Los divinos y horteras años ochenta: en aquel tiempo nacieron numerosas bandas de rock en la ciudad. También hubo grupos de música heavy, o de pop, pero estaban en auge el tupé y las patillas y el rock ganó la partida. Las bandas lograron salir adelante con poca pasta, mucha ilusión y ninguna ayuda. Programaban conciertos. En bares, en verbenas, incluso colándose en festivales independientes. Algunas grabaron maquetas. No solían contar con el apoyo y la financiación de las instituciones que siempre velaron por la paz de la provincia. Sois demasiado jóvenes. Sois demasiado viejos. Sois demasiado ruidosos. El rock no vende. Lo que a la gente le gusta es el folclore. Si te apoyo a ti, tendría que apoyar a todos los demás, y, como comprenderás, no hay presupuesto. No sé, tal vez el año que viene. Volved el año que viene con la misma propuesta, y ya veremos. Las bandas se pagaron el alquiler de sus locales para ensayar. Pero el dinero no crece en los árboles y pronto tuvieron que renunciar. La falta de ayuda, la ausencia de apoyo, el dinero invertido en los ensayos, el alquiler de tugurios, la pasta que cuesta grabar una maqueta. Y, además, la escasez de garitos donde no viniera la policía a disolver el concierto, donde no bajara el vecino a quejarse, donde no le pusieran multas al dueño del bar. Lo cual desembocó en la disolución de las bandas locales, que dio lugar a la elección de una de estas dos actitudes: poner el candado y dedicarse a otra cosa en la ciudad; o hacer la maleta e irse con viento fresco a otras provincias, buscando el apoyo que aquí no encontraban.
Tal vez por esa época, o un poco más tarde, aunque en cualquier caso la fecha no tiene importancia, hubo otros jóvenes que prefirieron consagrar sus esfuerzos y sus ahorros a poner en pie otros proyectos. Rodaban cortometrajes. Sin ayudas. Sin apenas dinero. En las instituciones les venían siempre con el mismo cuento. Las mismas excusas o mentiras que les endosaban a los tipos de las bandas. No podemos apoyaros a todos. El proyecto no interesa. No vende. No nos parece que un cortometraje tenga interés cultural. Además, es una ficción. Es una idea tuya. Funcionaría si me hablaras de otras cosas: del queso de la tierra, del burro autóctono, de algo así. No, chaval, lo tuyo no interesa. Y aquellos jóvenes que querían ser directores de cine y que dieron sus primeros pasos haciendo cortometrajes con sus ahorros o con la ayuda de sus familias, terminaron cerrando su propio chiringuito. Y tuvieron que afrontar una de esas dos decisiones: quedarse y olvidar su pasión; o hacer la maleta y buscar fortuna en otros lares. Tal vez por esa misma época salieron de las universidades unos cuantos chavales con ideas. Con proyectos. Con iniciativa. Se encontraron de regreso a su tierra, con la esperanza de hacer realidad sus sueños. Se dieron de bruces con la desidia. Con sus currículums hechos pedazos en las papeleras. Con cartas de “Vuelva usted mañana y ya veremos”. Les dieron con la puerta en las narices. Así que renunciaron. Alumbraron sus proyectos en otras tierras. O cambiaron de idea, se metieron a trabajar en una fábrica o en una tienda y dijeron adiós a los sueños. La emigración o la renuncia.
Junto a estos jóvenes que iban preparados para construir el futuro había otros muchos con intereses similares: actores, poetas, escritores, guionistas, escultores, empresarios, pintores, dibujantes. Etcétera, etcétera. Todos ellos vieron que, en otras ciudades, a los talentos locales más o menos se les apoyaba. Pero aquí no. Aquí tuvieron que renunciar o irse. Y esta es nuestra historia contemporánea. Historia de Zamora. Unos lo llaman victimismo. Otros lo llamamos realidad.