Me invitan a una boda. Una boda de ricos, de gente con títulos nobiliarios. Me pongo el traje, el único que tengo. Al menos conservo dos corbatas distintas, por aquello de cambiar. Hace meses que no me cortan el pelo porque hace meses que no voy a Zamora y, por tanto, no puedo acudir a mi peluquería de cabecera. Me miro al espejo antes de salir de casa. Con el cabello tan largo y el traje parezco un gitano que va a cantar flamenco. Renuncio a entrar en la iglesia. Durante la ceremonia voy con dos amigos al bar de la esquina. Hay un partido de fútbol. Desde lejos se sabe quién soy yo: el único tipo que está de espaldas a la televisión.
El convite se celebra en un club de campo, a las afueras de la ciudad. Tenemos que ir en coche. Veo jardines, campos de golf y de tiro, vegetación frondosa, valles y colinas, fuentes de lujo y coches de millonarios. Antes de entrar en la casa me siento como si me acercara a la mansión Playboy. Busco a Hugh Hefner con la mirada. En cuanto entro y veo a los ricos, casi todos en torno a los setenta, y apenas un puñado de jóvenes, creo estar dentro de una novela de F. Scott Fitzgerald. Pero yo no soy uno de ellos. Hay un cóctel previo a la cena. Sirven lo habitual: refrescos, cervezas, vino tinto. Pero con un añadido que no he visto en otras bodas: dos hombres preparan mojitos en una mesa. Estamos al aire libre y no estoy cómodo. No pego ni con cola. Pero hay una receta infalible para soportar estas ceremonias: emborracharse. No comemos muchos canapés, pensando en la sucesión interminable de platos que servirán luego. Pero no es así. La carta incluye un entrante (tres langostinos con una cucharada de arroz) y un plato (dos filetes pequeños con guarnición). Y el postre. Nos quedamos con hambre. Nadie nos pregunta si queremos repetir. En cambio, hay bebidas alcohólicas de sobra: cerveza, vino tinto, vino blanco, champán, las copas de la barra libre. Descubro que, en efecto, es igual que en las historias de Fitzgerald, “El gran Gatsby” o “Suave es la noche”: los ricos beben mucho y comen poco. Por eso se pillan esos ciegos. El camarero que nos toca es un señor que se molesta cada vez que le pedimos algo. Pedirle un vaso con hielo para el café le pone de mala leche. Cree que le tomamos el pelo.
Vamos a la barra. Por allí hay macetas y plantas para gigantes, retratos del Rey, colmillos de elefante, cabezas de ciervo, cientos de trofeos, sofás y estanterías que cobijan libros antiguos. Estoy seguro de que los libros son atrezzo. Ya sabes: cartón hueco, para aparentar. Descubro que las mujeres de los ricos se aburren y por eso se desmelenan. A un amigo y a mí, los únicos varones de la fiesta con pelo largo, nos invitan a bailar en un corro de señoras. Diez o doce señoras entre los cincuenta y los setenta y nosotros dos allí, bailando lo que nos pongan. Es lo mejor del día: me agrada ver a gente mayor con marcha en el cuerpo. Luego se cansan y se sientan. Le digo a una señora, para halagarla: “Vamos, chicas, hay que seguir bailando”. Me responde: “Lo de chicas es por Las Chicas de Oro, ¿no?”. Hacía años que no me daban un corte tan bueno. Dado que todo el mundo ha comido poco y ha bebido mucho, la resaca del día siguiente será espantosa, terrible, un paseo por los infiernos. No conseguimos que el novio baile o se desmelene. No conseguimos que no echen el cierre a las dos de la mañana. No consigo entender qué hago yo allí. Pero disfruto de la juerga y la novia está muy guapa. No pertenezco a ese mundo. Prefiero mi mundo, que no es tan estirado, que no se refugia tanto en las apariencias. Prefiero las bodas de la clase trabajadora, donde prima el entusiasmo de vivir antes que el boato.