Se tuerce el fin de semana lo bastante para odiar un poco la ciudad. No salgo de Madrid para evitar los atascos propios del puente. El viernes por la noche cenamos por ahí con unos cuantos amigos. Frente al restaurante mejicano que escogemos hay un tumulto de reporteros y fotógrafos. Están apostados junto a la puerta de un restaurante de lujo, de decoración algo hortera. Alguien pregunta a los fotógrafos. Dicen que están cubriendo el convite de boda de un tal Borja Thyssen. Aun a riesgo de caer en el ridículo, pregunto a mis amigos quién es. Sé de la baronesa Thyssen, pero no del tal Borja. Me lo explican. Vuelvo a mirar a todos esos fotógrafos y reporteros, condenados a seguir a un individuo que es pasto de la prensa amarilla. Me deprimo. Cenamos en el garito mejicano. Un mariachi alegra las mesas. Nos deleita con “Malagueña Salerosa”. Tras la copiosa cena decidimos ir a tomar unas copas. Detesto tomar copas en los bares madrileños, por aquello del garrafón. Me digo: “Bueno, haremos una excepción”. Tomo tres o cuatro whiskys. La cosa va bien. La noche termina y vamos a dormir. Pero a la mañana siguiente noto que, en algún garito, me han endiñado garrafón. De otra manera no se entiende: una cena fuerte y cuatro copas no suelen dar, al día siguiente, dolor de cabeza y de estómago. Lo comento con un par de amigos. Creen que sí, que nos han metido garrafa. Me juro, una vez más, no volver a salir de copas por Madrid.
Pasamos un sábado tranquilo, para aplacar los dolores de resaca del veneno que nos metieron en alguna parte. En casa de unos amigos, viendo películas. Al salir, ya han cerrado el metro. Volver a casa supone esperar a un búho, que te deja en Cibeles. Cibeles, a las dos de la mañana, está abarrotada de gente que sube y baja del taxi, que espera al autobús, que cruza la calle de paso. La suerte nos acompaña y sólo aguardamos cinco minutos a un taxi. No es fácil cazar uno a esas horas, en Cibeles. Siempre hay un montón de manos alzadas junto a la acera. Pero el taxista, aunque lleva la luz verde, dice que va de camino a su casa, y no piensa dar rodeos. Aceptamos y nos deja a las puertas de La Casa Encendida. De ahí al piso, un paseo. Esa es la tortura de salir por aquí, si te alejas de tu barrio: debes tirar de metro o de autobús, de taxi y de tus piernas. Las aceras de nuestra calle dan asco, dan ganas de vomitar. Apestan a meados, hay litronas rotas, y al lado del portal se apila la basura (muebles viejos, bolsas, detritus) que han dejado los nuevos inquilinos del piso de enfrente. Ni siquiera la arrojan junto a su puerta. No. La pone en otra acera, como quien se deshace de un cadáver.
Al día siguiente vamos al cine. En domingo, en Madrid: un error. En los Cines Ideal. Hay una sesión a las seis y cinco. Pero son las seis y cuarto cuando nos acercamos a la taquilla. Pedimos dos entradas para las ocho y veinte. Son numeradas. Las compramos. Volvemos a las ocho. Cuando avanzo por la fila de la sala compruebo que dos tipos están sentados en los mismos sitios que pedimos. Amablemente explico que esas son nuestras butacas. Comparamos las entradas. No salimos de nuestro asombro. Misma sala, misma fila, mismos asientos. Entonces advierto el error: nos han vendido entradas para las seis de la tarde. Nos sentamos en las butacas de al lado. Dos personas llegan y reclaman los sitios que hemos ocupado. Y sus butacas las reclaman otras dos personas. El efecto dominó nos empuja a levantarnos. Se lo explico al acomodador. Me dice que espere, igual encontramos un par de sitios libres cuando se siente todo el mundo. Al final hay sitios libres, sí: en primera fila. Y allí nos quedamos, hartos de equívocos, de garrafón, de taxistas, de Madrid en fin de semana.