Lo último que recuerda el público español del gran Paul Newman es, probablemente, su papel de mafioso en “Camino a la perdición”, que le valió una nominación al Oscar como actor secundario. En los telediarios hablaban de sus últimas aportaciones al cine: el doblaje de un par de cintas de animación. Pero éstas no cuentan porque lo que queremos, lo que el público siempre ha querido, es ver a Paul Newman en persona. Así que su última verdadera interpretación está entre el secundario de “Camino a la perdición” y su doblaje para un corto de siete minutos incluido en el dvd de “Cars”. Me refiero a su personaje Max Roby, gruñón y adorable, en la mini serie de televisión “Empire Falls”, que rodó hace unos tres años. Por aquel papel obtuvo un Emmy y un Globo de Oro. Que yo sepa, nunca ha salido en dvd ni ninguna cadena de televisión la ha emitido (salvo, supongo, las cadenas de pago). En el verano del 2006 me hice con una copia y la disfruté después de leerme el libro de Richard Russo en el que se basa. Busco en mis archivos. Escribí un artículo sobre la serie (cuatro horas de duración: dos episodios) y rescato lo que dije entonces: “Soberbios están Woodward y Newman. Y Newman, con un papel breve y secundario, es capaz de comerse él solo a los demás actores. Cada vez que aparece en escena, corrobora uno que está ante un maestro. Uno de los más grandes. Un dios del celuloide”.
A pesar de eso, no conozco a nadie que desde entonces haya seguido mi recomendación y la haya visto. Y lo más probable es que, a raíz de su muerte, se apresuren ahora a editarla en dvd en España o a emitirla por televisión. Es así. Es la maquinaria de consumo que lleva aparejada la muerte en estos tiempos. Consigan una copia como sea, porque esa es la auténtica última interpretación de Newman y él solo le da una lección a todo el reparto. Pero retrocedamos un poco. Antaño iba al cine a ver cualquier cosa que este actor gigante hiciera: desde las que yo considero grandes películas (la citada “Camino a la perdición”, “Ni un pelo de tonto” o “El gran salto”) hasta las que no harán historia pero cuentan con el broche de oro de tenerlo a él (“Mensaje en una botella”, “Al caer el sol”, “Creadores de sombras” o “El escándalo Blaze”). Una película tan ñoña como “Mensaje en una botella” merece la pena porque sale Newman haciendo de padre del personaje de Kevin Costner. Soporté aquella cinta sólo por él, que la elevaba de la mediocridad cada vez que salía en pantalla. Paul Newman es uno de los iconos absolutos de mi niñez, la clase de estrella que uno sueña con imitar en la infancia, el tipo simpático, granuja, duro y guapo de “El golpe”, “El juez de la horca”, “Dos hombres y un destino”, “La leyenda del indomable”, “Harper”, “El premio”, “El buscavidas”, “Marcado por el odio”… Porque, ¿qué hombre no ha querido ser Paul Newman? ¿Y qué mujer no ha querido intimar con él? Este actor siempre despidió la clase de energía de los grandes, ya fuera para hacernos reír (“El castañazo”) o para emocionarnos (“El color del dinero”).
A su talento, su carisma y su belleza, indiscutibles, se unía su humanidad. Es raro que, en un lugar de tentación como Hollywood, dos actores estén unidos durante tantos años. Paul Newman y Joanne Woodward eran uña y carne, la clase de amor envidiable que abarca décadas. Su corazón le llevó a amar así y a luchar por diversas causas humanitarias. Se retiró a morir a casa, para estar con su gente. Con dignidad, con elegancia, sin armar jaleo, aceptando que hasta las estrellas caen. Abandonó el hospital para esperar a la Muerte en su lecho. Y seguro que también la sedujo.