jueves, septiembre 10, 2009

Flike

A menudo, cuando vas por la calle y divisas a hombres de la tercera edad caminando despacio, solos, o paseando a un perro que les hace compañía, no puedes evitar preguntarte si les quedará alguien. Al llegar a cierta edad, no es raro que a las personas no les queden apenas parientes vivos. Sobre todo si no han tenido hermanos ni hijos y, por tanto, carecen también de nietos. Algunas familias se ramifican tanto que las fiestas de cumpleaños del abuelo son multitudinarias. Otros cumpleaños se celebran en soledad, o no se celebran. En “Cadena perpetua”, uno de los ancianos se ahorcaba al salir de la cárcel, tras media vida encerrado allí. Optaba por el suicidio porque no sabía hacer nada y, peor aún, porque no le quedaba nadie. Uno ve a esos hombres y a menudo se pregunta qué será de ellos. Si estarán solos o no. Si, estando en el primer caso, tendrán aguante para soportar la soledad y el dolor. Yo recuerdo a un viejo extraño que alquiló durante unos días una habitación de uno de los pisos de estudiante que compartí en Salamanca. Supongo que he hablado del tema en más de una ocasión. Nosotros no le alquilamos el cuarto. Fue el dueño, que era un usurero, propietario de pensiones y de varias casas. Cuando las pensiones estaban completas, mandaba a los nuevos inquilinos a nuestro piso. Y durante unos días convivíamos con extraños. Aquel viejo en particular estaba solo y apenas hablaba. Parecía hundido. Nunca supimos qué hacía en la ciudad. Nunca le pregunté. Su llegada y su partida se quedaron en un enigma.
A principios de este verano citaba aquí el último volumen de los diarios del escritor húngaro Sándor Márai. A Márai se le murieron todos los seres queridos. Sus hermanos, su mujer. No tenía hijos. Así que se quedó solo y, no queriendo convertirse en un vegetal recluido en una cama de cualquier hospital, se compró un arma y se pegó un tiro. Algunas personas mueren en la vejez rodeadas de un montón de familiares. Luego están los que, como Márai, se van solos. No tienen a nadie para que les cierre los ojos y son esas historias, reales o ficticias, las que le dejan a uno molido.
Acabo de ver “Umberto D.”, una película antigua, neorrealista y casi muda de Vittorio De Sica, quien supo retratar a los pobres, y encuentro ciertas similitudes con lo que digo en los otros párrafos. El filme, muy duro, está en la línea de “Ladrón de bicicletas”. Umberto es un jubilado que trabajó en el Ministerio de Obras Públicas. De su pasado sólo conocemos eso. En el presente, Umberto no tiene a nadie, salvo a un perro al que llama Flike (pronúnciese “Flaic”). Es su única compañía. No le queda nadie. Durante años ha vivido en una pensión pródiga en ratones y hormigas, regentada por una patrona de modales ásperos y mal humor. Umberto recibe una pensión ínfima. Casi todo el dinero se le va en pagar el alquiler. Se le acumulan las deudas y la patrona amenaza con echarlo en breve si no paga lo que debe. Para alimentarse, Umberto acude a un comedor de la beneficencia, donde entrega parte de su comida al perro, a escondidas, para que no lo pillen. En el último tramo de la película, cuando la mujer de la pensión ordena hacer obras en el cuarto de Umberto y derribar los tabiques para que éste se vaya, el anciano se ve con el agua al cuello. Está harto de todo. Su resolución, ya que no consigue préstamos ni saca dinero de la venta de sus posesiones, consiste en suicidarse. Pero aún hay algo que le ata a la vida: su perro. Primero debe dejar a su mascota en buenas manos. Después, arrojarse a la vía del tren. Y es precisamente la imposibilidad de deshacerse del perro, al que tanto ama, lo que acaba dando sentido a su existencia. Es su perro quien, al final, lo mantiene a flote.