Son las dos de la madrugada. El sábado terminó. Regreso a casa en autobús. El vehículo va vacío, a excepción de tres o cuatro personas sentadas en la parte trasera. En la siguiente parada se abren las puertas y entra un montón de mujeres. Algunas son negras; otras, latinoamericanas. Toman asiento. Son mujeres entradas ya en la madurez. De clase baja, probablemente. Se percibe en la ropa, en los peinados. Todas ellas parecen madres esforzadas, respetables, hundidas hasta las cachas en trabajos que, me temo, serán duros. Parecen amas de casa, la clase de mujeres que elaboran postres caseros y muy sabrosos, que cocinan con amor y, mientras amasan la harina o preparan el sofrito, profieren buenos consejos sobre la vida. Ese tipo de mujeres cuyos ojos reflejan la lucha diaria, el combate sin respiro para llevar un poco de comida a la mesa. Señoras fuertes, especializadas en caer al suelo y tener la suficiente fuerza de voluntad para levantarse otra vez y afrontar el infierno diario. Ya sabes a lo que me refiero. Mujeres trabajadoras. Supervivientes. A pesar de la hora, hay también algunos niños correteando por el interior del autobús, pero no van con ellas.
Son las dos de la madrugada. Pero ellas no vienen de juerga, al contrario que otros ocupantes del vehículo. Ni tampoco van a empezar el jolgorio. Se nota que no están de farra, que no van de copas ni vienen de las discotecas. Son mujeres responsables. No están celebrando nada, se las ve cansadas. Así que sólo hay una respuesta, y es entonces cuando me doy cuenta. Estas señoras vienen de currar. Han terminado su jornada, quizá limpiando edificios o, qué sé yo, trabajando en las cocinas de los restaurantes. Al principio creo que van al trabajo, que entran sobre esa hora, que tienen que fichar en torno a las dos de la mañana, y que es una hora rara para comenzar la jornada laboral. Cuando dos de ellas se despiden entre sí es cuando caigo en la cuenta. Sí, el trabajo ya lo hicieron. Son compañeras que regresan, felizmente (o probablemente no tan felizmente), a casa. Juntas, cansadas, en autobús. De regreso a sus hogares, a sus maridos, a sus hijos. O, quién sabe, a un piso solitario en el que no haya otra compañía que un fiel perro. Pero son especulaciones.
Son las dos de la madrugada. Observo a estas mujeres. Negras, latinoamericanas. No sé si llevan en la cara la aceptación o la resignación. El autobús se detiene en un semáforo. Y miro hacia fuera. Y lo veo. Uno de esos carteles de propaganda en los que le reprochan a Zapatero varias cosas. Uno de esos reproches es “Inmigración”. Lo consideran culpable. España es así, amigo. Y yo, por dentro, en secreto, pido que, por favor, ninguna de ellas mire al exterior y vea ese cartel. Aunque, qué más da, si probablemente estarán hartas de verlo y de soslayar el mensaje xenófobo que conlleva. Siento vergüenza, entonces. Allí van esas mujeres, en un autobús de regreso a casa, en la noche, después de trabajar. Cobran menos que los hombres, porque eso es lo que nos han contado las estadísticas. Cobran menos, y además son extranjeras, y además hay carteles por la ciudad en los que critican la inmigración. Y ahora quiero que le des la vuelta al asunto, chico. Quiero que te imagines que eres una mujer española que vive, no sé, en París, o en Londres, y que curras en el turno de noche, tal vez en un trabajo de mierda, duro y mal pagado. Que es lo único que pudiste encontrar porque te tocó irte de tu tierra, las razones no importan. El autobús se detiene y miras a la calle y ves un cartel donde se meten con los inmigrantes y con el presidente por dejarlos entrar, así es. La inmigrante eres tú. Piénsalo. Y ahora, ¿cómo te sientes?