miedos de la gente a la economía, eso es lo fundamental […].
Creo que ya lo señalé en otro post: Gaddis tenía un oído prodigioso para detectar el lenguaje del ciudadano, fuera éste un profesor, un economista o un crío que va al colegio; para detectarlo y reproducir sus tics, sus muletillas, sus frases entrecortadas (W. G. nos muestra tal y como hablamos, con lo que sus diálogos, aunque sean de ficción, se aproximan más a la realidad, a lo que oiríamos en un documental de entrevistas). En Jota Erre destaca el lenguaje de los peces gordos y de los empresarios, algunos de los cuales suelen ser tipos cabreados con traje y estrés, muy duchos en soltar maldiciones hilarantes ("hijo de putas", suele proferir uno de los personajes), que a mí me traen a la memoria a esos gloriosos secundarios, viejos zorros con corbata, del cine de los Coen (véanse El gran salto, Crueldad intolerable o Quemar después de leer). Que el traductor, Mariano Peyrou, logre conciliar toda la prosa y hacérnosla comprensible es digno de un premio.
Podría extenderme hasta el cansancio del lector de este blog, desentrañando aún más los pormenores y los miles de detalles del libro, pero es conveniente adentrarse en esta novela como si fuera territorio virgen, perdiéndose en la jungla de su rico idioma, dejándose llevar. Una advertencia: uno debe amar mucho la literatura para disfrutar de Jota Erre, incluso aunque al final te fatigue un poco su extensión (porque es una novela compleja y al mismo tiempo fácil de leer por su abundancia de diálogos). Os dejo, como broche, lo que dice un personaje, que se ajusta perfectamente al propio William Gaddis:
Siempre protestando por algo, ésa es la única razón por la que se hacen escritores, joder […].
[Sexto Piso. Traducción de Mariano Peyrou]