Suele decirse que “Aquí, el más tonto hace relojes”. Eso sucede también en otros países, donde hasta el tipo más desprevenido puede alumbrar una idea que lo enriquezca y no dejarse engañar por nadie. Pero muchos soñamos, a veces, con ser ese hombre tonto capaz de hacer relojes. Un chico inglés, de veintiún años, está a un paso de ganar un millón de dólares. Necesitaba dinero para financiarse el ingreso en una facultad, y entonces se le ocurrió esa idea absurda que luego obliga a uno a decir, para sus adentros, “¿Pero cómo no se me ocurrió a mí?”: decidió abrir una página web en internet y vender de la misma un millón de píxeles, a razón de un dólar el píxel. Para quien no esté al tanto de la terminología informática, le apunto aquí una de las definiciones que he encontrado de píxel: “Elemento gráfico mínimo con el que se componen las imágenes en la pantalla de una computadora”, es decir, cada uno de los puntitos que usted ve en la pantalla del ordenador. Para que nos entendamos: abrir una página y venderla a cachitos, sin formar parte de una empresa ni ser nadie conocido, viene a ser, más o menos, como si a usted le da por levantar un muro y alquilar cada ladrillo para que la gente ponga una foto o una pegatina de su empresa. O sea, algo que ni por asomo uno pensaba que pudiera funcionar. Pero funcionó.
Vi hace un par de días la página en cuestión, que el chico inglés ha bautizado como “The Million Dollar Homepage” (que podríamos traducir como “La página web del millón de dólares”). Tuvo la idea a finales de agosto del año pasado, y en pocos meses vendió casi todo. El caso es que está a punto de lograr el millón de dólares. Por hacer nada. Por alumbrar una idea que, si se nos ocurriera a usted o a mí, la desecharíamos pensando que estamos locos, o que estaba abocada al fracaso. Alex Tew, que así se llama el estudiante, pronto puso en la prensa un anuncio. Muchos de los compradores adquirieron un espacio en su web, colgando allí logotipos y enlaces a sus páginas. Algunos creyeron que se trataba de una especie de broma, y luego descubrieron que las visitas a sus propias páginas habían aumentado. Hay logotipos y anuncios de toda clase: de casinos en línea, de venta de guitarras, libros, joyas, bebidas, camisetas o discos, de empresas de marketing, de periódicos… Lo cierto es que, cuando uno entra en la página, recibe un bombazo de colores, palabras, diseños minúsculos, dibujos y marcas. Es como si hubieran forrado con anuncios una pared, como esos muros que a veces encontramos en las calles, en cuya superficie se amontonan y acumulan los carteles de las fiestas, de los bares, de los partidos políticos, de los conciertos, de los chamanes de baratillo y de las brujas a domicilio.
La página, al menos estéticamente, resulta esplendorosa. Es un escaparate, una pared virtual con pintadas de lujo, un muestrario de empresas, un mapa desordenado para guiarse por algunos territorios de la red. No me extrañaría que el autor inglés decidiera, también, hacer camisetas con esa imagen de la portada de la web y venderlas. Seguro que continuaba forrándose. La página del millón de dólares contiene, además, un cuaderno de bitácora donde el chico relata las entrevistas que le han hecho en varios medios de comunicación, y también recoge hipervínculos a todas las noticias que han salido en la prensa hablando de él y de su idea, y testimonios de algunos de los compradores. Internet no deja de asombrar a uno. Cuando parecía que estaba todo inventado se les ocurrió a dos chavales lo de Google, que a mi juicio es uno de los grandes inventos de los últimos tiempos. Y ahora esto.