Un pub cualquiera, en Huertas. Cuatro personas charlamos y bebemos algo, sentadas alrededor de una mesa. No hay apenas gente en el local. Entra un hombre. Parece hindú. Si uno se fija en él, parece una feria ambulante. De lejos podría pasar por una versión asiática de “El jinete eléctrico”, aquella película de finales de los setenta que protagonizó Robert Redford con una vestimenta luminosa. El hombre sujeta en una mano un ramo de flores. Con la otra sostiene diversos artículos: anillos de colores, juguetes y demás parafernalia de plástico que disponga de lucecitas. Sobre la nariz lleva unas gafas de plástico bastante horrorosas. A ambos lados tienen luces. Del cuerpo del vendedor ambulante penden tantos objetos a la venta que uno pierde la cuenta y es incapaz de abarcarlos todos de un vistazo: mecheros, muñequitos, llaveros. Nos mete el ramo casi en la nariz. Le decimos que no, gracias. No queremos flores. Tampoco queremos gafas. Nos enseña el resto de la mercancía. Sonríe enseñando todos los dientes. Insiste. Que no, que no, de verdad. Que no queremos.
Cinco minutos después entra en el local una fotocopia del anterior. Pero no es el mismo. Este es un poco más alto, lleva un peinado diferente. La sonrisa amplia y la mercaduría son idénticas: anillos, flores, gafas y otros cachivaches. Nos mete las flores en la cara. Sonríe e insiste. No, no, de verdad. No, ya nos ofrecieron antes. No queremos flores. Se queda ahí, de pie, sonriendo. Prueba de uno en uno. Tal vez crea que de manera individual la gente no podrá negarse. Desaparece. Cinco minutos después de haberse ido el vendedor, entra otro. Se repite la escena. Flores en cara, muestra de gafas, anillos y yo-yós. Sonrisas. Se repiten nuestras negativas. Pero con cansancio, ya. No, mira, de verdad, que ya nos han ofrecido. Cinco o diez minutos después de abandonar el pub, entra otro. Es diferente de los anteriores. Se nota en la altura, en el peinado, en los rasgos. Se parece, pero es distinto. Alguien pregunta: ¿Éste no es el de antes? No, digo yo. Es otro. Son fotocopias, ligeras variantes de un mismo modelo. Tenemos un déjà vu. Como si el tiempo que llevamos en el garito no hubiera transcurrido. Como si estuviéramos en un bucle, condenados a responder cada cinco minutos al vendedor de gafas y flores que entra y sonríe y ofrece sus artículos luminosos de plástico. La misma persona le pregunta a uno de ellos de dónde viene, cuál es su origen. De Bangladesh, dice. Cuando a uno lo atosigan cada cinco minutos con esos artículos, piensa: “¡Qué pelmazos!” Cuando se van del local sin haber vendido nada, o tal vez una flor a algún beodo o a algún tipo en plena despedida de soltero, entonces uno piensa: “Pobre gente”. Se necesitan muchos arrestos (y, sobre todo, se necesita tener hambre) para vestirse así y entrar en los bares donde la mayoría de los parroquianos suelen burlarse (solemos burlarnos) de ellos. Pero el secreto de su venta está en llamar la atención. Quiere decirse que, sí, hacen el ridículo con tanto adminículo y tanto disfraz, pero ese es el cometido del disfraz: no pasar desapercibidos. Captar nuestra mirada.
Paso a diario junto a un restaurante hindú. En la puerta tienen a un muchacho que, además (puede que él no se haya dado cuenta), vive frente a mí. En el edificio de enfrente, quiero decir. Su trabajo consiste en atraer clientes al local. Cada día paso por esa esquina y, sea la hora que sea, me ofrece una mesa. Es educado. Primero saluda y luego me invita, con un gesto, a entrar a comer. A mí me tiene frito y ya sólo respondo a su saludo: Hola. Vivo todos los días ese mismo instante, como si me hubiera metido en el Día de la Marmota de “Atrapado en el tiempo”.