Hablaba de la saga de Rambo la otra noche con unos amigos. Recuerdo que unos días antes del estreno de la cuarta parte me dediqué a revisar las tres anteriores. El estreno de “John Rambo” fue la excusa ideal para estudiar de nuevo al personaje con la perspectiva que da el tiempo. Luego fui a verla y recuerdo que estaba en Zamora: lo apunto porque la copia era doblada, aunque me parece que no la estrenaron en ningún cine de España en V.O. Mis amigos dijeron que no habían visto aún esta secuela dirigida por Sylvester Stallone. Yo apunté que no estaba mal, que al menos era digna. Eso sí: les advertí que no esperasen un cómic al estilo de la segunda y la tercera, o una película con un guión más o menos sólido como el de la primera. “John Rambo” apuesta por el gore, por las salvajadas a tutiplén. Jordi Costa, en su crítica para El País, decía que no pudo “evitar rendirse a la extraña fascinación de este crepuscular y casi terminal John Rambo”. A mí me pasó lo mismo. Disfruté. Fui a verla sin demasiadas esperanzas, porque quería conocer la evolución del personaje, y me encontré con una ensalada de sangre y vísceras de tono apocalíptico. En cierto modo, algunas escenas me remitieron a la repulsión que sentí de niño con “El topo” de Jodorowsky.
En Fotogramas, Fausto Fernández escribió de la peli de Stallone: “Apoteosis de la mutilación y del delirio hemoglobínico, es una monumental orgía gore planificada con apabullante estilo clásico”. Porque Stallone ha aprendido unos cuantos trucos por el camino. Aunque su personaje siempre es el mismo, ya sea en “Encerrado”, “Rocky” y secuelas o “Copland”: un tipo duro y silencioso, un perdedor al que apalizan durante todo el metraje hasta que se cansa y le da la vuelta a la tortilla, a puñetazos, o a tiros o echando pulsos. El problema con Rambo en España es que se trata de un personaje que está dentro de lo que denominamos “placeres culpables”. Todo el mundo los tiene, pero no los reconoce en público porque le da vergüenza. Esas películas menores (cine de palomitas) no están bien vistas por la crítica oficial, y no son chic y se salen de lo snob. ¿Creen que la cuadrilla que acompaña a Garci en su programa sólo ve películas de Ingmar Bergman? Yo no me lo creo. Con los placeres culpables pasa esto: en sociedad, delante de culturetas, sacando pecho, un tío dice que sólo ve cine iraní. Luego, en casa, se pone la última de Ben Stiller porque necesita reír. O enciende la tele y ponen “Los Goonies” y se queda a verla porque es divertidísima. Y punto. Pocos lo reconocen. “John Rambo” no está mal, ya digo. Y volveré a verla pronto en V.O.
Comenté que “John Rambo” no era tan buena como “Acorralado”, pero superaba a las dos anteriores, y uno de mis amigos dijo: “Eh, no te metas con Rambo 2”. Bien, veamos. “Rambo 2” es mala, pero a la vez es buena. Es como “Rocky IV”: un tebeo para chavales. Un cómic infantil en el que no vemos a un hombre, sino a un superhéroe. Dentro de la categoría de filmes de cuarta fila, pues sí, admito que me divierte. Y “Rambo 2” tiene uno de los montajes más desquiciados, psicodélicos y festivos de la historia. Deberían estudiarlo en las escuelas de cine. Es un montaje en el que no quisieron perder tiempo, te deja asombrado por su descaro y su poca vergüenza: Rambo salta de un avión, pero en la siguiente escena no vemos cómo ha sobrevivido sin paracaídas, sino que ya va corriendo por la jungla. O pilota un helicóptero y, antes de tocar tierra, en la siguiente escena ya está fuera del vehículo, armado y corriendo. Un montaje apresurado, con tantas elipsis que se convierte en una celebración del “carpe diem” inusual en una cinta de acción, explosiones y tiroteos.