Concluía Javier Marías un artículo reciente sobre la necesidad de huir en secreto a lugares aún no colonizados por las masas de turistas con esta declaración: “Estuve hace poco, unos días, en una extraordinaria ciudad italiana. (…) Como es lógico, me callaré el nombre de esa ciudad, por si acaso algún día decido irme a vivir a ella”. Por parecidas razones quiero hablar de un rincón que encontré por casualidad en Ibiza, sin facilitar las coordenadas para llegar allí. No es un lugar solitario, pero es el sitio menos concurrido que encontré entre este viaje y el del año pasado. Aún no ha sido invadido y sólo a partir de la una del mediodía empiezan a aparecer los bañistas, por lo general educados y silenciosos salvo un par de casos aislados. Y son pocos bañistas, si comparamos su número con el que arrasa otras calas y playas. Pero si empiezo a darle publicidad al recodo y el asunto se extiende por internet, será un lugar de peregrinación antes de lo imaginado (pues terminará siéndolo, tarde o temprano).
Lo encontramos por casualidad, porque me interesaba curiosear una zona. Cuando quisimos darnos cuenta, habíamos metido el coche de alquiler en un camino de cabras que atraviesa un bosque. Un camino de tierra, piedras, polvo y unos baches y socavones que nos convencieron para dejar aparcado el vehículo y continuar a pie. Un silencio sepulcral dominaba el bosque. No se veía rastro de personas o animales, y, tras varios minutos de andar, estuve tentado de dar la vuelta y volver por donde habíamos venido, pues aquel sendero sin asfaltar no parecía conducir a ningún sitio con agua. Fue en ese instante de duda, como manda el azar, cuando se acercó una pareja de italianos en una moto. Les paré para preguntarles si por allí cerca había algún rincón para bañarse. El hombre asintió con la cabeza y dijo en castellano con acento: “Una cala. Pequeñita. Buena”. Y levantó los pulgares. Desde donde dejamos el coche hasta la diminuta playa había un kilómetro, más o menos. El paraje me dejó boquiabierto. Un recodo de arena, rocas y acantilados y pequeñas grutas hechas en la piedra que me recordó a las películas de piratas. En la arena había dos o tres personas y un perro. Los primeros tomaban el sol totalmente desnudos. Ya dije que no hay diferencia entre playas nudistas y no nudistas. Ahora son mixtas, creo yo. Fuimos a las rocas. Había dos señoras. Una de ellas había hecho un desnudo integral. La otra permanecía en bañador de dos piezas, junto a quien me pareció su hijo. No había barcos que hubieran echado el ancla por allí. Ni chiringuitos ni hoteles ni vendedores ni excursiones de guiris. Sólo dos o tres casas se divisaban a lo lejos, sobre una colina.
El entorno era puro y libre. Pero lo mejor fue el silencio. Un silencio absoluto. Sólo se oían las olas lamiendo las orillas, y apenas se notaba. Nada más. El perro miraba el mar. La gente no hablaba. Y nosotros tuvimos que hacerlo en susurros, como si compartiéramos un secreto. Las aguas eran cristalinas y se veía el fondo. De vez en cuando aparecía una mujer mayor, o una pareja, y en silencio se tumbaban en las rocas y luego se iban a bañar. Hacia la hora de comer apareció más gente. Pero sólo algún niño y algún fulano hablaban en voz alta. Al día siguiente me propuse pisar aquel recodo de cuento antes que nadie, para inflarme de pureza y soledad. Logramos llegar a las diez de la mañana. No había nadie. Luego apareció una señora. Y hacia la una nos fuimos, porque se coló en el lugar más gente que, como nosotros, parecía haber descubierto el sitio por accidente. La mitad eran nudistas. La próxima vez que vaya a la isla, trataré de hacerlo fuera de los meses de verano. Disfrutaré el doble.