Terminaba el otro día un artículo diciendo que había comido, en el restaurante de una bodega, un filete crudo de buey. No pensaba aclararlo, porque obviamente es un malentendido y me deja en lugar bochornoso. Pero luego le he dado vueltas al asunto, y he resuelto, como mi escritura suele dictarme a menudo, que lo más saludable no sólo es la risa y la práctica del humor, sino además saber reírse de uno mismo. Tipos cetrinos como Aznar nunca contarán con nuestra simpatía por su falta de humor, por su falta de humildad, porque son incapaces de reírse ante un espejo. Así que he decidido contar el episodio, que no trasciende el terreno de la mera anécdota. Vamos a ello, pues.
Cuando examinaba la carta de vinos y condumios, en aquella cueva típica de la sierra madrileña, mis ojos toparon con un plato en el que ponía Carne Roja de Buey, o algo por el estilo. Eché un vistazo al resto del menú: en cada plato adjuntaban unas palabras sobre el modo de cocinar cada carne, o sea, "a la brasa", "al horno de leña", "a la parrilla", y en ese plan. Junto al plato de buey no ponía nada, no aclaraba cómo lo servían. Pero me arriesgué. Cuando el camarero puso la bandeja con una buena porción de buey en lonchas, con sal gorda, me apresuré a pinchar un pedazo y tumbarlo en mi plato. La carne se veía muy sana, muy roja, muy apetitosa, pero no sangrando. Partí con el cuchillo y el tenedor un trozo y me lo llevé a la boca. Bien, aquello estaba riquísimo. Para soñar durante varias noches con ese filete. Pero, aunque el sabor era magnífico, la carne estaba helada. Como si estuviera comiendo un polo de carne de buey, pero con sal por encima. Es imposible que esté más frío, pensé. Y alguien, a mi lado, me preguntó qué tal estaba aquello, qué tal estaba esa carne. Contesté que muy rica, pero, para mi gusto, un pelín gélida. Supongo que la sirven así, pensaba: poco hecha, de una manera en la que apenas se note que la han arrimado al fuego, y luego metida unas horas en la nevera y aderezada con sal. No es mal invento, pero casi me duelen los dientes de sentir el frío. Si fuera uno de esos tipos que siempre protestan en los restaurantes me habría quejado de la frialdad de la carne (que, al contrario de lo que puedan pensar, no estaba rígida, sino suave como la seda). Oiga, camarero, caliente un poco esta carne que, aunque sea costumbre masticarlo así, se me congela la lengua. Pero no: dado que a mi paladar le gustó aquello continué hasta terminar el primer filete.
Estaba pinchando el segundo cuando, con retraso, un camarero depositó frente a mí un plato de barro. Bajo el plato había una especie de hornillo, y cuando lo encendió con un mechero me quedé estupefacto. Ejem. Perdone, ¿para qué es eso? Para echar la carne ahí y freírla. Imaginen el bochorno. Menos mal que yo estaba a un extremo de la mesa, a la que nos sentábamos once personas, y que apenas nadie lo advirtió. Porque, de enterarse todos, seguro que me hubieran condecorado con alguna medalla o distinción. Se me ocurren algunas: una boina de oro, un premio al viajero del año, un galardón al gourmet más avispado, un diploma al paladar aventurero. También podía haberme dado fuste, cuando me pusieron la vasija y el fuego, y decir: no, mire, déjelo, yo sólo como carne cruda; me acostumbré una noche, tras extraviarme en el Congo, en una expedición en la que nos robaron todo y no fuimos capaces de hacer fuego. Eso hubiera quedado espectacular. Pero no: tuve que admitirlo y echar el resto de la carne al barro. Luego, eso sí, la asé lo justo, apenas un vuelta y vuelta rapidito. No por la vergüenza, sino porque sabía mucho mejor. Ahora entiendo a los animales, aunque ellos no le ponen sal. Me preocupa este apetito de carne cruda. Espero no repetirlo.