Paso estos días navideños en Zamora, ciudad de recuerdos y reencuentros, de emigrantes que vuelven a verse. Al regresar advertí que mi memoria sólo había borrado, de esta tierra, el zarpazo brutal del frío. Recordaba a las personas, las calles, los cielos, la niebla, pero había olvidado ese aire helador que se te mete hasta los huesos. Una vez que abandonas la ciudad, el cuerpo, años atrás hecho a estas temperaturas, se vuelve blando, no es capaz ya de soportar esos cuchillos de hielo en la piel. Desde que llegué aquí no me ha abandonado la sensación de frío: o me duelen las orejas, o los pies, o los huesos, o las manos, o incluso los riñones.
El viernes pasado por la tarde el trayecto hasta la ciudad duró cuatro horas y media. Para uno eso supone perder medio día en la carretera, observando los adelantamientos suicidas de otros coches, el crepúsculo que tiñe los paisajes, la cara de paciencia (o de impotencia) de los demás conductores. No tienen la culpa las fiestas ni las vacaciones. Cualquier otro viernes del año sucede tres cuatros de lo mismo: el cinturón de Madrid continúa con esas obras interminables, y los atascos, en una ciudad ya de por sí caótica, se multiplican. Hasta que no concluyan esas obras le da a uno pereza regresar a Zamora: el fin de semana ideal no es pasar el viernes y el domingo rodando sobre el asfalto, eso cualquiera lo sabe. Y es lo que nos faltaba a quienes antaño vivimos en la provincia: ya de por sí mal comunicada, y encima con problemas para viajar desde Madrid.
Se fija uno en que pocas cosas han cambiado, salvo el cierre de algunos comercios y la apertura de otros nuevos. Alguna obra por aquí y otra por allá. El río sigue igual de espléndido, durante el fin de semana las calles se atiborran de vecinos y visitantes y todo el mundo pasea aunque el aire propine duras dentelladas, y en las noches de entre semana el ambiente vuelve a la normalidad: antes de las doce de la noche apenas se ve un alma por la calle. Todo cuanto queda, a partir de esas horas, es un paisaje abandonado de piedra antigua y niebla, de aceras húmedas (como si sudaran), de vaho en los labios, y algún desheredado que pasará la madrugada durmiendo en un banco o en una pensión de mala muerte. Cuando iba a la cena de Nochebuena vi esta imagen en la Plaza Mayor: un yonqui despistado, medio tambaleándose, con las manos en los bolsillos y la mirada ausente; y, un par de metros más allá, un trotamundos o un mendigo, hombre de barba zarrapastrosa con hatillo al hombro, gorro en la cabeza y el aire de buscar algún bar abierto (pero estaban cerradas sus puertas, sus dueños cenando o, como uno, de camino a casa). Al verlos supe que ninguno de ellos cenaría acompañado, si es que comían algo: pero lo desasosegante no es que tuvieran compañía y alimento esa noche, sino el resto de noches del año. Si le detallo a alguien esa escena, esa visión, pensé, no me creerá: es demasiado típica y tópica de los relatos trágicos sobre la Navidad. ¿Un yonqui y un vagabundo como últimos paseantes de la hora de las reuniones de Nochebuena? ¿Quién iba a creerme? Y, sin embargo, es así, porque esta ciudad tiene esas cosas, es capaz de ofrecernos lo mejor y lo peor. Por otra parte, cada vez sale más gente de juerga tras la cena de marras. Y, en otros años, eran noches extrañas, significativas, poseían cierta magia. Eso ahora está cambiando: sales en Nochebuena y crece el número de fulanos con modales bovinos, mirada agropecuaria, carcajadas de idiota. Los mismos que luego cogen el coche con una curda del quince y se dan de navajazos y puñadas en las discotecas. Qué pena.