Cuando el hambre aprieta y no hay tiempo o ganas para ponerse a manejar los fogones, o cuando se celebra botellón casero con los amigos, a uno le conviene ir a por unos kebab a los restaurantes del barrio. Son de consumo rápido, aunque de difícil digestión. El kebab es la hamburguesa del turco y del árabe, pero uno diría que con algo más de alimento, porque el filete de pollo o de cordero siempre parece menos sospechoso que esa carne que sirven en las hamburgueserías de las firmas americanas e importantes (no digo de las otras, no vayamos a confundir las cosas). También he leído que esta especie de bocadillo va sobrado de aportes energéticos. El kebab, por si no lo han probado ni lo han visto nunca, consiste en lo siguiente: se abre un pan de pita y se rellena con tiras de carne, queso feta, lechuga, tomate, achicoria y salsas variadas. Al acabar de comerlo uno está hecho un cristo, con manchurrones en los dedos y el plato repleto de cebolla y cordero. Debo señalar que existen otras variedades y recetas, según el garito y el cocinero. Pero el que suele pedir uno es éste, y no vamos a andar cambiando a estas alturas.
Si no lo han comido nunca, les aconsejo que lo hagan en un establecimiento que regenten moros o turcos. No vale preparárselo en casa ni que te lo cocine un español; el sabor es distinto, como distinto es hacer por nuestra cuenta las patatas bravas, las cachuelas a la plancha o los callos, pues nunca superaremos la receta del Bambú, del Bayadoliz o del Caballero, por citar tres ejemplos de gastronomía que uno echa de menos cuando está fuera. En Zamora, en sábado noche, me gusta ir a cenar algo por Los Herreros o Los Lobos. En Madrid me ha tocado cambiar mi menú castizo del sábado por estos bocatas turcos y, aunque deleitan el paladar y me placen sobremanera, uno es de la vieja escuela española, ya saben: tortilla de patatas, pata con morro, chorizo al vino, jamón serrano. Tengo la impresión de que el kebab se está convirtiendo en el alimento nocturno del joven con prisa y del diurno del pobre que no puede gastarse demasiado en su dieta diaria. Al sitio al que voy toca pedirlo, si es para llevar, a través de una ventana que comunica la calle con una pequeña cocina con bandejas para los ingredientes, una caja para cobrar y los asadores verticales donde gira despacio la carne. Tardan en ponérmelo un par de minutos, el tiempo de echarle todo el condumio a este pan abierto que recuerda a un estuche redondo para discos compactos. Quien nunca antes haya visto estos asadores se puede asustar un poco, ya que amontonan el cordero o el pollo en el pincho hasta que coge la forma del muslamen de Polifemo, aquel cíclope al que embriagó Ulises antes de que le devorase a toda la tripulación.
Sospecha uno, sin embargo, que alguna gente se niega a pedir el menú en estos locales. Una de estas razones se suele esgrimir: que estás financiando a los terroristas o que sienten repudio de que cocine alguien de otra raza. En el primer caso, qué quiere que le diga: no todos son terroristas. Y, en el segundo: usted se come el pollo, no al turco. Una tarde vi por ahí una furgoneta en cuyo lomo anunciaban: “Monte su propio negocio”. Son empresas que venden el tinglado al completo (los hornos verticales, el cuchillo eléctrico, el carro con las bandejas), que no ocupa más de dos metros y medio, según dicen, y que puedes instalar en piscinas, hoteles, terrazas y parques. Esto ya me parecería el colmo, pero será la próxima moda. Lo es en Alemania, por ejemplo. No sé dónde he leído que fue un inmigrante turco quien inventó, en Berlín, esta versión fast food del kebab. Se hizo de oro.