Me fui a la cama cuando estaba a punto de clarear. Era el día de Navidad. Unas pocas horas después, me desperté. Cansado, pero incapaz de conciliar el sueño otra vez. Sin hambre. Se había pasado la hora de comer. Todo lo que me apetecía en ese momento era salir a la calle y dar un paseo. Tirarme en brazos de la ciudad y que ésta me volviera a acoger. Si te apetece dar un garbeo por la ciudad, de día, la hora ideal es después de la comida de Navidad. Porque no hay nadie por ahí. Porque no hay ruidos que agravien tus oídos. Porque no hay tráfico que enturbie tus pensamientos o castigue tus pulmones. Porque es una sensación maravillosa. Porque a todo el mundo le parece una chifladura. Porque nadie más lo hace.
Es el momento ideal para acercarse espiritualmente (por decirlo de alguna manera) al lugar en el que naciste. No hacía demasiado frío. Se aproximaba una tarde tranquila, aunque al caer la noche llovería un poco. El sol calentaba mis hombros y se veía medio emboscado por un cielo lechoso. Nubes grises y blancas. Un sol que parecía blanco, en vez de amarillo. En las calles secundarias, apartadas del centro de la ciudad, sólo escuchaba el eco de mis pasos. De vez en cuando, algún coche rompía la calma. Sólo duraba unos segundos. Me acodé en un mirador, a observar el río. Al principio no quería que nadie lo supiera. Si uno dice que se ha ido a dar un paseo hasta el Duero, tras la sobremesa de Navidad, probablemente el resto del mundo crea que ha perdido la chaveta. En mi casa debieron pensarlo. Pero es una terapia magnífica para hacer recuento de los errores del año, para reflexionar, para volver a los orígenes. Luego crucé, acompañado, el Puente de Piedra. La compañía es imprescindible. Era un placer sentarse allí, a la orilla de las aguas, y escuchar el rumor del río. Sólo se oía el sonido de la corriente, del agua formando brotes de espuma por encima de las piedras. Nada más. Ni ruido de conversaciones. Ni motores de coche. Ni el petardeo de las motocicletas. Ni el estruendo de los móviles de la gente. Agua y cielo. Calma y rumores de río. Al fondo, La Catedral, tal y como ha salido retratada hace poco en el suplemento cultural de un periódico inglés. Esto es todo lo contrario a lo que uno ha vivido en el tumulto de las noches previas, en su ruta de bares y garitos. Uno es hombre de contrarios y de paradojas. A uno le gustan los decibelios y el ambiente nocturno, pero también le entusiasma lo contrario, o sea, la ciudad en pleno día y sin nadie por sus calles, la paz del Duero y su hechizo natural.
Hay gente que, harta de estruendo, de tráfico, de humos, de ruidos, de transeúntes, de discusiones familiares, acaba viajando al campo. A veces no hace falta irse tan lejos para descansar un rato los oídos y serenar la mente. Basta con aproximarse al río. Yo escojo el río porque es mi rincón favorito, y el que resume sus señas de identidad. Pero hay otros lugares. Otros escondrijos. Calles apartadas. Bosques. Aceñas. Muros. Ya digo que es posible que alguna gente piense que esta actitud es de locos. En absoluto. La posibilidad de ponerme junto al río tras una caminata de quince minutos después de salir de casa no es algo que tenga todos los días en la capital en la que vivo. Por ese motivo, siempre que reúno ganas voy hasta allí. Bebo el paisaje. Lo guardo para las evocaciones y los sueños. Le rindo homenaje. Luego las heladas te conminan a regresar. Se te congelan los dedos y las narices. Te acechan el hambre y el sueño, el cansancio y las ganas de refugio. El reposo a la vera de la calefacción. La almohada y lo confortable que ésta resulta tras varias horas de rondar por ahí.