Desde Cala d’Hort se pueden admirar dos islotes célebres, Es Vedrá y Es Vedranell. La vista es fascinante. Las orillas, junto a las rocas, acogen las casetas de los pescadores. El lugar está casi masificado. Nos tumbamos en una roca y una familia numerosa, que estaba echada en la playa, acabó merodeando por la piedra que habíamos escogido: el niño, el padre, la madre, el tío, la adolescente mística… Un poco antes, quebró el paisaje un ferry cargado de turistas. Detuvo su marcha a unos metros de la playa y la gente saltó al agua a bañarse, con gran estrépito de voces y salpicaduras. La voz de un fulano extranjero anunció por altavoz que pararían un rato para que los pasajeros se remojaran, hicieran fotos y bebieran la sangría que iban a servir en cubierta. Por fortuna, encima de los acantilados hay un restaurante llamado Es Boldadór donde no sube tanta gente como en el resto de chiringuitos de la zona. Es necesario pasar por las casetas de los pescadores, entre rocas, aparejos y barcas, y luego ascender una pendiente llena de tierra y hierbajos, una subida poco recomendable para niños y ancianos. Una vez arriba, se puede comer en una terraza por cuyas mesas merodean y duermen los gatos. Gatos rubios, atigrados y rojos. Allí no admiten tarjeta de crédito y no teníamos demasiado efectivo, así que le preguntamos al camarero si nos llegaría para un plato compartido y una botella de agua. Respondió que sí (incluso sobraron un par de euros de propina), y que, aunque no nos llegara el dinero, no habría problema. Pedimos, por consejo de un amigo medio ibicenco y medio zamorano, el bullit de peix con arroz a banda. Primero sirven una bandeja con varios pescados, patata cocida y alioli, entre otros condimentos. Después, cuando uno está lleno, aparece el resto: una paellera repleta de arroz, sepia y pimientos; el arroz está hecho con el caldo del pescado del plato anterior. Todo muy sabroso. Mar, un cielo limpio, islotes al fondo, gatos por las mesas, barcos en el horizonte y un arroz inolvidable. Mereció la pena.
En Santa Gertrudis de Fruitera, un pueblecito agradable y tranquilo, situado en el interior, en medio de la isla, está el Bar Costa. Mientras lo buscábamos, topé con una librería llamada Libro Azul. La regenta un alemán. Por la puerta rondan perros y gatos, ya que al lado hay una veterinaria y un centro de acogida de animales. Antes de entrar, curioseé en un cajón lleno de libros de saldo en alemán y en inglés que hay en el exterior. Debajo, un felino dormía sin preocuparse de los perros ni de nuestros pasos. Había pocos libros en castellano, pero compré por quince euros una edición de Seix Barral de “París era una fiesta”, el clásico de Ernest Hemingway, con un prólogo de Manuel Leguineche. El Bar Costa tiene varias habitaciones donde comer. Nos sentamos en el salón principal, de paredes repletas de cuadros y con una chimenea en el centro. El garito es famoso, sobre todo, por sus exquisitos bocadillos.
En el Puerto de Ibiza tomamos unas copas de noche en un garito donde pinchan rock y pop. El Demiedo, un local auténtico y confortable. No es fácil encontrarlo, está al fondo de una callejuela. A mí la zona de locales del puerto me parece un laberinto, además. Dimos por allí cientos de vueltas, mirando tiendas y puestos y buscando bares y restaurantes. No conseguimos cenar en el respetado y modesto Can Costa. No hacen reserva, no tienen barra y siempre está petado. La única manera de sentarse en sus mesas es aguardar en la calle entre veinte y cuarenta minutos hasta que dejen un hueco. Pero por allí hay pequeños locales de pizza donde se cena bien. Estos son algunos de los lugares que frecuenté. Pero aún me falta hablar del mejor sitio.