Cada semana acumulo libros: los que compro, los que me
regalan, los que encuentro tras años de búsqueda, los que me pasan los amigos
escritores, los que necesito para documentarme, los que me envía gente a la que
no conozco o me los hacen llegar por intermediarios… Esa frecuencia me empuja a
montar pilas o torres de volúmenes, y unos van ocultando a otros con rapidez. No
es raro que, en agosto, sea ya incapaz de encontrar en mi biblioteca un libro
comprado o recibido en junio. No es broma. De hecho, hay obras que quiero leer,
y que sé que tengo, y no consigo dar con ellas en la maraña de títulos. Lo peor
es que, a veces, esos volúmenes que quedan atrapados bajo otros son lecturas mediadas.
Hace unos días me dio por revisar varias pilas de ésas; no sé cuántas habría,
tal vez unas ocho o nueve torres de unos veinticinco libros cada una. Y encontré
títulos que ya debería haber leído y otros que tenía a medio leer. Tres de
ellos figuran aquí abajo, para que conste en acta.
El poema del hombre muerto, de Fernando Bolzoni
LXIV
Perpetua desolación
En la perturbación
tintineante
En el Jesús
descrucificado
En sus bolsillos
monedas
Una de cada país
Alaridos en el aire
Sabe que el demonio
está cerca
El demonio le vigila
Obsesionado con su
visita
Ingresa en un
pabellón psiquiátrico
Solo las pastillas
le olvidan
Y el único milagro
es
No saber quien es.
**
CVII
Amanecí con la demencia
detrás de los ojos
Sobrevolando las
nubes
Recorriendo las
profundidades de la tierra
Con mi enrevesado
pensamiento
Tragué todo el agua
de los océanos
Y lo escupí sobre
las estrellas
Donde aprendimos a
vivir
Y donde dejamos de
morir
Para nada.
**
PervertiDos. Catálogo de parafilias ilustradas, de Varios Autores
Manos, pechos, ojos
[Eduardo Moga]
Las manos amasaban
minuciosamente los grandes pechos de mi mujer: oprimían sus estribaciones de
pétrea gelatina, pellizcaban los bulbos rosados que los coronaban, se
emborrachaban de su piel lustral, desquiciada por el peso. Luego, apresándolos
por debajo, los envolvían como a calabazas maduras, y los besaba, los mordía,
los besaba.
Y yo, sentado en un
rincón del dormitorio, con las piernas cruzadas, lo contemplaba todo, sintiendo
cerca ya el orgasmo.
**
LA LUZ DE TU CAMISA
No me atrevo a
decirte cuánto te echo de menos,
cómo me sostienen
enjaezadas bajo mis pupilas estas pestañas que se anudan ya a tu gesto,
común beso sobre tu
húmeda frente,
soñando bajo tu
verbo que los días no terminan,
ni alumbran vistosas
las farolas hasta que tu mirada se posa sobre el nombre escrito
en verso de la
compañera que ocupa tu camastro.
¿Hablamos?
Servimos bajo el
mismo mantel la leña que nos hogara,
alumbramos nuestra piel
levemente indispuesta,
suscitada por la
caricia invisible de tu mano
sobre la mía y mi
espalda.
Pienso, bebiendo
bajo tu cuello, que no querría más luz
que la que desprende
tu camisa.