Ante una noticia del calibre de la del miércoles siempre es recomendable la prudencia, y lo digo como ciudadano y como columnista de este periódico (a los políticos se les supone esa prudencia, igual que a los militares se les supuso, antaño, la hombría y las ganas de quitarse el virgo en el lupanar). Pero este es un país en el que se disparan las lenguas en cuanto saltan a la palestra los titulares a cinco columnas, los telediarios que duran el doble y los especiales que se trabajan los compañeros en prensa, radio y televisión. Quizá me hubiera venido bien pasar la tarde del miércoles en las tabernas y en los cafés, arrimando la oreja, a ver qué opinaba la gente, el pueblo, pero casi mejor que no, porque las bocas se hinchan mucho con las noticias. El personal oye que los terroristas han anunciado un alto el fuego permanente y, si es optimista y encima se está tomando unos chatos de vino en la tasca, acaba creyendo que hemos llegado al fin de este cuento de horror, o sea, al fin de las armas, la violencia y las capuchas con boina. No se apresuren con el júbilo, aunque este paso nos haga felices, y veremos con el tiempo en qué queda este cocido, que deberá hacerse en cazuela de barro, a fuego lento y con la unión de todos los cocineros. Estaremos atentos, porque en adelante no faltarán quienes quieran colgarse medallas por lo que se trabajó en el pasado, por lo que se hace en el presente y por lo que ojalá se logre en el futuro.
De modo que, para no hacer un juicio apresurado, me dediqué el miércoles a observar las actitudes, caras y muecas de los gobernantes y de la oposición. Mi primer impulso fue encender el televisor, para comprobar si a Rajoy le había dado un telele. Pero no: estaba sano y entero, y dando guerra por los micrófonos. Volví a verlo en otras dos ocasiones: en un nuevo discurso, esta vez de apoyo al gobierno, aunque con condiciones, habiendo comprendido él que la postura actual consiste en unirse o, de lo contrario, recibir las collejas de los ciudadanos; y escuchando la petición del presidente y su afirmación de que los populares habían trabajado y sufrido mucho. En este segundo caso me extrañó su rostro calmado, al borde del sonrojo. Estábamos acostumbrados a un líder de la oposición guerrero y, de pronto, se le puso gesto de dama que recibe una flor o un poema. Zapatero no le ha ido a la zaga en las dos caras que este observador humilde apuntó. Primero, dirigiéndose a los miembros del Congreso, en tono decidido, con una firmeza que no suele demostrar. Segundo, cuando le advirtieron que se excedía del tiempo: se sentó con prisa y con el arrobo de un niño que anhela portarse bien en clase, un chico que obedece al maestro. En resumen: vimos a dos políticos tirando de un discurso inquebrantable, dos hombres firmes que luego, por culpa de las palabras, se convirtieron en una dama cortejada y en un niño reprendido. Junto a Zapatero asomaba la cabeza de pájaro enteco de Fernández de la Vega.
Reacción curiosa fue la de Trillo, huyendo de la alcachofa; el buen hombre iba hecho un cromo, ataviado de vendajes y de ese corsé de pescuezos que llaman collarín, como si le hubieran dado una paliza en un callejón sin salida, aunque, al parecer, se cayó de la bicicleta. A mí se me parecía a un Rocky Balboa fondón y recién salido del ring. Y vamos con Aznar. Fue a presentar un libro de loas al PP y leyó un discurso redactado antes del anuncio de Eta. Dicen que no cambió una coma, ensalzando la política terrorista de su gente. El discurso quedaba viejo, pasado de fecha. Le vimos ante las cámaras: serio, oscuro, hostil. Si no conociéramos su identidad, alguno podría pensar que su rostro era el de un hombre que acude a su propio funeral.