De Vicente Muñoz Álvarez. En Lupercalia.
"En lo que me concierne, no soy un escritor, soy alguien que escribe…" (Thomas Bernhard)
viernes, febrero 28, 2014
jueves, febrero 27, 2014
Her
En las últimas temporadas se han estrenado películas que despiertan reacciones viscerales, agresivas, tanto de sus defensores como de sus detractores. Filmes como Gravity, El lobo de Wall Street, La gran estafa americana, Blue Jasmine, Nebraska, La gran belleza, A propósito de Llewyn Davis o Her. Curiosamente, todas ellas han ganado premios y entran en varias categorías de las nominaciones a los Oscar. Her despierta odios y pasiones por igual. Como ya habréis adivinado, estoy en el bando de quienes la defienden (de lo contrario no la comentaría aquí, como no reseño las películas que detesto, caso de Nymphomaniac). Y abajo daré mis razones para amar este nuevo trabajo de Spike Jonze.
Su nueva película es tan marciana como cabría esperar: de cómo la comunicación puede conducirnos a la incomunicación. El cine de Jonze no es apto para todos los gustos: cuando vi Cómo ser John Malkovich recuerdo que me quedé tan perplejo que no sabía a qué atenerme. Y, sin embargo, suele contentar a la crítica (ver, a este respecto, los extractos de crítica que suelen poner en FilmAffinity: ningún crítico la ha valorado negativamente).
Her nos presenta un futuro creíble, en el que la ropa para caballero regresa al pasado, a los años 50 (en esas regresiones cíclicas propias de la moda); en el que cada pasajero del metro va absorto en su móvil (aunque eso es ya el presente); en el que el cielo está siempre cubierto de una espesa niebla que no es otra cosa que polución (y éste es un detalle que casi pasa desapercibido, un apunte mínimo en el que hay que fijarse); en el que la gente contrata a tipos para que escriban las cartas de amor a sus seres queridos (es el puesto de trabajo que tiene Joaquin Phoenix en la película); en el que le puedes hablar a tu teléfono para que te vaya recitando los titulares de las noticias y leyéndote los mails (algo que suele hacer el protagonista en su soledad sin pausas); y en el que venden sistemas operativos que charlan con sus clientes hasta que los enamoran (y es el meollo de la peli: Phoenix compra un S.O. con la voz de Scarlett Johansson, dotada de una voz tan sexy y ronca que el intento de doblarla es un crimen).
Lo que nos cuenta Her es la historia del tipo más solitario del mundo, aún herido por una relación que no funcionó porque el tiempo todo lo agota. Ya no es capaz de establecer vínculos emocionales con otras mujeres (salvo si son amigas o ex novias). Se siente perdido y a veces entra en salones de chat para intentar comunicarse con otras personas (la base del filme es casi idéntica a la novela Lolito, de Ben Brooks, de la que hablaré un día de éstos: un muchacho cuya relación se ha roto empieza a comunicarse con una mujer madura mediante el chat). Pero todo es en vano: cada intento se frustra porque él tiene sus propios intereses y sus contactos otros intereses distintos, y no logran conectar.
Theodore (Joaquin Phoenix) adquiere ese S.O. y acaba enamorándose de esa voz que le comprende, de esa “mujer sin cuerpo” que le escucha, de esa presencia extraña que siempre está ahí cuando lo necesita. Pero el experimento es un hacha de doble filo: cuanta más comunicación establecen los usuarios con sus sistemas operativos, más se encierran en sí mismos, más se aíslan, de manera que la cámara nos muestra, a veces, a personas solitarias que van hablando con una máquina.
Para que la película sea creíble, Jonze ha contado con un actor prodigioso como es Joaquin Phoenix. En registros que yo jamás le había visto: aquí es un loser tierno, triste en el presente y festivo en el pasado, que lleva su tristeza a cuestas como si fuera la losa de su tumba.
Her, además, y a mi entender, encierra varias capas de lectura. Que a veces entran en contradicción. Nos dice que el amor no siempre necesita de un cuerpo, de una presencia (¿cuánta gente se enamora en estos tiempos mediante conversaciones telefónicas interminables, sesiones de chat o envíos masivos de mails? Exacto: un montón). Pero también nos dice que la tecnología, llevada a esos extremos, puede conducir al individuo a encerrarse en una soledad en la que no caben otros seres humanos; porque, no lo olvidemos, Samantha (la voz de Scarlett Johansson) es sólo una pieza de inteligencia artificial. ¿Qué es preferible: la felicidad que confiere esa voz o la desorientación que supone prescindir de ella y buscar relaciones con otros seres humanos? Creo que ahí radica su grandeza, y creo que los detractores no han sabido verlo.
Por cierto, los créditos incluyen diversas sorpresas. Kristen Wiig, Brian Cox, Bill Hader y el propio Spike Jonze prestan su voz a algunos personajes. La película está dedicada a gente que trabajó con el cineasta y murió hace poco: James Gandolfini, Maurice Sendak, Adam Yauch y Harris Savides (también le han dedicado The Bling Ring y Frances Ha). Y, en la parte de los Agradecimientos, sale medio Hollywood del cine indie (y también de la literatura): David Fincher, Miranda July, Charlie Kaufman, Dave Eggers, Nicole Holofcener, Chris Cooper, Catherine Keener, Bennett Miller, Talia Shire, Steve Soderbergh… Y otra curiosidad: Samantha Morton, productora del filme, fue la primera candidata para doblar a Samantha.
miércoles, febrero 26, 2014
Lord, de João Gilberto Noll
Soy un fanático de esas narraciones en las que un ser humano solitario acaba extraviándose en los laberintos de su cabeza o en los laberintos urbanos sin que esa mutación obedezca a un motivo concreto. Personajes de Samuel Beckett que se trastornan, hombres de Paul Auster que ya no sabes quiénes son o cuál es su cometido, tipos que se mueven por el mundo y que hacen lo que hacen sin estar seguros de por qué lo hacen, "hombres sin atributos" de Robert Musil (al que aún no he leído). Seres que buscan respuestas, que tratan de resolver ese enigma que es la identidad.
Lord, la novela del escritor brasileño João Gilberto Noll, al que he descubierto gracias a la editorial Adriana Hidalgo, que ha publicado muchas de sus obras, pertenece a esa estirpe, a esa línea de personajes extraviados, de naturaleza cambiante y voluntad sometida a extraños designios o a lo que otros hombres les pidan. En Lord nos encontramos a un escritor brasileño al que un extranjero contrata para trabajar en Inglaterra. El protagonista, que también es el narrador, así lo dice al principio: Estaba llegando al aeropuerto de Heathrow, en Londres. Llamado por un ciudadano inglés para una especie de misión. El hombre le promete una misión, un trabajo como cualquier otro, con un sueldo y un alojamiento. Las razones nunca las sabremos, ni siquiera el narrador las sabe; o quizá las haya olvidado, pues desde que llega a Londres empieza a perder memoria o eso parece: Habían invitado a su país a un hombre que comenzaba a olvidar.
A partir de entonces, y mientras espera que le digan exactamente qué tiene que hacer en esa ciudad, el narrador empieza a diluirse, empieza a transformarse, a convertirse en otra persona: se tiñe el pelo, hace cosas que antes no hacía, vaga por la ciudad…: Había venido a Londres para ser varios –es lo que tenía que entender de una vez. El escritor se da cuenta de que esa ciudad es el mejor sitio donde podría estar; ¿qué iba a hacer en Brasil? Y, así, vemos Londres como un lugar ideal para diluirse, para ser olvidado, para irse convirtiendo en otro o en otros. En seguida, claro, le acomete la duda: ¿Dónde estuve todo el día? Buscando un espejo, pues necesito constatar que todavía soy yo mismo, que otro no tomó mi lugar.
Novela breve, misteriosa y fascinante, con varias capas de lectura y significados. No quiero desvelar más sobre ella, es mejor que el lector se adentre en sus páginas y goce con los laberintos mentales del protagonista. Os dejo con un extracto:
¿Cuál era el interés de un militar inglés en tenerme en Inglaterra? ¿Qué servicio podría prestar a las armas o a las relaciones armadas entre los dos países? Pero que mi renuncia no se debiera a eso, pensé. Si hubiera que colaborar, estaríamos ahí, desde el momento en que me lo comunicaran. Lo que no podía suceder es tener que volver al Brasil sin cumplir misión alguna. Volver sin dar nada a cambio, disfrutando casa y comida durante ese período, no lo podía admitir. Quería tener mi función: santa, diabólica, mezquina, inocua o heroica. Y que esa función tuviera su extremidad geográfica, y que de ella yo no pasara para poder acabar aquí. Alguien había cometido la infamia histórica de imputar a un hombre un recuerdo del Brasil que, lo sé, estaba a punto de expirar. Había en mi memoria dos o tres cosas todavía. Dos, tres cosas que me hacían mover la cabeza como ahora para turbarme, turbarme hasta el punto de acostarme y cubrirme de miedo. Yo ya estaba soñando sin saber.
[Adriana Hidalgo. Traducción de Claudia Solans]
martes, febrero 25, 2014
Nada es verdad, todo está permitido. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs, de Servando Rocha
Reinaba el silencio y Joan yacía con un disparo en la cabeza.
[…]
Tuvo que pasar casi una eternidad (la fecha es 1985 y el motivo, la introducción que hizo a propósito de la publicación de su obra Queer, escrita nada más y nada menos que treinta y cinco años antes de aquello y un año después del trágico accidente) para que nuestro hombre decidiera hablar claramente del momento en que todo cambió de manera irremediable y le hizo ser lo que siempre fue: un exterminador de la palabra, el asesino de esa entidad parasitaria. “Mi pasado fue un río envenenado del que uno tuvo la fortuna de escaparse y por el que uno se siente inmediatamente amenazado, años después de los hechos relatados”, aseguró en aquel iluminador texto. Durante toda su vida se dedicó a desenmascarar ese fantasma. Para alcanzar ese objetivo, la escritura le ofrecía respuestas. Por medio de sus libros conseguía volcar todo aquello. La literatura hacía de vacuna, protegiéndolo de esos recuerdos y del peligro de que volvieran a repetirse. En cada párrafo, confesaba públicamente los mecanismos oscuros de la posesión y la forma de recuperar el control.
La literatura le enseñaba a revelar el código.
A través de ella aprendía a desaprender.
**
En su interior viaja un nervioso Kurt Cobain junto a su mánager, Alex McLeod, quien más tarde confesó que “conocer a William fue un gran regalo para él. Era algo que jamás pensó que podría suceder”. Hay una sensación de irrealidad en este encuentro. La cinta de la película está rodando. Y aquí debemos hacer una importante precisión. Aquella cámara que “sobrevuela una zona de matorrales, escombros y edificios a medio construir” termina de girar y girar, y de filmar el aspecto de todo. Burroughs da una orden: “Y aquí la cámara se detiene…, estamos en el plató”, dice en Los chicos salvajes. Cuando Cobain desciende del coche y se dispone lentamente a estrechar la mano de su héroe, a juzgar por las cuatro fotografías que se conservan de aquel momento histórico, todo parece pertenecer a una película sin título. Es algo tan deliciosamente bello y evocador que casi parece imposible que esté sucediendo o que acaso haya existido alguna vez, como si una voz en off hubiera comenzado a tararear, en el mismo instante en que Cobain lo mira a los ojos directamente y extiende su mano (su “mano eléctrica”), las estrofas de “Transformer Man”, la maravillosa canción de Neil Young.
**
En 1992, durante una entrevista con Katherine Turman para la revista RIP, Cobain hizo la siguiente confesión: “Me gusta cualquier cosa que empiece por b. El que más me gusta es Burroughs”. También citó a Beckett o Bukowski, aunque este último había sido víctima de un ritual de pura adolescencia e independencia, cuando decidió quemar sus obras: “Apagué las luces y observé las llamas”, escribió.
**
Este libro ha perseguido revelar algunas de estas cosas, construir el relato del día en que Kurt Cobain conoció a William Burroughs y hablar del siglo XX, de sus incendios y de quienes cantaron sus destrucciones. Sobre esos momentos que, sin apenas saberlo, están haciendo historia, fabricando historia, dirigiendo la historia, hemos tratado de reflexionar.
[Alpha Decay]
lunes, febrero 24, 2014
domingo, febrero 23, 2014
viernes, febrero 21, 2014
Madre, in memoriam, de Phil Jourdan
Éste es el primer libro del inglés Phil Jourdan, que además de escritor es músico y editor. Quienes convivimos con una ausencia similar a la suya, lo compramos a ciegas: el título ya es una declaración de intenciones (hay una madre muerta y hay un homenaje a una madre). El autor no es un personaje, sino que sufrió de verdad esa pérdida, y decidió escribir sobre su madre, levantar un altar de palabras en torno a ella, resguardarla en el papel mediante el ejercicio de la memoria. La diferencia con otros libros autobiográficos es que, a medida que nos vamos aproximando al final, el narrador introduce ciertas pinceladas de ficción (algo que él mismo aclara al inicio): empieza a fabular sobre lo que podría haber dicho su madre, empieza a imaginar que ella no ha muerto y que sale viva del hospital y la vida de todos cambia, y así empieza a insertar algunas variaciones en la historia. Jourdan no sólo habla de lo que ha ocurrido, sino de lo que podría haber ocurrido y de lo que cree que quizá ocurrió (por ejemplo: que su madre fuera espía durante un tiempo). En la nota a la edición española, Phil Jourdan califica Madre... de antimemorias. Y añade la clave de esta obra: El empeño de este libro es el de ser verídico, pero no verdad. Como suele ocurrir en los textos que hablan de la pérdida, encontré unos cuantos pasajes memorables, y os dejo aquí con varios de ellos:
A mi madre se la había llevado la gran nada y eso era todo. ¿Qué podía hacer yo sino escribir y garabatear y esperar el puñetero llanto (llora, joder, llora, ingrato, que no sueltas ni una lágrima por tu madre). No, no lloré, y fue un problema bastante recurrente que duró un año o así, la falta de lágrimas, la manera impasible en que me enfrenté a todo (llora, si no lloras no te volverán a tomar en serio). ¿Pero quién? ¿A quién le importa si lloro?, no va a cambiar nada por eso. Y aunque no lloraba, escribía notas, pequeños recuerdos que era importante no olvidar nunca, cosas que consignar en el libro que había decidido escribir sobre mi madre.
**
Puedo pasar la página de la vida de mi madre: se ha ido, no tengo otra opción. El problema consiste en entender no sólo el vacío que dejó, sino la naturaleza del vacío, la forma del cráter ahora que la flora ha cubierto los escombros. ¿Por qué pienso en su muerte más ahora que cuando la herida estaba fresca? ¿Por qué ya no me acechan ciertas imágenes que encontraba aterradoras, mientras que han resurgido otras, quizá brotadas de mi imaginación? ¿Y cuándo olvidaré, si es que eso ocurre, cómo era vivir con ella, hasta el punto de que su vida adquiera la irrealidad de un personaje de novela?
**
Y aunque no hay consuelo para el horror de vivir en un mundo sin madre, la normalidad se va imponiendo. El duelo se transfigura, pero el sufrimiento no remite –sólo la pena parece lo justo–. La vida me arrastra con sus rutinas diarias y sus nuevos requerimientos, pero el nudo no se desata: el duelo ha dejado de tener una función y se ha convertido en una forma de ser. Estoy en duelo porque me hace sentir bien, porque prolonga el dolor.
**
Recuerdo muchas cosas que había olvidado hasta el día en que moriste. Querida madre, es una experiencia por la que todo el mundo ha de pasar y sin embargo a mí me parece única, como si fuera el primero en perder una madre.
**
He caído en el vacío que ha dejado mi madre.
[Editorial Carpe Noctem. Traducción de Pilar Cáceres]
jueves, febrero 20, 2014
La piel de la vida, de Karmelo C. Iribarren
LA HERENCIA
Últimamente
cuando me miro al espejo
es mi abuelo el que me mira,
más que mi padre.
Cincuenta años
para empezar a cobrar
la única herencia que me dejó,
y que acabará matándome.
**
LA PELEA
Miré a la vida de frente
y ella me devolvió la mirada.
Tengo varias cicatrices
de entonces. A veces
las miro y me hablan.
Me dicen que estuve allí,
que me dejé el alma
en la pelea. Que si sigo
pateando estas aceras,
no es por pura casualidad.
**
CREPUSCULAR
Tengo 53 años
y estoy aquí
mirando por la ventana
eso que sucede ahí fuera,
en el mundo,
como llevo haciéndolo
desde no recuerdo cuándo,
desde siempre.
Pero algo ha cambiado:
ya apenas tengo ganas
de moverme.
[Baile del Sol]
The Road Warrior
Mi vida se apaga,
mi vista se oscurece.
Sólo me quedan recuerdos.
Recuerdos que evocan el pasado.
Una época de caos,
de sueños frustrados,
este páramo...
Pero, sobre todo,
recuerdo al Guerrero de la Carretera,
al hombre que llamábamos Max.
Para comprender quién era,
hay que retroceder a otros tiempos:
cuando el mundo funcionaba
a base del combustible negro
y en los desiertos surgían
grandes ciudades de tuberías y acero.
Ciudades desaparecidas, barridas...
Por razones olvidadas hace largo tiempo,
dos poderosas tribus guerreras
se declararon la guerra,
provocando un incendio
que devoró a las ciudades.
Sin combustible ya no eran nada.
Construyeron una casa de paja.
Las máquinas rugientes jadearon
y se detuvieron.
Los líderes hablaron...
y hablaron... y hablaron...
pero nada pudo detener la avalancha.
El mundo se tambaleó,
las ciudades estallaron...
en un vendaval de pillaje...
en una tormenta de miedo.
Los hombres se comieron
a los hombres.
Los caminos eran
pesadillas interminables.
Sólo sobrevivían los que
se adaptaban a vivir
de los desechos...
o eran tan brutales como
para dedicarse al pillaje.
Bandas de malhechores
se adueñaron de las carreteras,
listas para entablar combate
por un tanque de gasolina.
Y, en medio de este caos de ruina,
los hombres normales
sucumbían aplastados.
Hombres como Max,
el Guerrero Max.
Que, con el tremendo rugido
de una máquina, lo perdió todo...
Y se convirtió en un hombre vacío,
un hombre quemado y sin ilusión,
un hombre que, obsesionado
por los fantasmas de su pasado,
se lanzó sin rumbo al páramo.
Y fue aquí, en este lugar desolado,
donde aprendió a vivir de nuevo.
George Miller & Terry Hayes & Brian Hannant, Mad Max 2: El guerrero de la carretera (inicio de la película)
mi vista se oscurece.
Sólo me quedan recuerdos.
Recuerdos que evocan el pasado.
Una época de caos,
de sueños frustrados,
este páramo...
Pero, sobre todo,
recuerdo al Guerrero de la Carretera,
al hombre que llamábamos Max.
Para comprender quién era,
hay que retroceder a otros tiempos:
cuando el mundo funcionaba
a base del combustible negro
y en los desiertos surgían
grandes ciudades de tuberías y acero.
Ciudades desaparecidas, barridas...
Por razones olvidadas hace largo tiempo,
dos poderosas tribus guerreras
se declararon la guerra,
provocando un incendio
que devoró a las ciudades.
Sin combustible ya no eran nada.
Construyeron una casa de paja.
Las máquinas rugientes jadearon
y se detuvieron.
Los líderes hablaron...
y hablaron... y hablaron...
pero nada pudo detener la avalancha.
El mundo se tambaleó,
las ciudades estallaron...
en un vendaval de pillaje...
en una tormenta de miedo.
Los hombres se comieron
a los hombres.
Los caminos eran
pesadillas interminables.
Sólo sobrevivían los que
se adaptaban a vivir
de los desechos...
o eran tan brutales como
para dedicarse al pillaje.
Bandas de malhechores
se adueñaron de las carreteras,
listas para entablar combate
por un tanque de gasolina.
Y, en medio de este caos de ruina,
los hombres normales
sucumbían aplastados.
Hombres como Max,
el Guerrero Max.
Que, con el tremendo rugido
de una máquina, lo perdió todo...
Y se convirtió en un hombre vacío,
un hombre quemado y sin ilusión,
un hombre que, obsesionado
por los fantasmas de su pasado,
se lanzó sin rumbo al páramo.
Y fue aquí, en este lugar desolado,
donde aprendió a vivir de nuevo.
George Miller & Terry Hayes & Brian Hannant, Mad Max 2: El guerrero de la carretera (inicio de la película)
miércoles, febrero 19, 2014
El hombre aparece en el Holoceno, de Max Frisch
He leído pocos libros de Max Frisch (tres o cuatro, contando con el que hoy recomiendo), pero me parece uno de los autores más visionarios del siglo XX. Con “visionario” me refiero a que él ya utilizó técnicas que ahora están de moda, y en cierta manera se adelantó a su tiempo. Max Frisch publicó este libro en 1979 (ahora recuperado por Alpha Decay), pero podría haberlo escrito en 2014 (algo imposible, claro, porque murió en 1991). Si aún viviera y publicara esta novela en este preciso momento, probablemente recibiría los ataques y las críticas de los miopes que arremeten contra Mark Z. Danielewski. Porque a menudo no se perdona que uno intente innovar. En el párrafo siguiente veremos por qué digo todo esto.
En El hombre aparece en el Holoceno (unas 130 páginas) se nos cuenta lo que le sucede al señor Geiser: vive en un valle y empieza a ver señales del fin (del fin del pueblo que hay en esa zona), o de eso nos da la impresión… porque de vez en cuando se cortan el agua y la luz, hay grietas en las rocas que podrían causar desprendimientos, el pueblo corre peligro de ser sepultado bajo las piedras, a veces prohíben la circulación del autobús que trae el correo, todas las noches hay tormentas y diluvios espectaculares… Sin embargo, ya en la primera página tenemos una pista: Las noticias del pueblo son contradictorias. Porque, a medida que vamos avanzando en la narración, nos preguntaremos si lo que ocurre es lo que de verdad ocurre o sólo lo que el señor Geiser cree que ocurre (es decir, lo que quizá sólo esté en su cabeza). Como a Geiser, ya mayor, se le olvidan las cosas, empieza primero a anotarlas en papeles y más tarde opta por recortar definiciones y explicaciones y sentencias de las enciclopedias, de los diccionarios e incluso de la Biblia (No hay memoria sin saber, leemos al principio). Y pega esos textos recortados en las paredes. Para no olvidar. Y esos textos aparecen en la novela, intercalados en la narración: pequeños recortes o apuntes (que habrán dado bastante trabajo al maquetador porque hay que conservarlos idénticos pero traducidos a nuestro idioma), una intertextualización que funciona como recordatorio y también como fuente de lo que el hombre podría perder. No obstante, ¿eso funcionará para él? Geiser lo duda. Porque cerca del final encontramos esta frase: Las piedras no necesitan que él se acuerde de ellas. Tal vez esa recopilación de datos, si el pueblo perece, sea inútil. Porque, tarde o temprano, la naturaleza en la que vive aislado acabará tragándose al señor Geiser.
Una vez leído lo anterior, a mí me vienen a la cabeza dos referencias posteriores y relacionadas con el cine: Geiser conserva frases y definiciones para no olvidar (lo cual nos remite a Memento y las palabras que apuntaba el protagonista en su piel o en papeles para ayudarle a recordar); lo que le ocurre a Geiser podría ser verdad o podría estar sólo en su cabeza (lo cual nos remite a Take Shelter y esa ambigüedad en la trama que a muchos nos subyugó).
La técnica que utiliza Frisch, aquí, es el fragmento: a veces encontramos párrafos consistentes en una frase de tres o cuatro palabras, a veces sólo definiciones, a veces párrafos que ocupan un par de páginas… Dependiendo de las exigencias de la narración.
He disfrutado con esta novela, lo cual me lleva a otra cosa: que quiero leer más libros de Max Frisch, uno de los autores más modernos del pasado siglo.
[Alpha Decay. Traducción de Eustaquio Barjau]
lunes, febrero 17, 2014
Le ParK, de Bruce Bégout
Qué es Le ParK (con la k final en mayúscula) es algo que su autor nos revela antes de la página 30, y prefiero dejar constancia de su descripción antes que ofrecer la mía:
Quizás sea hora ya de decir, para aquellos que aún no lo hayan entendido, en qué consiste exactamente Le ParK. El principio es muy simple: su diseñador ha querido reunir en un solo espacio todas las formas que podría adoptar un parque. De este modo, Le ParK agrupa –haciendo gala de una totalidad novedosa– una reserva animal y un parque de atracciones, un campo de concentración y una tecnópolis, una feria y un campamento de refugiados, un cementerio y un kindergarten, un parque zoológico y una residencia de ancianos, un arboreto y una cárcel.
Puede llegarse a esta novela espléndida y sin trama sin haber leído nada de Bruce Bégout, pero también considero necesario saber en qué terrenos se movía el autor antes de publicar este libro. La cuestión es que leí hace tiempo dos de los tres ensayos de Bégout que están traducidos en España (el otro es Sobre la decencia común, centrado en George Orwell); me refiero a Zerópolis y a Lugar común. El motel americano, ambos en Anagrama. Quien no los conozca y sienta interés por los paisajes que el hombre transforma mediante gigantescos edificios, ciudades en el desierto y construcciones megalómanas, no debería perdérselos. Leídos esos libros, no es de extrañar que Bruce Bégout haya decidido crear su propio paisaje, esta vez futurista y ficticio. Es como si, tras documentarse exhaustivamente sobre los moteles y los casinos y los parkings de carretera y los lugares de paso del terreno norteamericano, hubiera querido verter todo eso bajo la forma de una ficción que, a mi entender, debe mucho a los paisajes mutantes del maestro J. G. Ballard.
En 136 páginas, Bégout nos ilustra sobre las virtudes e inconvenientes de ese parque gigantesco que se encuentra en una isla y cuyo precio es prohibitivo. Una isla-parque que crea adicción: hay un pasaje en el que nos cuenta cómo algunos visitantes no quieren salir y escapan, como si el exterior, el mundo real, fuera la cárcel y desearan huir de ella como prisioneros que ansían la libertad. En Le ParK se dan cita unas cuantas atrocidades y muchas perversidades: por ejemplo, los establecimientos destinados a servir de copia de las dictaduras (barracones con prisioneros, salas de ejecución, etc). El mayor pecado de Le ParK es haber unido el ocio con la atrocidad, la historia con la diversión. Lo absurdo de algunas de las atracciones me recuerda también a otro grande, a otro especialista en parques temáticos: George Saunders.
Le ParK funciona como distopía, como advertencia (o, mejor, exposición) de lo que podemos llegar a crear, como aviso de lo que podemos llegar a ser. De vez en cuando el autor abandona la narración general de la isla y se centra en algún personaje. Leamos lo que dice de un hombre que se extravía en esos parajes: Comenzó a desesperarse. Los espacios se sucedían sin fin como en un videojuego. Se sentía como la víctima de un programa caprichoso, el juguete ridículo de un Instructor maquiavélico. La alusión al videojuego es primordial para entender el caos del parque temático: hombres perdidos en campos inmensos, como en Tron.
En suma: una lectura muy recomendable, que mantiene vivo el espíritu de Ballard, y apuesta por conceptos fantásticos tan interesantes como la “arquitectura neuronal”, que podría curar a enfermos que visitaran ciertos edificios creados para ello; una novela, además, que cuenta con una poderosa traducción de alguien que es un experto en libros raros: Rubén Martín Giráldez. Unos extractos:
La historia está repleta de pesadillas, y no hace falta recurrir a las del pasado para comprender las del presente.
**
Cada época inventa sus propias técnicas infames de destrucción. La referencia al pasado confunde en lugar de aclarar, porque no nos permite mantenernos alerta ante la novedad de las violencias contemporáneas.
**
Le ParK evoluciona, se modifica y se renueva constantemente. Es una especie de ciudad nómada y plástica que se reconfigura según la propia movilidad de sus habitantes.
**
Le ParK es una ciudad en perpetua ebullición que no para de transformarse frenéticamente, un espacio fractal, una geografía errante que se deshace y se reconstruye a toda velocidad.
**
Licht sabe con certeza que la reputación de un parque de atracciones degenera a medida que aumenta la frecuencia de visitas. Cuanto más concurrido, más menospreciado.
**
El principio general de la arquitectura neuronal consiste en incidir, a través de las construcciones, sobre las estructuras mentales del cerebro y, de ahí, extenderse a todas las redes fisiológicas.
**
Nunca perdamos de vista esta máxima científica: más allá de los sentimientos, se encuentran las moléculas. Ahí es donde se sitúa el auténtico control de los individuos: el gobierno químico.
**
Llevo toda la vida persiguiendo el mismo objetivo: la reversibilidad absoluta de la ciudad y de la mente. […] mi intención ha sido construir ciudades mentales donde el frenesí urbano tome como modelo las corrientes psicomotrices, y penetrar esa urbe cerebral, recorrer sus arterias encefálicas, perderme en sus vainas de mielina, detenerme junto a sus áreas de Broca, escalar sus lóbulos occipitales, trepar por sus túmulos sinápticos.
**
La belleza de un edificio será juzgada en función de su capacidad de inquietar a sus inquilinos.
[Editorial Siberia. Traducción de Rubén Martín Giráldez]
Quizás sea hora ya de decir, para aquellos que aún no lo hayan entendido, en qué consiste exactamente Le ParK. El principio es muy simple: su diseñador ha querido reunir en un solo espacio todas las formas que podría adoptar un parque. De este modo, Le ParK agrupa –haciendo gala de una totalidad novedosa– una reserva animal y un parque de atracciones, un campo de concentración y una tecnópolis, una feria y un campamento de refugiados, un cementerio y un kindergarten, un parque zoológico y una residencia de ancianos, un arboreto y una cárcel.
Puede llegarse a esta novela espléndida y sin trama sin haber leído nada de Bruce Bégout, pero también considero necesario saber en qué terrenos se movía el autor antes de publicar este libro. La cuestión es que leí hace tiempo dos de los tres ensayos de Bégout que están traducidos en España (el otro es Sobre la decencia común, centrado en George Orwell); me refiero a Zerópolis y a Lugar común. El motel americano, ambos en Anagrama. Quien no los conozca y sienta interés por los paisajes que el hombre transforma mediante gigantescos edificios, ciudades en el desierto y construcciones megalómanas, no debería perdérselos. Leídos esos libros, no es de extrañar que Bruce Bégout haya decidido crear su propio paisaje, esta vez futurista y ficticio. Es como si, tras documentarse exhaustivamente sobre los moteles y los casinos y los parkings de carretera y los lugares de paso del terreno norteamericano, hubiera querido verter todo eso bajo la forma de una ficción que, a mi entender, debe mucho a los paisajes mutantes del maestro J. G. Ballard.
En 136 páginas, Bégout nos ilustra sobre las virtudes e inconvenientes de ese parque gigantesco que se encuentra en una isla y cuyo precio es prohibitivo. Una isla-parque que crea adicción: hay un pasaje en el que nos cuenta cómo algunos visitantes no quieren salir y escapan, como si el exterior, el mundo real, fuera la cárcel y desearan huir de ella como prisioneros que ansían la libertad. En Le ParK se dan cita unas cuantas atrocidades y muchas perversidades: por ejemplo, los establecimientos destinados a servir de copia de las dictaduras (barracones con prisioneros, salas de ejecución, etc). El mayor pecado de Le ParK es haber unido el ocio con la atrocidad, la historia con la diversión. Lo absurdo de algunas de las atracciones me recuerda también a otro grande, a otro especialista en parques temáticos: George Saunders.
Le ParK funciona como distopía, como advertencia (o, mejor, exposición) de lo que podemos llegar a crear, como aviso de lo que podemos llegar a ser. De vez en cuando el autor abandona la narración general de la isla y se centra en algún personaje. Leamos lo que dice de un hombre que se extravía en esos parajes: Comenzó a desesperarse. Los espacios se sucedían sin fin como en un videojuego. Se sentía como la víctima de un programa caprichoso, el juguete ridículo de un Instructor maquiavélico. La alusión al videojuego es primordial para entender el caos del parque temático: hombres perdidos en campos inmensos, como en Tron.
En suma: una lectura muy recomendable, que mantiene vivo el espíritu de Ballard, y apuesta por conceptos fantásticos tan interesantes como la “arquitectura neuronal”, que podría curar a enfermos que visitaran ciertos edificios creados para ello; una novela, además, que cuenta con una poderosa traducción de alguien que es un experto en libros raros: Rubén Martín Giráldez. Unos extractos:
La historia está repleta de pesadillas, y no hace falta recurrir a las del pasado para comprender las del presente.
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Cada época inventa sus propias técnicas infames de destrucción. La referencia al pasado confunde en lugar de aclarar, porque no nos permite mantenernos alerta ante la novedad de las violencias contemporáneas.
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Le ParK evoluciona, se modifica y se renueva constantemente. Es una especie de ciudad nómada y plástica que se reconfigura según la propia movilidad de sus habitantes.
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Le ParK es una ciudad en perpetua ebullición que no para de transformarse frenéticamente, un espacio fractal, una geografía errante que se deshace y se reconstruye a toda velocidad.
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Licht sabe con certeza que la reputación de un parque de atracciones degenera a medida que aumenta la frecuencia de visitas. Cuanto más concurrido, más menospreciado.
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El principio general de la arquitectura neuronal consiste en incidir, a través de las construcciones, sobre las estructuras mentales del cerebro y, de ahí, extenderse a todas las redes fisiológicas.
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Nunca perdamos de vista esta máxima científica: más allá de los sentimientos, se encuentran las moléculas. Ahí es donde se sitúa el auténtico control de los individuos: el gobierno químico.
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Llevo toda la vida persiguiendo el mismo objetivo: la reversibilidad absoluta de la ciudad y de la mente. […] mi intención ha sido construir ciudades mentales donde el frenesí urbano tome como modelo las corrientes psicomotrices, y penetrar esa urbe cerebral, recorrer sus arterias encefálicas, perderme en sus vainas de mielina, detenerme junto a sus áreas de Broca, escalar sus lóbulos occipitales, trepar por sus túmulos sinápticos.
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La belleza de un edificio será juzgada en función de su capacidad de inquietar a sus inquilinos.
[Editorial Siberia. Traducción de Rubén Martín Giráldez]
domingo, febrero 16, 2014
Museum Hours
Dos críticos me pusieron sobre la pista de esta película: Jonathan Rosenbaum la incluyó en su lista de mejores filmes de 2012; Alexander Zárate me dijo que es de lo mejorcito que ha visto últimamente. Es una pena que no se haya estrenado en España y que sólo se pueda ver en el circuito de festivales. Porque Museum Hours es maravillosa. Un filme de ficción que a ratos funciona como documental. Ojo, no como falso documental. Desde el principio queda claro que estamos ante una historia pequeña con dos personajes que siguen un guión: una mujer viaja sola desde Montreal a Viena para cuidar de su prima, que está en coma en el hospital; allí conoce al guardián de una de las salas del afamado Kunsthistorisches Art Museum, quien la ayuda a orientarse por la ciudad y por el museo, mientras hablan de cuadros y de sus vínculos con la vida. En las escenas en las que la cámara de Jem Cohen se aparta de ambos, la película toma forma de documental: es obvio que muchos de los que aparecen en cuadro no son actores ni extras, sino paseantes y visitantes del museo.
Pero primero me gustaría dar algunas pinceladas sobre Jem Cohen. Cineasta underground, neoyorquino nacido en Afganistán, Cohen es conocido por su faceta de director de videoclips para músicos como R.E.M., Vic Chesnutt, Fugazi o Patti Smith (productora de Museum Hours), entre otros. También ha colaborado en proyectos con algunos escritores, como Luc Sante (de quien recomendé un libro en este blog) y John Berger (que aparece en los créditos finales de Museum Hours como una inspiración de la película por sus escritos sobre el arte). Ha dirigido muchos cortos y varios documentales y tiene unas cuatro o cinco películas en su filmografía, la última de ellas sobre Occupy Wall Street.
Lo que hace en Museum Hours es digno de los mayores elogios. Primero, porque cuenta una historia sencilla y con pocos elementos. Segundo, porque nos ofrece una mirada luminosa sobre Viena (yo estuve en esa ciudad, y me fascina cómo Cohen la filma), en la que son fundamentales los silencios del museo y el ruido de fondo de la ciudad y la nieve cayendo sobre las calles. Tercero, porque no aburre en ningún momento pese a que el tema podría parecer pesado. Cuarto, porque es un homenaje absoluto a la pintura, con planos donde nos muestran cuadros de varios pintores, y entre los que ocupa un lugar de privilegio Brueghel. Pensé en algunos amigos viendo esta película. Pensé en mi madre, que me enseñó a mirar cuadros. Pensé también en Enrique Vila-Matas: creo que Museum Hours le fascinaría.