Tomaba el aire matinal en el balcón, en una pausa entre dos escrituras, cuando vi a una señora entrada ya en la tercera edad alimentando a las palomas de la calle. Dispersaba lo que me parecieron migas a orillas de la acera, y aquellas, alborotadas y con mucho jaleo de plumas, se acercaban a picotear. En los últimos tiempos detesto un poco a las palomas porque, tras la ingesta, se dedican a posarse en los aleros del piso de arriba y a depositar su cargamento de deyecciones en el balcón y esto puede acarrear enfermedades y no es fácil de limpiar. Pero esa diarrea cotidiana de las palomas se compensa con gestos como éste, que aún se divisan en las grandes ciudades: ancianas dando de comer a los animalillos, y sólo por verlas así, gozosas y complacidas, ya le merece a uno la pena el festival de plumas y excrementos. Las palomas desayunan y se sienten satisfechas, las ancianas se entusiasman al verlas comer y a nosotros nos gusta observar a quienes han entrado en la tercera edad y obtienen felicidad por un módico precio: tan sólo unas semillas o unas migas desperdigadas por el suelo.
Estos gestos, que a mí me apasionan, contienen su rosario de enemigos. En esta sociedad, que va a todo trapo y sólo se guía por las banderas del éxito, la rapidez y el consumismo, que un anciano les eche unas migas a las palomas, una tajada de pan a los peces o un hueso roído a un perro famélico y vagabundo se considera una osadía, un pecado urbanístico, el acto de “un viejo loco”. Pero ellos saben. Claro que saben. Los ancianos, digo. Saben que una de las maravillas de la vida consiste en alimentar a quienes pasan hambre, sean hombres o animales, y contemplarlos mientras comen y reviven. La mayoría de ellos, apartados de esa sociedad que viaja en un tren demasiado veloz, recluidos a veces en sanatorios o en residencias, consumiendo su soledad en bancos aislados, debe conformarse con la compañía de los animales. Con un perro que sacan a pasear, o con un gato que se les acerca precedido de un ronroneo amistoso, o con una bandada de palomas que, agradecidas, se le posan en los hombros o comen migas de su barba, como vi, en imagen insólita, al pie de la Catedral de Notre-Dame de París: y el hombre barbudo parecía feliz con aquel gesto.
En mi ciudad es frecuente tropezarse, en callejuelas y portales, con ancianas que salen a la acera y, como escribí una vez, ponen algo de comida (pienso, unas raspas de pescado, asaduras y otras sobras) sobre un papel de periódico, para que los gatos callejeros se acerquen y sacien el hambre. Mientras ellos comen, las mujeres los miran dichosas, y yo miro a esos gatos y a esas mujeres, porque se da una especie de comunicación entre ambos que complace mucho. Hace unas cuantas semanas leí en el periódico, asombrado, que dos presuntos expertos aconsejaban no alimentar a los gatos de mi ciudad al calificarlos de plaga dañina, o una chorrada del estilo. A los gatos. Que limpian los rincones de roedores, que procuran felicidad a las señoras y a las ancianas sin pretensiones, que contribuyen a despejar los desperdicios que los vándalos en estado de embriaguez dejan cuando vuelcan los contenedores públicos, que embellecen la terrible soledad y grisura de los cementerios y de los tejados, que son amos de la noche y han generado tanta literatura, que no cesa, como demuestra la reedición de “Gato encerrado”, del autor de “Yonqui” y “El almuerzo desnudo”. No estamos hablando de ratas, que traen enfermedades, se cuelan en las despensas y se comen los cables de la luz. No, estamos hablando de gatos, que hacen felices a las mujeres que los alimentan y ennoblecen el paisaje. Ya ven, hasta eso nos quieren prohibir.