Si hay algo que me revienta de la Navidad es el sentimentalismo, lo cual no significa que no pueda caer en sus redes, sobre todo si llevo unas copas de champán encima. Y también la euforia: en cuanto ordenan instalar la iluminación navideña, y encienden las bombillas, al personal le entra la prisa. Basta con salir a la calle y recorrer el centro comercial de cualquier ciudad. Ponen las luces y todos vamos como locos: hay urgencia por comprar regalos aunque falten quince días, hay urgencia por adquirir las provisiones de fin de año, hay urgencia por los preparativos y por elaborar un plan para las vacaciones, aunque el plan sea el mismo de siempre. En las calles se siente la euforia, se palpa, incluso se ve. Todos nos movemos con el corazón acelerado: caminamos de aquí para allá haciendo las últimas compras, dando los últimos abrazos del año, corriendo sin respiro. Pero, si antes de la cena familiar de esta noche, uno se sienta a tomar un trago con sus amistades o con los compañeros de trabajo, eso no supone que nos haya abandonado la euforia; en el interior seguimos a cien por hora, debido a esa prisa que nos imponen las luces, las fechas, las ciudades llenas de gente. Nos comportamos como si, en vez de fin de año, fuera el fin del mundo.
En cuanto se pasa un poco la euforia y comienzan las cenas, y el corazón se va tranquilizando, el alcohol y las reuniones empujan a las personas al sentimentalismo. Resulta que es entonces cuando la gente dice que se ha acordado mucho de uno. Pues haberse acordado antes, señora. Que uno vive y respira doce meses al año, no sólo quince días. Lo mismo digo yo de usted, oiga. Pues entonces nos entendemos. El sentimentalismo de estas fechas hace creer a muchos individuos que la Navidad es la mejor época del año; es entonces cuando más recuerdan a sus muertos y cuando más abrazan a sus vivos. Conceptos tan manoseados como la paz, el amor, la felicidad, salen a flote. Nos ponemos alguna de ellas (o todas) en la boca, y así funcionamos (junto con las promesas hechas a nosotros mismos) hasta que terminan las vacaciones. Es entonces, pasado el Día de Reyes, cuando se olvidan los buenos propósitos, la ristra de promesas, las palabras manoseadas. Cuando la gente regresa a su odio diario, a su pasotismo, a olvidar durante otros once meses y medio a quien, unos días antes, prometió el mundo y una llamada de teléfono a la semana.
Euforia y sentimentalismo. Dos monstruos que, en estas fechas, nos acaban devorando a la mayoría. Se trata de encontrar el equilibrio: no odiar las navidades, pero tampoco amarlas hasta el punto de parecer hecho de crema y merengue, y no de carne y hueso. Por fortuna, creo que el sentimentalismo ya me lo he quitado de encima (no así la nostalgia, que es muy distinta); principalmente porque es algo que sólo queda bien en las telenovelas. Tal vez, por eso, en las películas y en los cuentos sobre la Navidad me caen mejor el avaro, el villano, el cruel: antes el Señor Scrooge que Bob Cratchit, antes Jack Skellington que Papá Noel, antes Stripe que Gizmo. En cuanto a la euforia? Cada año trato de no ceder a ella, y por algún lado, al final, logra colarse: ya sea en las habituales compras de última hora, en los preparativos de la fiesta de Nochevieja, en la Noche de Reyes. Intentaré tomármelo con calma. Y aconsejo hacer lo mismo. Pero también aconsejaría no pasarse, es decir, no parecer tan frío y relajado que piensen en ti como en un bloque de hielo que se desliza con lentitud por las calles. El equilibrio, siempre el equilibrio. Es necesario. Por eso Yoda anhelaba el equilibrio de la Fuerza en la galaxia. Que lo consigamos es una tarea hercúlea.