Termina, por fin, el que han denominado Año de Don Quijote. Va siendo hora, pues, de que cada cual haga su balance. A mi juicio, el año no empezó mal: se programaron homenajes serios a Don Miguel de Cervantes, a Alonso Quijano, a Sancho Panza; se editaron libros y se dieron conferencias, y algunos de esos libros fueron resultado de los textos de las conferencias del año anterior; las revistas especializadas hicieron sus monográficos al respecto; publicaron guías de ayuda a la lectura del libro para el alumno; algunos autores nos ofrecieron el resultado de sus pesquisas y de su fabulación de otros personajes aledaños del protagonista; hubo coloquios, talleres, congresos y seminarios. Y, más o menos por ahí, alguien debió decir basta. Pero no lo hizo. O lo hizo, pero nadie prestó atención. Y así el Año de Don Quijote ha pasado de ser un homenaje elegante a un cachondeo en el que todo el mundo se ha subido a la burra. La mitad de las chorradas que inventaron para celebrar al Quijote, a lo largo y ancho de nuestra geografía española, han sido para echarse a llorar. Pero no sólo eso, sino que corremos el riesgo de aborrecer la obra.
Cuando, hace unas semanas, visité La Mancha estuvimos viendo un informativo local. Casi todas las noticias fueron a propósito de los fastos manchegos en torno al Quijote. Dos o tres parecían buenos, sinceros, homenajes que podrían lograr que a uno le apeteciera leer o releer la novela. El resto era digno de vodevil. ¿Ejemplos? Una manada de motoristas en ruta hasta los molinos de viento. Me dirán qué tienen que ver los motoristas en esto, y no me vale la simplona comparación entre las monturas de ambos. O un concierto de música clásica en el que un tipo decía algo así como que la mejor manera de leer las aventuras de Don Quijote era a través de la música. Pero además ha habido versiones musicales para todos los gustos, como las adaptaciones flamencas y de ballet. Aquí todo el mundo se ha puesto a adaptar a Cervantes para su capote. No es mi intención meterme con La Mancha, pero sí con sus excesos, y estos excesos son extensibles al resto de España. Observar tantos actos que no guardan relación con el Quijote ni con la literatura provoca vergüenza ajena.
Pero sigamos: numerosas empresas han arrimado el ascua a su sardina, y así ha habido patrocinador oficial, transportista oficial, exposiciones oficiales e itinerantes. No sólo molesta a uno el exceso de actos e inventos para “celebrar” el Quijote, sino la sospecha de que la mayoría de los patrocinadores, empresas e instituciones volcados en los homenajes de diverso pelaje los utilizaron de excusa para poner en marcha un coladero de subvenciones. Molesta a uno que todos esos fulanos de las empresas e instituciones que pregonan ser defensores y amantes del Quijote probablemente nunca hayan leído el libro. Si algo le molesta a uno es que pongan la literatura como excusa para hacer caja. El mejor homenaje que puede hacérsele al Quijote es leerlo, inducir a su lectura. Sin beneficios. Debo decirlo: unos cuantos escritores, poetas y ensayistas vinculados con Zamora nos propusimos hacer nuestra particular ofrenda cervantina, bajo los ropajes de un libro. Ninguno de nosotros cobró un céntimo, y de ahí partió la propuesta: homenajear, inducir a la lectura por amor a la novela, no por devoción a la pasta. Don Quijote de la Mancha ya está harto. Déjenlo en paz. Sólo desea volver a su tierra (las páginas de la novela), donde estaba más a gusto recibiendo puñadas, palos, puntapiés y pedradas por parte de pastores, cabreros, yangüeses, mozos de mulas y arrieros que mezclado en actos chuscos y de dudoso gusto.