Imaginen a un tipo cuya vida está a la vez tan hueca de sentido y tan llena de lujo que, para variar, apuesta por la adicción al dolor y sólo se siente vivo cuando le parten la cara o cuando él se la rompe a otros. Imaginen a gente que sabotea la vida de los demás meándose en las sopas que sirven en los restaurantes o tirando abajo las esculturas. Imaginen a un fulano que está tan enganchado al sexo que disfruta mientras una mujer le mete bolas chinas en el ano, y luego se le quedan dentro y no va a Urgencias. Imaginen a ese mismo hombre simulando que se ahoga durante las cenas para que alguien lo salve y, a partir de ahí, dependa de él y le preste dinero y se sienta adicto a la heroicidad. Imaginen a un bañista cuyo culo queda atrapado en la rejilla de succión de una piscina, perdiendo así los intestinos. Imaginen que existe un evento llamado el Festival del Testículo, y un individuo extraño asiste a una edición y lo cuenta en una crónica. Imaginen que ese mismo hombre está obsesionado con la soledad, la comunicación y las adicciones al sexo, al dolor, a la dependencia que crea en los demás, a los grupos de autoayuda, entre otros muchos temas, y lo refleja en su obra. Ese tipo raro tiene un nombre y una profesión: Chuck Palahniuk, escritor.
Estoy muy lejos de ser un experto en su obra, dado que sólo he leído unos pocos libros suyos. Las locuras mencionadas en el primer párrafo pueden encontrarse en títulos como “El club de lucha”, “Asfixia”, “Fantasmas” o “Error humano”. A estas alturas, y tras leer “Asfixia” (en breve se estrenará la adaptación cinematográfica), aún no sé si Palahinuk me encanta o me repugna. Yo creo que ambas, aunque suene descabellado y paradójico. Me gusta su estilo. Esa capacidad para enganchar al lector con frases cortas e impactantes, dignas de la leyenda de una camiseta pop. Esa habilidad para escarbar en el lado oscuro del ser humano contemporáneo y sacar a flote la suma de sus adicciones, debilidades y perversiones. Su manera de indagar en las leyendas urbanas y convertirlas en eje de sus historias, como si todas pudieran ser ciertas y el mundo estuviera repleto al cien por cien de gente paranoica y rara. Es un autor que sabe crear morbo. Que inocula en el lector una curiosidad malsana que se va saciando página a página. Habla de cosas de las que pocos se atreven a hablar. Mete el dedo en la llaga y luego se lo mete en el ano y nos deja absortos y asqueados. Pero, por el contrario, si en una página me fascina y me atrae, en la siguiente me repugna, me molesta. Y, cuando estoy asqueado de la suma de asuntos escatológicos y sexuales, vuelve a engancharme en la página siguiente. Creo que es la razón por la que Palahniuk tiene tantos admiradores y tantos detractores. Si entran en cualquier foro donde el personal habla de sus obras, leerán un montón de opiniones opuestas entre sí.
Mientras decido si comprar o no su última novela traducida en España, “Rant”, sobre un asesino en serie, le doy vueltas estos días a la célebre “Asfixia”. La sinopsis que encontramos en la contraportada del libro no dice ni la mitad de lo que esta historia significa. Hay un protagonista que, como digo, se ahoga en los restaurantes para que alguien le salve el pellejo y, a partir de ahí, le tome cariño y le haga regalos y le envíe dinero. Hay una madre que enseña a su hijo los códigos ocultos en los mensajes que salen de los altavoces de los aeropuertos, los supermercados y las grandes empresas. Hay un segundo individuo que recoge piedras y se las lleva a casa para liberarse de la culpa de la masturbación y dejar huella. Hay una búsqueda de sentido en una sociedad absurda. Dicen que, a Palahniuk, o lo amas o lo odias.