Vuelvo a ver “El rey de la comedia”, fabulosa película de Martin Scorsese. La descubrí en algún pase de la Filmoteca de Salamanca, cuando estudiaba en aquella ciudad. No había querido verla de niño, no recuerdo si porque fue un fracaso de taquilla que sacudió su reputación, o porque solamente tenía once años cuando se estrenó. No entendía muy bien que una película con la palabra “comedia” en el título fuese, más bien, un drama. No entendía qué le habían hecho a Robert DeNiro en el pelo y en el traje y tampoco comprendía entonces por qué Jerry Lewis salía tan serio en las fotos publicitarias.
Cuando la pasaron en la Filmoteca me gustó, pero dudo que la comprendiera como ahora. Ahora que la he alquilado en uno de esos pequeños y bien surtidos videoclubes del barrio en el que vivo, en Lavapiés.
“El rey de la comedia” debería ser una película de obligada visión, si no en la infancia, al menos en la adolescencia. Porque tiene mucho que ver con los sueños, con el trabajo, con querer ser alguien, con las confusiones entre lo que ocurre en la realidad y lo que ocurre en nuestra mente, con la pérdida de la dignidad, con las diferencias entre el individuo solitario, marginado y anónimo y el individuo famoso, querido y rodeado de gente (pero igual de solitario en su vida privada).
En muchas de las escenas Rupert Pupkin (DeNiro) sueña despierto, se sueña a sí mismo, y se imagina como un comediante famosísimo, más célebre que el Jerry Langford al que da vida Jerry Lewis. Se ve rodeado de admiradores, con el mundo a sus pies, e incluso fantasea con sus maestros del colegio pidiéndole disculpas por no haber sabido discernir antes su talento oculto. Pero la realidad es muy diferente: todas las personas pronuncian mal su nombre o lo olvidan, dando testimonio al espectador de que Pupkin no es sólo uno más de nosotros, sino que no es nadie, que su nombre no significa nada y se diluye en cada boca, que le cambia las letras y lo mancilla.
Pupkin es el dibujo de ese individuo que, a toda costa, quiere ser famoso sin trabajar duro desde abajo, como en su encuentro inicial le recomienda que haga el cansado Jerry Langford. Pero ese personaje hostil, a punto de explotar, esconde otra tragedia, la nuestra, la de cada ser humano, porque, ¿quién no ha soñado, alguna vez, como lo hace Pupkin? ¿Quién no se ha imaginado a sí mismo viviendo otra vida, distinta a la que tiene, aunque sea por unos segundos, ya esté conforme o no con lo que es y ha sido y posee? Siempre deseamos alcanzar lo que no tenemos, incluso aunque lo que no tenemos sea malo o perjudicial.
En algún momento de su adolescencia, o de sus primeros años de juventud, uno aprende a no mezclar las fronteras entre el sueño y la realidad. El peligro de muchos de esos programas televisivos actuales, que llevan a muchachos desconocidos a pasar por el aro de la fama sin demasiado esfuerzo, es que están haciendo que nuestra sociedad se llene de reyes de la comedia como Rupert Pupkin, más obsesionados con el éxito y alcanzarlo a toda costa que con la vocación, que sueñan antes con estar en un escenario, rodeados de focos y de estruendo de aplausos, que con trabajar a fondo las canciones o los chistes.
(Este texto pertenece al número de enero de la revista Literaturas.Com)