Una novela extraordinaria. La he leído un poco tarde. Decían de ella maravillas y todas son ciertas. Está destinada a convertirse en un clásico. Parece que preparan su adaptación al cine y ése será el momento (si la película es buena y funciona) en el que el culto hacia Tom McCarthy se extienda por el mundo. Podría ser para él lo que el filme de El club de la lucha fue para Chuck Palahniuk.
El narrador de Residuos, habitante de Londres, empieza a contar su historia tras recuperarse de un accidente: algo le cayó del cielo, cambiando su vida para siempre y sumiéndolo en un coma profundo. Tras salir del hospital, su abogado le dice que van a pagarle 8 millones de libras por daños y también por su silencio. Al principio no sabe qué hacer con el dinero. El trauma originado por el accidente le ha dejado varias secuelas: recuerda pocas cosas y no tiene interés por nada (todo le aburre, incluso las personas). Sus movimientos le resultan ahora aprendidos, artificiales, carentes de naturalidad. Un día, en una fiesta, observa en el cuarto de baño una grieta y siente un déjà vu. Ya conoce esa grieta y le hace recordar momentos que no sabe si ha vivido o cuándo ocurrieron: la música de un vecino pianista, la señora de abajo que fríe hígado, los gatos negros del tejado rojo del edificio de enfrente… El narrador se obsesiona con la materia y lo que a ésta le sobra, con los movimientos perfectos y con ecos de lo que ha sucedido. Así que emplea el dinero para contratar gente que pueda re-crear lo que se le antoja: que haga el papel de esos vecinos, que repita los gestos y los diálogos, o que no haga nada… Compra edificios y los transforma hasta que le devuelven esas sensaciones. Y su obsesión le empuja a repetir la realidad una y otra vez, una y otra vez.
Tan interesante como lo que cuenta el autor es lo que sugiere, lo que leemos entre líneas, los residuos del subtexto: el poder ilimitado del dinero (las personas a las que contrata son capaces de repetir sus caprichos mientras estén pagadas; tampoco se cuestionan mucho esas locuras), la diferencia entre sentirse real y ficticio (el narrador se siente artificial, y por eso quiere inmiscuirse en escenarios reales pero, y he aquí la paradoja, nunca lo son porque todo está previsto y contratado de antemano), la obsesión por el bucle como sistema para perpetuar en el espacio lo que el tiempo nos arrebata (ordena que repitan gestos y situaciones del mismo modo que antes repetíamos nuestras secuencias favoritas con el mando a distancia del vídeo), las desviaciones en la conducta originadas por el trauma posterior al accidente (esas obsesiones que hemos visto, por ejemplo, en el filme Sin miedo a la vida).
Los mundos que el narrador logra crear para sentirse cómodo resultan espeluznantes. El argumento entronca con el de otros mundos postizos (la crítica ya lo ha señalado): con los parientes ficticios de Familia, con los decorados de El show de Truman, con la inédita en España Synecdoche, New York. Para rastrear las influencias de esta novela basta con echar un vistazo a los autores que le han marcado: Conrad, Robbe-Grillet, Pynchon, Burroughs… Y yo añadiría Ballard. O incluso el cine de Lynch. En un post anterior he colgado un fragmento del libro.
[Traducción de Andrea Vidal Escabí]
El narrador de Residuos, habitante de Londres, empieza a contar su historia tras recuperarse de un accidente: algo le cayó del cielo, cambiando su vida para siempre y sumiéndolo en un coma profundo. Tras salir del hospital, su abogado le dice que van a pagarle 8 millones de libras por daños y también por su silencio. Al principio no sabe qué hacer con el dinero. El trauma originado por el accidente le ha dejado varias secuelas: recuerda pocas cosas y no tiene interés por nada (todo le aburre, incluso las personas). Sus movimientos le resultan ahora aprendidos, artificiales, carentes de naturalidad. Un día, en una fiesta, observa en el cuarto de baño una grieta y siente un déjà vu. Ya conoce esa grieta y le hace recordar momentos que no sabe si ha vivido o cuándo ocurrieron: la música de un vecino pianista, la señora de abajo que fríe hígado, los gatos negros del tejado rojo del edificio de enfrente… El narrador se obsesiona con la materia y lo que a ésta le sobra, con los movimientos perfectos y con ecos de lo que ha sucedido. Así que emplea el dinero para contratar gente que pueda re-crear lo que se le antoja: que haga el papel de esos vecinos, que repita los gestos y los diálogos, o que no haga nada… Compra edificios y los transforma hasta que le devuelven esas sensaciones. Y su obsesión le empuja a repetir la realidad una y otra vez, una y otra vez.
Tan interesante como lo que cuenta el autor es lo que sugiere, lo que leemos entre líneas, los residuos del subtexto: el poder ilimitado del dinero (las personas a las que contrata son capaces de repetir sus caprichos mientras estén pagadas; tampoco se cuestionan mucho esas locuras), la diferencia entre sentirse real y ficticio (el narrador se siente artificial, y por eso quiere inmiscuirse en escenarios reales pero, y he aquí la paradoja, nunca lo son porque todo está previsto y contratado de antemano), la obsesión por el bucle como sistema para perpetuar en el espacio lo que el tiempo nos arrebata (ordena que repitan gestos y situaciones del mismo modo que antes repetíamos nuestras secuencias favoritas con el mando a distancia del vídeo), las desviaciones en la conducta originadas por el trauma posterior al accidente (esas obsesiones que hemos visto, por ejemplo, en el filme Sin miedo a la vida).
Los mundos que el narrador logra crear para sentirse cómodo resultan espeluznantes. El argumento entronca con el de otros mundos postizos (la crítica ya lo ha señalado): con los parientes ficticios de Familia, con los decorados de El show de Truman, con la inédita en España Synecdoche, New York. Para rastrear las influencias de esta novela basta con echar un vistazo a los autores que le han marcado: Conrad, Robbe-Grillet, Pynchon, Burroughs… Y yo añadiría Ballard. O incluso el cine de Lynch. En un post anterior he colgado un fragmento del libro.
[Traducción de Andrea Vidal Escabí]